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domingo, 9 de junio de 2024

286. La Octava Carta Lunar

286. La Octava Carta Lunar, carta bastante larga,  que será escrita y enviada por Brezo a su hermano Arley durante la luna del mar turquesa y en la que se habla de preparativos para la fiesta del día del nombre de los Atsabesitos, y donde la precaución parece confundirse con la beligerancia.    

Querido hermano,

Hoy te escribo y no sin cierta preocupación. Como sabrás  por mi última carta,  Beau y yo estamos en el asunto de la fiesta del nombre de los Atsabesitos.  Quizás recuerdes que ante la dificultad que supone celebrarla debido a la posible funesta intervención de los amigos y enemigos de la abuela materna de estos niños, decidimos consultar con Tito Gen por si los Prevencionistas pudiesen ayudarnos.

Quedamos Beau y yo en que sería yo quién consultase con Tito Gen, mientras que Beau fuese a consultar con otra gente que él conoce. Así que yo me fui para Casa Gentil, donde Tito Gentilluvia y Tita Mabel me dieron de merendar, y donde el tito me proporcionó en cuanto la pedí, una lista que incluía quinientos nombres de individuos que eran o habían sido amigos del hada Jocosa y de gente que desde siempre la ha tenido enfilada  y /o así la tiene ahora.

“Aquí tiene que faltar gente, cariño,” le dijo Tita Mabel a su marido. Ya sabes que ella lee a la velocidad del rayo, y tras echar un vistazo a la lista nos advirtió que no podía estar completa porque su propio nombre no estaba en ella. “Aquí falto yo,” le dijo a Tito Gen.  Y la Abuelita Sopitas, que estaba merendando con nosotros – por cierto, que preparó para la merienda tarta de limón de esa que lleva mucho merengue, galleta machacada y leche condensada – preguntó, “¿Estoy yo en la lista? Porque a Jocosa se la tengo jurada.”

“El abuelo dice que son seiscientos trece aquellos de los que debemos guardar a los niños, como las semillas de una granada.”

“¿Papá ha dicho algo? Me extraña que se meta en esto,” dijo Tito Gen.

“No con palabras, pero nos regaló una granada y Beaurenard Flynn, no sé si sabéis quién es ese, concluyó que nos estaba diciendo que eran seiscientos trece los individuos conflictivos, porque ese suele ser el número de semillas que tienen las granadas.”

“No hay nadie que no sepa quién es Beaurenard,” dijo el tito, “ni nadie que sepa cuando está siendo sí mismo y cuando otra persona. Uy, el Beaurenard ese…” El tito se cortó de pronto, porque debió acordarse  de que Beau era mi recién adquirido novio. “No, nada, que siempre está metido en follones, pero como se mete sale. Y si no, tú no te preocupes, Brezo, que le saca tu abuelo del lío en que se meta, porque es su ahijado preferido y su mayor enchufado. Cuando ese nació, ya prometía casi como el niño Mercurio.”

“En esta Isla todas las granadas tienen orden de contener seiscientas trece semillas,” dijo Tita Mabel, “pero sigo pensando que hasta ese número es poco para la ganga de los jocosos.”

“A ver,” dijo el tito, “en mi lista sólo figuran los tipejos que podrían causarle daño a los bebés de Ati. Ni tú, Mabel, ni la Abuelita Sopitas haríais eso. ¿Verdad, Abuelita?”

“De niña, esa loca ya prometía también,” nos contó la abuelita. “Cuando venía a palacio para merendar con su primita Titania, llegaba antes de tiempo para colarse en la cocina y vaciar el salero en los batidos de fresa o meter cucarachas en mi tostadora. No veáis como saltaban por los aires los bichos esos cuando yo la encendía y notaban el calor. Si la niña se hubiese colado para robar alguna galleta, me hubiese sentido halagada. Pero no. Y no había vez que nos visitase la nena que no estallase alguna bomba fétida que apestuzase todo el lugar. ¡Ay de mi pobre obrador, que siempre olía famosamente a canela y bollería recién horneada! Esa chiflada sentía un desprecio absoluto por mi trabajo, pero bien que se zampaba lo que no había contaminado. Sus porciones no las maleaba. ¡La odio! ¡La odio, y la oído!”

