Hablan los hojitas: "Esta es la séptima carta lunar, que Brezo le escribirá a su hermano Arley durante el mes de la luna roja como rubíes, publicada tal y como la leímos en el Pozo Predícelo."
285.
La séptima carta lunar, escrita bajo la luna roja como los rubíes y en la que
enemigos y amigos peores que enemigos han de ser identificados para que un día fasto no resulte infausto.
Queridísimo
hermano,
Espero
que esta carta te encuentre muy bien. Aquí nos está costando poner en marcha
una fiesta del día del nombre para los Atsabesitos. Beaurenard, que sigue
obsesionado con el asunto de la ostra, no parece poder pensar en nada más que
eso.
“Y
yo sabía que Alpin siempre le estaba diciendo a Betabél que si Brezo esto y
Brezo aquello, y Brezo todo lo hace mejor. Así que pensé que la pobre chica
estaría mejor sin el bruto ese. Y lo estuvo. ¡Pero nunca pensé que se mostraría
vengativa! Pero así fue. ¡Ojala yo hubiese actuado a la primera que ese memo
mencionase a tu hermana en vez de esperar a que apareciese por casa de Brezo
para pedir la receta de la cobertura de cacao. Es que pensaba que mientras no
se acercasen a nosotros, ellos tenían derecho a su propio espacio.”
Yo
había salido a mi jardín y allí pillé a Beau contándole todo eso a Cardo, y
Cardo no le hizo esperar su respuesta.
“Tú
has tratado a Alpin como se merecía ese sinvergüenza. Siempre he sido de la
opinión de que mi hermano se mostraba muy blandengue en su trato con Alpin,
siempre ayudándole a salir impune de los líos que armaba. Una solución drástica
hubiese sido más definitiva. Y Betabél tendría que haberte besado las manos por
librarla de ese miserable convirtiéndole en ostra.”
“No
sabes lo que me consuela escucharte decir eso. Pero es que no logro olvidar lo
de las perlas. Yo consideré robar la ostra para protegerla, pero Betabél podría
haber montado un cirio, y si alguien se enterase de que yo la había
secuestrado, pues dirían que la había choriceado para quedarme con la fábrica
de perlas. Nada más lejos de la realidad, te lo aseguro.”
“¡Lo
sé! ¡Es asqueroso como siempre culpan a gente buena por haber hecho algo
amable!” gruñó Cardo.
“Me
alegra muchísimo que Brezo haya podido lograr que Betabél dejase de torturar a
la ostra.”
“¡Ostra,
ostra!” exclamé yo. “¡Pero si ya no existe la tal ostra! Deja de sentirte
culpable de un problema que ya se ha solucionado para satisfacción de casi
todos e intenta concentrarte en las posibilidades que tienen los Atsabesitos de
poder disfrutar de una fiesta del día del nombre,” le dije a Beau.
“¡Tienen
que tener una fiesta del nombre!” gritó Cardo. “He visto por el bosque a esos
gatitos. Son muy monos, pero si no tienen esa fiesta a la que tienen todo el
derecho, quedarán sin dotar. Y eso significa que les faltará personalidad,
color y lustre. Serán torpes y desaventajados. Y las hadas no deben ser así. ¡Toda hada debe ser agraciada!”
Pero resulta que Beau había estado en el Castillo Ator para consultar con los padres de los Atsabesitos, y las cosas no pintaban bien para los niños gato. Cómo podréis ver en el dibujo de Beau y los gatitos, Beau parece más mayor de lo habitual. Él me explicó que siempre intenta parecer más maduro siempre que tiene que tratar con Ator. Ati tiene ese efecto sobre mucha gente, porque da aspecto de altanero y altivo y la gente quiere estar a su altura.
“¡Callad,
gatitos! Vais a alterar a vuestra madre. Si has venido a hablar de esto, mejor
habla bajito, Beaurenard,” dijo Atí. “No quiero que nos oiga Sabi. Siempre se
pone de los nervios cuando alguien menciona a Jocosa.”
Así
que Beau habló en susurros.
“¿Es
realmente tan difícil esto? Jocosa ha estado en otras fiestas del nombre y por
lo general se ha limitado a regalar a los niños la habilidad de reírse de sí
mismos. No es un mal don.”
