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sábado, 25 de abril de 2020

8. La mercancía de los duendes malotes

     
El Bosque Triturado era la razón por la que Alpin necesitaba un amigo. Estaba demasiado cerca de su casa para que nunca lo visitase.

El Bosque Triturado es un lugar versátil. Un olmedo puede dar lugar a un castañal que a su vez puede convertirse en una plantación de viejos robles. Hay lugares donde puedes recoger flores preciosas en cualquier estación del año. Hay claros donde puedes jugar con la pelota sin preocuparte de que la bola se pierda en la densa vegetación. Algo o alguien siempre te la lanza de vuelta. Hay lugares más oscuros y profundos, lugares primitivos llenos de arañas y otras criaturas que se arrastran y trepan allí por detrás de los pinos visibles, donde es una medianoche sin luna durante las veinticuatro horas del día. Ahí dentro hay marismas peligrosísimas. Un arroyo que se convierte en un río trenzado recorre el bosque, naciendo no se sabe donde y desembocando siempre donde menos te lo esperas. Y hay hogares para un número asombroso de seres particulares, tanto mágicos como mortales. No todo el bosque es un lugar seguro. No todo ha sido explorado. Todo sí está vivo. Uno nunca está solo ahí, pero uno puede estar mal acompañado.

Un día Alpin entró en el bosque esperando encontrar algo que morder. Había nueces y bayas y también había setas porque había llovido. Pero las setas mas estilosas habían sido recolectadas y se encontraban solo en un bol azul que estaba en posesión de un goblin. A los goblins también se les conoce como duendes malotes. Los malotes nunca hacen nada bueno, y tratar con ellos es igual a tener problemas.  

Estaba en el bosque ese día una tribu entera de duendes malotes dedicados a la compra y venta  de artículos dudosos. Habían llegado navegando sobre ratas de río medio domesticadas y estaban recogiendo piedrecitas y flores, insectos y fruta junto a la orilla para fabricar mercancía que nunca es tan inocente como parece a primera vista.

“No traigo dinero,” dijo Alpin, atraído por las hipnóticas setas que había en el bol del goblin. “No te daría un penique por nada que crece aquí, pues podría cogerlo gratis, como sospecho que has hecho tú. Pero nunca he visto hongos de color turquesa o malva. ¿Estas seguro que no son de azúcar? ¿Dónde los has conseguido?”

“En un lugar que he dejado atrás,” dijo el duende malote. “¿Qué dejarás tú atrás si te llevas alguna seta?”

El malote dejó que Alpin escogiese una seta de su bol cuando prometió volver al día siguiente con dinero para comprar todas.

“Esta es la más grande,” dijo Alpin, extrayendo una profundamente morada con motas de un tono amarillo más claro que su rostro de cera. “Más vale que estés aquí mañana. No quiero molestarme en venir hasta aquí y luego no encontrarte. Estoy decidido a hacerme con todos esos hongos.”

“Estaremos aquí. Pero debes acudir a la cita aunque no te guste el sabor de la que has elegido.”

Sabía a tierra húmeda sobre pan chicloso, pero a Alpin nunca le importaba mucho el sabor de  lo que comía. Sólo tenía que devorar todo lo que veía.

Llegó el crepúsculo y Alpin todavía no había vuelto a casa. Su madre salió al jardín y se puso a llamarle. Pero no contestó.  

“Niñas,” les dijo a sus hijas, “vosotras dos debéis salir a buscarle. No está en el jardín.”

“En cuanto se ponga el sol, Mamá,” dijeron las gemelas. Estaba a punto de hundirse con una gran reverencia, como si sujetase una extensa falda de un rosa rojizo.  

Las muchachas no tardaron nada en encontrar a Alpin. Podían ver mejor que los búhos en la oscuridad y Alpin estaba sumido en un sueño narcótico sólo a unos pasos de las hermosas adelfas blancas que cercaban su jardín.

Las gemelas no pudieron despertarlo, pero le cargaron a casa facílmente, porque es tan delgado y sus huesos pesan menos que los de un pajarito. Pero no había ni rastro del hongo, porque se lo había tragado entero. Así que las gemelas no tenían ni idea de porque no le podían despertar.

“No está muerto, Mama,” dijo Darcy, en respuesta a los lamentos y gemidos de su madre. “Le voy a preguntar que le pasa y tendrá que contestarme, aunque sea en sueños, así que por favor tranquilízate. No podré oír su respuesta si sigues gritando, porque lo más seguro es que murmurará bajito. ¿Qué te pasa, Alpin? ¿Por qué no puedes despertarte? ¡Contéstame ahora mismo!”

Al día siguiente, Darcy tuvo que pedir a Alpin que dejase de exigir a grito pelado que le comprasen más hongos. Es horrible tener que escucharle gritar con esa voz espeluznante que te hace pensar que escuchas a toda una orquesta desafinar. A pesar del infernal ruido, pedirle a Alpin que se callase no era algo que Darcy quería hacer, porque odia tener que pedirle a la gente que haga cosas. Darcy cree que puede estar interfiriendo con la naturaleza o con algún vasto plan eterno cuando usa su don.