“¿Tú sabes la lata que me dieron esos desgraciados mientras tú estabas desaparecido?” le preguntó Tita Mabel a Tito Gen. “¿Llamando a las tantas de la madrugada fingiendo ser tú o preguntándome si sabía dónde estaba mi marido porque ellos sí? Claro que en realidad no tenían ni idea, pero querían sacarme de casa enviándome a sitios horribles para que me pasase algo malo por intentar recuperarte  o rescatarte. Menos mal que nunca caí en sus trampas crueles. Pero si hubiese llamado alguien de buena fe, es posible que yo no hubiese hecho caso. ¿Cómo distinguir? Menos mal que Papá lo sabe todo y me aconsejaba que lo dejase en sus manos. A ese es a quién deberíamos consultar, pero claro, está prohibido.”

Dejé Casa Gentil muy preocupada, aunque tendría que haber partido contenta, porque el tito me aseguró que la hermandad de prevencionistas estaría dispuesta a hacer lo que hiciese falta para proteger a los Atsabesitos, y ya sabes lo hiperbólica que es en sus actuaciones esa gente. Y el que estaba más que dispuesto a colaborar era Tito Fu, que estuvo ahí merendando con nosotros, y  que me prometió que fabricaría y me enviaría una remesa de VEHM, acompañada por todos los tíos broncas que hiciesen falta para utilizarla, pues hay muchos peleones entre sus clientes. Sí, varitas, escopetas y hoces mágicas. Y exaltados con ansias de probarlas.

Por si fuese poco mi éxito, a Beau le fue todavía mejor que a mí en eso de recaudar apoyo bélico.  Y ahora te cuento por qué  lo sé.

Cuando iba camino a casa,  me abordaron  los hojitas Diadumeniano, nativo de Isla Manzana que habita en mi jardín, y  Vicentico, Malcolfo y Leopoldo, que habían venido del Bosque Triturado para preguntarme si yo estaba al tanto de lo que andaba haciendo mi novio.

 “Sé que ha ido a ver a alguien, pero no sé a quién.”

“Al Mago Apolinaris,” me dijeron.

“No sé quién es,” dije yo.

“Últimamente iba por ahí diciendo que era uno de los hiperbóreos canadienses,  ya sabes que supuestos  hiperbóreos los hay de muchas partes, pero se ha tenido que mudar de hábitat  debido a sus cuestionables negocios,” me explicó Leopoldo. “Ahora se esconde en una de las siete mil seiscientas cuarenta y una islas filipinas.”

“¿Eso  quiere decir que es malo?” pregunté yo, anticipando lo peor.

“Es que tu novio desdeña el riesgo y trata con cada elemento que no veas.”

“Hablaré con él, pero necesito saber más sobre esto para hacerlo con fundamento,” les dije.

“Pues en tu mismo jardín tienes un regato husmeo,” dijo Leopoldo.

“¿Qué decís que tengo en mi jardín?”

“No lo sabe,” le dijo Dudu a los demás hojitas. “Hay que explicárselo.”

Dudu es como le llaman los demás hojitas a Diadumeniano. Y ahora yo también.

“Sí, pero cuéntaselo muy bajito, que si nos oyen,  se le va a llenar el jardín de husmeadores.”

Fuimos a mi casa, y pasando desapercibido en u rincón del jardín había un tocón sobre el que crecían unas setas, cosa que me extrañó, porque en verano no hay setas en mi jardín. Resulta que las setas estaban ahí para camuflar a otra seta, una que parecía tener forma de flor. Y que tenía una trampilla diminuta en su centro. Tuve que encogerme hasta casí desaparecer, hasta ser más pequeña que los hojitas, que también se encogieron, y todos pasamos por la trampilla.   

Aparecimos junto a un pequeñísimo arroyo que se oía un poco más de lo que se veía. La mayor parte de este regato estaba cubierta por vegetación, pero los hojitas señalaron una parte descubierta en la que se reflejaba una luna del tamaño de un plato de postre para seres diminutísimos, y utilizando un dedal de plata  y oro igual de enanito, cogieron tres gotas de agua que hicieron que el dedal casi rebosase y me dijeron, “Bebe, niña.”  

“Tal vez no debería,” dije yo. “Yo no bebo cosas indocumentadas y tampoco tengo claro que esté bien espiar a Leonado.”