“Puede
que no lo sea,” dijo Ati, “pero no es el regalo de Jocosa lo que más nos
preocupa. Sus amigos insistirán en ser invitados, porque querrán obsequiar a
los nietos de su amiga. Y se invitarán a sí mismos si no les invitamos
nosotros. Esa clase de gente da a los niños dones como el de convertirse en un
sapo que croa cada vez que el reloj de la hora. Ya sabes. Como cuando sale un
cuco de un reloj cantando. No se trata de que los niños puedan hacer esto
cuando quieran. Es que les pasa quieran o no. Porque lo encuentran divertido
esos locos. Como cuando dejaron bizco al bebé de Fenela porque creían que
estaba más gracioso así. Sí, lo encontraban tronchante. Le llevó tres meses
deshacer ese hechizo al mago oftalmólogo Casimiro. Y menos mal que pudo.”
“Entiendo. Lo que regalan es más parecido a una maldición que a un don,” dijo Beau.
“¡Exacto!”
continuo Ati. “Y hablando de maldiciones, los enemigos de Jocosa, y tiene unos
cuantos, todos muy resentidos por algo que ella y su panda les han hecho en
algún momento, también podrían irrumpir en la fiesta para vengarse de ella
fastidiando a sus nietecitos. Yo no quiero que mis hijos no puedan acercarse a
una rueca por temor a caer en un coma y cosas horribles como esa. No es que
vaya a poner a mis hijos a hilar, pero debería poder hacerlo si se les antoja.
Y yo tengo que asegurarme de que así sea.”
“Cualquier
cosa que hagamos se tendrá que hacer con sigilo encubierto y mudo silencio. Sí,
de tapadillo total,” suspiró Beau. “Esa es la conclusión a la que he llegado.
Si supiésemos quiénes son los posibles arruinafiestas, podríamos neutralizarlos
de antemano. Pero no lo sabemos. ¿O sí?”
“¿Matarlos?”
preguntó Ati. “Tendría que pensármelo, aunque no estoy diciendo que no me
gustaría.”
“Lo
que quiero decir es más bien que podríamos hacer algo como dormirlos durante
una semana o así. Pero no tenemos que pensar en drogarlos o algo parecido todavía porque no tenemos ni idea de quiénes son. A algunos les conocemos, pero la
mayoría de estos bromistas se disfrazan antes de atacar, así que no se sabe
quién ha causado el daño que han causado.”
“Cobardes,”
asintió Ati.
“No
me sorprende que lo sean, porque meterse con alguien como tú es un peligro bien
gordo. ¿O no, Ator? Porque tú en realidad eras un hada león, no un hada gato como ahora pretendes ser.”
“Sigo siendo peligroso,” asintió Ati.
“Aun
así, puede que el miedo no les detenga. La mayoría de esos pandilleros son tontos redomados.”
“Imbéciles integrales,” asintió Ati.
Cuando
Beau me dijo que había tenido esta conversación con nuestro hermano Ati, Arley,
yo le aconsejé que consultase con Tito Gen, por si los prevencionistas
dispusiesen de una lista de los miembros de la Panda Jocosa, y quizás también
de personas que podrían quererla mal a esa alocada por algo que les hubiese
hecho en algún mal momento. Por favor no pienses que te estoy pidiendo
información. Sé que no me la debes dar. Pero si se la pediremos a los
prevencionistas, porque al fin y al cabo su propósito es prevenir, y eso
queremos. Queremos prevenir cualquier daño que les puedan hacer a los
Atsabesitos. Pero si tienes alguna sugerencia sobre todo esto, por favor,
hazla.
Mientras
hablábamos de cuándo y cómo contactar con Tito Gen, el abuelo AEterno apareció
paseando serenamente por la calle en la que están mi casa y la de Cardo. Paró
un segundo delante del portón de la mía y nos hizo señas a mí y a Beau para que
nos acercásemos a él. Y eso hicimos.
“Gracias
por no molestarme con el asunto de la fasto infausto esa,” nos dijo.
“Yo
siempre intento no molestarle, Tito AEterno,” dijo Beau.
