320. El Apalpador
Fuera en el jardín del Castillo Ator, tres niños estaban a punto de discutir la tarde del día cuya noche iba a ser nochebuena. Habían estado recogiendo hiedra y muérdago y acebo, pero no era por estas plantas que se iban a pelear.
“¡Has sido malísimo!” el hada gatito Neferhari le dijo a su tío Esmeraldo. “No vas a recibir ni un regalo esta noche de San Nicolás.”
Esmeraldo no parecía estar muy contento. Pensaba que tal vez su sobrino tuviese razón.
“Los piratas no reciben regalos de Papá Noel,” insistía Neferhari.
“¡Mi hermano no ha sido malo!” le dijo Azulina a su sobrino. “Para nada. Solo estaba jugando a ser pirata. No es un pirata de verdad.”
“El bisabuelo está que bota. Bota como unas habas saltarinas mejicanas. Casi fulminó a Elucubrio y Metopata en el bazar de Santa Lucía. La bisabuela casi no le podía contener.”
“Esmeraldo no sabía que esos dos tontos eran presidiarios. ¿Quién iba pensar que esa opulenta galera era una cárcel?”
“Pues cuando el bisabuelo es bueno, es muy, muy bueno, pero cuando es malo, puede ser terrible.”
“El abuelo nunca es muy, muy bueno. Es un liante en su manera de actuar. Aunque tampoco le he visto ser terriblemente malo. Dicen que aprieta pero no ahoga.”
“Azulina, te prometo que puede ser terrible. Una vez me engañó para que me metiese en un saco y luego lo cerró. Conmigo dentro.”
“Pero estás aquí ahora así que no tiró el saco al río y no te ha ahogado, Atsabesito.”
“No. Pero me dio un susto de muerte. El peor de mi vida.”
“Tu vida es muy corta,” dijo Esmeraldo de pronto. “Seguro que recibes en el futuro sustos mucho peores.”
“Soy mayor que tú aunque seas mi tío,” contestó Neferhari. “Asi que he vivido más que tú. Y…¡Ahhhhhhhhhhhhhh!”
“¿Qué pasa ahora, ancianete?” preguntó Esmeraldo al ver a su sobrino temblar y retroceder.
Neferhari se convirtió en el gatito negro en el que podía convertirse a voluntad y saltó al muro del castillo.
Azulina se volvió para ver qué había asustado al Atsabesito.
“¡Es cierto!” exclamó Esmeraldo, que también se había girado para echar un vistazo. “El hombre del saco ha venido a por mí.”
“¡No seas ridículo!” le regañó Azulina. “No hay nadie así en esta isla.”
“Entonces…¿qué es lo que estamos viendo?” preguntó su hermanito.
Estaban viendo a un hombre de pelo rojo y alborotado que llevaba boina, fumaba en pipa, se apoyaba en un palo y cargaba…¡un saco!“¡Eh, rapaziños! ¡Boas festas! Alguno de vosotros necesita que le palpe la barriga?”
“¡Ahhhhhhhhhh!” chillaron Esmeraldo y Azulina y salieron volando hasta donde Neferhari estaba sentado viendo cómo iba aquel espectáculo. Los tres entraron de golpe en el castillo por una de sus ventanas gritando “¡Pedubastiiiiiiiiiiiiiiis!”
“¿Ahora qué?” dijo Pedubastis, la niñera gata egipcia de los Atsabesitos. Sonaba más aburrida que alterada.
“¡El abuelo ha enviado al Krampus a cogerme!” espetó Esmeraldo.
“No, no es eso,” dijo Azulina.
“Pues claro que no,” bostezó Pedubastis. “El Krampus tiene la entrada a esta isla prohibida. Y nada tiene que hacer aquí. Si no ha atacado ni a Caldopollo Mortero Maneta, cuando ese maleante era niño promesa.”
“Y parece que tampoco ha podido coger a Elucubro y Metopata,” dijo Esmeraldo, sintiéndose algo más confiado, “así que puede que el Krampus no sea tan duro, porque hasta yo he podido vencer a esos torpes. Pero el tío que hay ahí fuera debe ser una fiera porque bebe sangre. La he visto gotear de una especie de pellejo.”
“¿No quieres ver de quién hablamos, Pedi?” preguntó Neferhari. Ya era un niño otra vez y arrastraba a su niñera a la ventana.
“Para nada quiero ver yo algo así,” protestó Pedubastis, intentando librarse de los tres niños que ahora la arrastraban a la ventana.
“Sí que tiene un saco,” dijo Azulina. “¡Míralo, Pedubastis! Parece estar lleno. Puede que haya secuestrado a otros niños. ¡Tenemos que salvarlos!”
“¡Ni modo!” gritó Pedubastis. “Ya hay bastantes niños aquí hoy, y más que habrá en casa de vuestro abuelo bisabuelo o lo que sea ese señor esta noche cuando vayamos allí a cenar.”
“Habla raro. Casi en otro idioma. ¡Dijo que quería palpar nuestras barrigas!”
“¿AEterno?” preguntó Pedubastis. Eso sí la sorpendió. “Será cuando sois gatos.”
“No, el hombre ese del saco,” insistió Azulina. “Y Esmeraldo y yo no nos convertimos nunca en gatos.”
Entonces Pedubastis miró por la ventana y de pronto saltó fuera del castillo, al muro que lo rodeaba y luego al jardín que había ahí fuera.
“¿Quién diantres eres y que quieres de mis niños?” le preguntó al hombre gordito que se había dirigido a los niños. Ella se había agrandado hasta llegar al tamaño de una leona, pero eso no parecía asustar al hombre.
“Soy el Apalpador,” dijo el hombre. “¿Nunca has oído de mí? Doy de comer a los niños hambrientos en Nochebuena.”
“Aquí no hay niños hambrientos. A no ser que lleves alguno en el saco.”
Y Pedubastis rasgó el saco con una de sus temibles uñas. Y del saco cayeron mogollón de castañas.
“¡Oh, no!” exclamó el hombre.
“¿Y qué significa esto?” preguntó Pedubastis.
“No hago daño a nadie. Como te he dicho, doy de comer a niños pobres en Nochebuena y deseo que tengan cenas todos los demás días del nuevo año. Palpo sus barrigas para ver si han comido, y si no lo han hecho, les alimento con castañas. Y tendrán algo que comer todas las noches, porque esa es mi magia. Ayúdame a recoger las castañas.”
“Recógelas tú, que yo voy a por un saco mejor que ese harapo multiremendado que traes ahí,” contestó Pedubastis.
“¿Podrías traerme también una bota para mi vino, que esta gotea?” preguntó el hombre. “Te aseguro que este vino es medicinal.”
“Nunca he visto a nadie como tú, pero algo me dice que tú eres un tío legal. Aunque no estás donde deberías estar. En esta isla nadie pasa hambre. Ni en Nochebuena ni nunca.”


No hay comentarios.:
Publicar un comentario