“Verás, chiquilla, esto no lo podemos hacer por ti.  Sólo tú puedes vivir lo que vas a vivir. Las almas gemelas son justo eso, y suelen pensar igual, pero los verdaderos enamorados son algo que va más allá. Son una única persona, y eso quiere decir que  tienen derecho a saberlo todo el uno sobre el otro. Este agua le ahorrará a  Leonado el tener que contarte sus andanzas, pues las vas a saber desde ya,” me aconsejó Malcolfo.

“Estamos compartiendo contigo un secreto muy bien guardado. Este arroyo no lo conoce cualquiera. No lo conocías ni tú, y eso que está en tu jardín. Ahora podrás usarlo a tu antojo. Fíate de nosotros. Venga. Sólo es agua. Nosotros no te daríamos nada malo. Tú eres buena,” dijo Leopoldo, “y  no hacemos daño a gente buena.”

“Y eres hermana de mi mejor amigo,” añadió Vicentico.

Esto último me convenció, que si no fuese Vicente tan amigo tuyo, yo no bebo esa agua desconocida y rara por mucho que estuviese sita en el jardín de mi casa ideal sin antes hacer mil averiguaciones sobre ella. Bueno, pues bebí a la salud de los hojitas y a la tuya. Y en cuanto aquella agua, que sabía agría,  subió por mi garganta hasta mi cerebro en lugar de bajar a mi estómago, empecé a ver…pues no sé cómo llamarlo. ¿Visiones? Era como si estuviese despierta pero dentro de un sueño.

Yo era y veía a la vez un murciélago zorro de corona dorada que lavaba un higo delicadamente en un río. Lo lavó y se lo comió. Bueno, o me lo comí, porque yo era el murciélago. Entonces la criatura, que era del tamaño de un niño de ocho años, y que parecía un demonio sonriente,  se giró, y se adentró cautelosamente en una selva tropical que empezaba a orillas del río. Y voló, y voló, o volé y volé, siempre de costado por el tamaño de mis alas y la espesura de la vegetación,  hasta llegar a lo que parecía ser un fuerte de piedra. Y entré en el fuerte y me paré ante un edificio y vi a un alguien plantado ahí con pinta de estar achicharrándose y una pistola de flit y pensé que “Sino ba yan?” 

Y yo no sabía que quería decir eso que había pensado, pero antes de que pudiese preocuparme que yo no entendía lo que estaba pensando, el personaje ese me espetó, “¡Toma flit, alimaña invasora!” Y no quedé rociada por  una pistola de insecticida porque pude hacerme a un lado.

“Araguuuuuy!” grité del susto, como si me hubiese llegado el veneno.  “Ako ay si Acerodón! Sino ba ikaw? Nasaan si Apolenko?”

Yo sabía que Apolenko era Apolinaris, auque no sabía cómo lo sabía. Y después de piar todas estas palabras que eran para mí ininteligibles, pero por lo visto comprensibles para el individuo del flit, me transformé de murciélago en un hada murciélago, de rostro palido, muy palido, y algo avioletado, coservando la cabellera dorada y luciendo unos caninos de vampiro.

“Haber avisado, walang galang,“ gruñó el del flit. Era un tipo gordito y pelirrojo que llevaba una camiseta sin mangas blanca pero toda manchada con salpicaduras de pintura de distintos colores. Llevaba también unos bermudas de color naranja y unos zuecos de madera ligera, y yo sabía, aunque no lo había visto antes, que ese calzado se llamaba bakyas. Y el hombre este se pasó por el cuello una toalla húmeda de la que cayeron unos cubitos de hielo a la tierra sobre un nido de lombrices que había a sus pies.

“Aquí no se viene con previo aviso,” le dije yo. “¿Crees que me habrán seguido?”

Y miré sospechosamente hacia atrás.

“Les olería,” dijo el tipo, esnifando el aire, “como a ti.”  Y luego se giró y gritó al interior  del edificio,  “¡Apoliiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii! El magkukulam de tu amigo murciélago filipino está aquí. Casi le mato echándole flit en el hocico.”