“Lo
sé. Por eso te estoy dando las gracias. Y esta niña tampoco ha contado conmigo
nunca para que la ayude. ¿No es así, bonita?”
“No
que yo recuerde ahora mismo,” repuse yo.
“¡Bien!”
dijo el abuelo. “Y como es de bien nacidos ser agradecidos, os regalaré algo
para mostrar mi gratitud.”
Metió
la mano izquierda – el abuelo es zurdo, o quizás ambidiestro – en uno de los bolsillos de su chaqueta
y rebuscó en él. Cuando dio con lo que buscaba, lo sacó. Se trataba de una
granada. Una muy hermosa. La más clásica de las granadas que yo he visto.
Estaba claro que se trataba de esa fruta. Era como cuando alguien tiene un público y dice, “Esto
es una granada,” y enseña un ejemplar perfecto. Si, una granada modelo.
“No
es otoño,” dijo Beau. “¿Ya hay granadas? ¿Maduras? Esa parece madura.”
“En
una zona de mi jardín siempre es otoño,” dijo el abuelo.
“Ah.
Sí, claro,” dijo Beau.
“Deberías
saberlo. Has estado ahí. No vayas por ahí olvidando lo que sabes. No conviene.”
“Lo
recuerdo perfectamente. Supongo que no me paré a pensar.”
“Eso
tampoco conviene,” dijo el abuelo. “Y menos a alguien como tú, que te pasas la
vida metido en follones. Tendréis que partir esta fruta por la mitad. Es para
ambos,” dijo el abuelo. Me dio la granada y desapareció.
“¿Pero
se puede ser más cutre?” gritó Cardo que estaba de pie detrás de nosotros.
Nos giramos para ver a Quintín
asentir con la cabeza.
“Una
para dos,” dijo, sonriendo.
“Por
lo menos podría haberos dado un par de esas pelotas de golf que siempre lleva
en los bolsillos. ¿Será que está chocheando? Tal vez deberíamos pensar que no
es más que un pobre vejete,” añadió Cardo.
“¿Qué
hago con esto?” le pregunté a Beau. “¿Melaza de granadas?”
“Seiscientos
trece,” dijo Beau.
¿Sabes
lo que estaba diciendo mi novio, Arley? Seguro
que tú sí.
Te mando una botella grande de melaza de granadas, por si alguien quiere añadir eso a ensaladas de fruta o yogur o helado. No la hice con la granada del abuelo. Ya tenía mucha hecha y guardada en mi cocina. Y adjunto la receta de la melaza, pues le voy a hacer una tarta de jengibre a la melaza de granadas a Mauelito por su cumple mensual.
Con
cariño, Brezo.
P.D. No creo que fueses un blandengue al tratar a Alpin como lo hacías. Yo hubiese hecho lo mismo que tú. Tú lo sabes. Y el gatito del dibujo de abajo es Neferniki, no Mauelito.
Melaza de Granadas:
Muy fácil. Sólo necesitas unas ocho granadas,
media taza más dos cucharadas de azúcar y un limón grande.
Tienes que obtener cuatro tazas de jugo de
granadas. Abre unas ocho granadas grandes y maduras, partiéndolas horizontalmente
por la mitad. Saca las semillas dando golpes a la cáscara con una cuchara
sopera o un martillito y estrujando la cáscara de vez en cuando. Una vez que
hayas liberado las semillas, pártelas un poco con la batidora, pero no demasiado,
porque no quieres licuar la parte de las semillas que no es jugo. Luego pasa el
resultado por un colador para que sólo recojas el jugo.
Pon las cuatro tazas de jugo, junto con media
taza más dos cucharadas de azúcar blanco y el zumo de un limón grande en una
olla, y pon la olla al fuego. Pero no lo hiervas. Siempre a fuego lento,
revolviéndolo todo. Normalmente hay que dejar esto a fuego lento casi una hora,
pero vigilando a menudo, sin dejar de asegurarte de que el azúcar no se pegue
al fondo de la olla. Cuando al meter la cuchara en la mezcla esta la cubre y
resbala como un sirope, la melaza está hecha. Retírala del fuego y deja que se
enfríe durante media hora. Luego la guardas en una botella o tarro. Puedes
utilizarla inmediatamente o guardarla en la nevera durante meses.
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