Así que, mientras Alpin ahora susurraba incesantemente que quería esos hongos y más valía que fuesen a por ellos, Brana y Fiona le encerraron en su habitación y salieron para enfrentarse a los duendes malotes. Estas chicas no tenían miedo de encararse con los vendedores de mercancías cuestionables. Confiaban plenamente en su propia ferocidad, y  decidieron separarse y buscar a los malotes cada una por su cuenta. Fue Fiona quién los encontró. Todavía estaban cerca del río, doblando las tiendas amarillas bajo las que habían pasado la noche.

                             
“Olvídate de tu hermano, niña bonita,” sugirió el primer duende malote al que se acercó Fiona. “Compra este espejo con forma de corazón para ver lo preciosa que es tu cara. Mira que flores tan guapas hay pintadas en su dorso y mango. Se llaman botones de oro, y son tan doradas como tú.”

                                          

“Algo bonito para ti es lo que necesitas, cariño. Deja que tu hermano egoísta sufra. ¿Acaso ha comprado él algo para ti ayer? Claro que no. No le compres las setas,” siseó otro duende que llevaba una tentadora caja llena de bisutería. “Gasta tu dinero en esto.”

“Lo único que quiero tener es unas palabras con el irresponsable que le regaló un hongo a mi hermano. Es menor de edad,” insistía Fiona.

Como respuesta, los mercaderes comenzaron a tararear un vals y a bailar alrededor de Fiona mostrando su mercancía. Fiona sacó los dientes.


“¡Ah! La rubita de ojos soñadores tiene colmillos de nácar que sobresalen de entre sus labios de cereza.”


“¡Una lima para esos colmillos! Compra una, estarás más guapa.”

                                                 

“¡Haced muecas y enseñad vuestros dientes! Los suyos son más grandes, pero nosotros somos más.”

                                                      

Mientras bailaban a su alrededor tarareando un vals, haciendo muecas y exhibiendo sus dientes y su mercancía, Fiona se fijó en el bol que contenía las setas.

                                     
Tiró de lo primero que tenía a mano, un zapato atado a una cuerda, y golpeó con él al duende que tenía más cerca. Este cayó de espaldas, tirando a los demás al caer. Y Fiona aprovechó la subsiguiente confusión para arramplar con el bol de setas, saltar por encima de los duendes caídos y huir. 

La Tía Aislene de Michael invitó a su sobrino a almorzar para poder consultarle sobre los hongos. El no era un duende de jardín, pero no le hubiese importado serlo y sabía mucho sobre plantas raras. Fiona le enseñó el bol, pero antes de que pudiese empezar a clasificar los hongos, Michael se fijó en que ella todavía tenía el arma con el que había golpeado al malote.

“¡Ese es uno de mis zapatos!” exclamó Michael. “Has aporreado al duende malote con uno de mis zapatos!”

Fiona desató el zapato de la cuerda de la que pendía y se lo dio a Michael.   

“No tienen el otro,” dijo. “Estoy segura. El vendedor de zapatos llevaba un gran bastón con pares de zapatos atados a él. Este no tenía pareja. Tendrás que seguir buscando el otro.”

“¿Entonces no son venenosas? Las setas, claro,” preguntó Ernesto, Cochero de la Muerte, y padre de Alpin.

“No. Para nada. Si se las tomase todas dormiría el resto del día y de la noche y tendría sueños extraños. Podría ni acordarse de ellos al despertar mañana.”

“Entonces yo digo que dejemos que se las tome. Eso hará que deje de pedírnoslas. ¿Pero querrá más mañana?”

“No si se fija en otra cosa. Estoy seguro de ello.”

“Entonces comeremos tranquilos hoy.”

“¡Desde luego que no!” saltó Aislene. “¡Menuda idea! Darcy, pídele a tu hermano que deje de pedir hongos!”

“Ni hablar. Pedirá otra cosa. Estoy con Papá. Dejad que se tome los hongos y descansemos todos. Nos lo merecemos. Ya nos hemos estresado bastante.”

“Sólo si me prometes que le buscarás un amigo. Uno sensato que vaya a ser un buen ejemplo para él y evite que coma lo que no debe y se meta en líos en el bosque,” le exigió Aislene a su hijo. 

“Me parece que pides demasiado,” dijo Darcy el Guapo sacudiendo su apuesta cabeza. “Pero veré lo que puedo hacer mañana si podemos comer en paz hoy.”

Y ese día Michael pudo probar la excelente cocina de su tía en vez de sólo observar cómo Alpin se zampaba la comida de todos, que es en lo que suele consistir comer con los Dulajan. 

En cuanto a mi, hay quien dice que soy sensato, otros en cambio dicen que lo que soy es pusilánime, pero todos están de acuerdo en que soy prudente para mi edad. Por eso Darcy me eligió para ser el amigo de su hermano.

                      
 Christina Georgina Rossetti escribió un poema narrativo sobre los duendes malotes titulado El Mercado de los Goblins. Es muy bonito de leer.

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