Del interior del edificio salió Apolinaris,  un hombre altísimo, un gigante que casi tres metros tenía que medir. Yo creo que no le llegaba ni a la rodilla, y eso que yo era el mayor de los murciélagos. De primeras su rostro parecía el de un hombre normal, pero cuando sacudía su cabeza, daba la sensación de convertirse en el de un león. Esa sensación sólo duraba lo que el movimiento que había hecho. 

Vestía Apolinaris  también una camiseta blanca sin mangas, pero sin manchas, ni de color ni de sudor, y unos bermudas azules y zapatillas de esas de tipo japonés, que se sujetan entre el dedo gordo del pie y su dedo índice. Curiosamente, este individuo salió del interior del edificio tiritando, y con muestras de tener frío, cosa que parecía imposible en aquella selva. Me fije en que llevaba un talismán rudimentario colgado del cuello, un sol de madera pintado de un amarillo muy fuerte y colgado de una larga y fina cinta de cuero trenzado. Tenía otro sol, uno negro, tatuado en su pecho, que asomaba desde detrás de la camiseta.   

“¿Qué te trae, Acerodón?” me preguntó el mago.

“Necesito guerreros,” respondí.

“¿Cuántos y contra quién?”

“Mil doscientos veintiséis. Con un poco de suerte contra nadie. Pero si las cosas se tuercen, contra uno, o hasta seiscientos trece.”

“¿Pero de quién se trata?”

“Estarás mejor no sabiéndolo. En realidad tampoco yo lo sé bien.”

“Es por saber que darte. Ya sabes que me importa un bledo lo que hagas con lo que te dé.”

“Tú dame unas malas bestias y bastará. Bien malas.”

“¿Qué me traes, Acerodón?”

Yo metí la mano en mi bolsillo y de este saqué  una bolsa rojiza del tamaño de la granada que nos había regalado el abuelo.

“Haz que aparezca una mesa,” dije yo. “Con reborde frenador, para parar esto si rueda.”

La mesa apareció, no muy grande, para cuatro.

Esparramé  el contenido del saquito sobre las mesa.

“Seiscientos trece espléndidos granates, todos ellos sin tacha,” dije yo.

“¿No tendrían que ser mil doscientos veintiséis?”

“Proceden del granado mayor de AEterno,  del que descienden los granados del huerto de Ascálafo.”

“¡Ah!” dijo el mago. “Necesitaré mil doscientas veintiséis horas para preparar tu encargo. Vuelve dentro de cincuenta y dos o mejor cincuenta y tres días.”  

“No me entretengas. Seguro que tienes lo que necesito en tu almacén.”

“Me lo dejarías vacío.”

 “Esto es para ayer.”

Entramos en el edificio del que había salido el mago alto. Lo que vi ahí dentro era un taller. Un montón de troncos apilados, cubos de pintura de muchos colores, una larga mesa de trabajo y toda clase de instrumentos para tallar figuras. Y figuras había apoyadas contra todas las paredes. Se trataba de muñecos de madera de tamaño humano. La primera figura que vi era de una gitana con una bola de cristal en la palma de la mano. Detrás de ella había una Caperucita Roja, junto a su abuela, el lobo y el leñador. Y también había muchos caballitos de carrusel, y un grupo de tres sirenas. Y yo sabía que mis hombres de palo, bueno, los lacayos de Beaurenard, procedían de ese taller. 

Algunos de los muñecos de madera ahí presentes cobraron vida y  se hicieron a los lados, dejando a la vista una grieta en la pared que había detrás de ellos, y está se abrió, dejando  salir un viento polar, que inundó aquel lugar calurosísimo, y dejando también que se viese un nuevo taller, uno con otra clase de materiales e instrumentos y maquinaria. Y en ese nuevo lugar, que parecía una nevera por el frío que hacía ahí, había una hueste interminable de figuras que parecían ser de cristal. Y yo sabía que ese cristal era a prueba de balas y por ser mágico, hasta de dinamita. Y que las  articulaciones de los muñecos eran una maravilla.

“Bien,” dije yo, “veo que hay suficientes.” Yo dije eso porque de pronto podía contar a una velocidad de mareo. “Pero ya que he acudido a ti y no a la competencia y has hecho tan buen negocio, tendrías que tener algún detalle conmigo.”

“Sí, he hecho un buen negocio. Bien sabes que me interesa hacerme con cualquier cosa que es o ha sido de AEterno,” dijo el mago. Y en ese momento me echó una mirada tal que yo supe que le interesaba quedarse hasta conmigo. Tendría que haberme asustado, pero no me asuste. Con caradura y tranquilidad le seguí pidiendo mi comisión.

“Repito. Sabes perfectamente que podría haber acudido a la competencia.”

“En alguna maldad andarás si has venido hasta nos,” sonrió Apolinaris, "pero vale. ¿Qué va a ser? Otro lacayo?"

“No. Hoy no. Alguna otra cosa.”

Y antes de que yo me pudiese enterar de qué era lo que yo quería pedir, me empezó a dar un dolor de cabeza tal que pronto dejé de soñar, o visionar, o lo que estuviese haciendo.      

Esta experiencia me ha dejado rendida. Todavía no me he recuperado del todo. Hasta contártelo ahora me ha rendido. Me voy a dormir la siesta. 

¡Ah! Un último detalle antes de irme. Al salir de la nevera y pasar por el primer taller, me di cuenta de que el individuo del flit estaba ahora ocupado pintado una talla. La pintaba muy despacio,  con desgana más que con delicadeza y  aunque no llevaba un traje azul, su aspecto casaba con la descripción que una vez me diste del artista perezoso que habías conocido en Salamanca. El individuo se pasó por  la frente su toalla húmeda, dejando caer cubitos de hielo otra vez, y tras eso paró de pintar para coger de la mesa un bombín y, a pesar de que estábamos bajo techado, colocárselo en la cabeza. El bombín estaba decorado con flores de esas que se llaman tanaceto.  

Me voy a dormir, Arley. Te quiere tu hermana Brezo.

P.D. Inspirada por la Abuelita Sopitas , este mes le he hecho a Mauelito una tarta de limón con mucho merengue. Y la serví rodeada de paparajotes. Te mando la receta de estas hojas de limón rebozadas. Creo que te gustarán.

Necesitarás para cuatro personas o dos muy hambrientas:  hojas de limonero, dos huevos, medio litro de leche, medio sobre de levadura, unas cinco tazas de harina, algo así como una taza de azúcar, una pizca de sal, raspadura de limón, mucho aceite de oliva virgen extra para freír las hojas,  algo de azúcar glas y de canela en polvo para espolvorearlas cuando estén hechas.

Lo primero es lavar bien las hojas, que tienen que proceder de un limonero de los nuestros, que no se riegan con nada tóxico.  Una vez lavadas, seca las hojas y  déjalas aparte de momento.

Lo siguiente es preparar en un bol grande una masa, empezando por batir los huevos con la sal, la leche, la levadura y la raspadura de limón. A esto se le añaden por lo menos dos cucharadas de azúcar, y luego, poquito a poco la harina. Bátelo todo suavemente.  La masa no debe quedar ni muy espesa, ni muy poco liquida. Tiene que poder adherirse a las hojas de limón cubriéndolas por completo.

Preparada la masa, hay que rebozar las hojas en ella. Tienen que quedar completamente cubiertas.

Y ahora toca echarlas corriendo pero con cuidado y de pocas en pocas, la cantidad que te sea manejable, en una sartén llena de aceite hirviendo. Hay que tener un poco de paciencia y esperar a que se doren y no voltear las hojas antes de que estén doradas por la parte de abajo. Si la sartén es honda y hay mucho aceite, ambas caras de las hojas se pueden dorar a la vez.

Cuando el paparajote entero esté dorado, se puede retirar de la sartén. Hay que ir colocando los paparajotes sobre papel absorbente para que absorba este el exceso de aceite.

Por último, los paparajotes se colocan en un plato bonito y se espolvorean por ambas caras con el azúcar glas y la canela en polvo. Yo formé un nido con los paparajotes y coloqué la tarta de limón de Mauelito en el centro del mismo. Ya sabes que aunque es gato, le encantan los cítricos. ¡No veas como se relamía! 

ADVERTENCIA: Ojo, que será la primera vez que tú comas esto, hermano. Y no debes comer las hojas, sólo el rebozado. Las hojas de los limoneros son indigestas y no hay que comerlas. Advertido quedas.

Más cariño te mando y adiós por ahora. Zzzzzzzzzzzzzzzz.      

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