“Me voy a quitar las
zapatillas y me voy a poner un par de botas para que los pies no se me congelen
y voy a salir ahí fuera. Con eso tendrá que bastar. No pienso vestirme para
hacer esto.”
“¿Qué murmuras?” preguntó
Papá, frotándose los ojos. “¿Pero qué haces? ¿Dónde piensas ir a estas horas de la noche? Es una gélida noche de invierno.
¡Esto es de locos!”
Mamá contestó que estaba
segura que fuera le esperaba algo que ella ansiaba tener.
“¡Oh!”
dijo Papá. “Pues métete en la cama. Yo iré a por ello. ¿Qué
es?”
Mamá estaba siendo poco
clara y le dijo que no tenía ni idea. Sólo sabía que ahí fuera había algo que
se la antojaba tener.
“Entonces cogeré la primera
cosa fuera de lugar que encuentre. Seguro que será eso,” dijo Papá.
“No, porque te lo vas a
querer quedar.”
“¿Y por qué no puedo
quedármelo?” dijo Papá.
Así que salieron los dos,
dando tumbos en la noche, apoyándose el uno en la otra y viceversa para evitar
resbalar en el hielo y caer a la nieve.
En el jardín, bajo la luz de
la luna, Papá fue el primero en ver algo extraño.
“¡Mira! Una mariquita comiendo tréboles.
¡Qué raro en invierno! ¡Eh! Si hay
una fila entera de ellas. ¡Sigámoslas!”
Y entonces mi madre gritó, “¡Ahi! ¡Ahí está! En el árbol del
loto.”
El loto estaba invadido por
mariquitas y en una de sus ramas, una flor rosada se había abierto para revelar
un pequeño bulto envuelto en una mantita de franela morada.
“Sí, yo lo he visto también.
Pues es nuestro porque somos los primeros que lo vemos. Lo único que tenemos
que hacer ahora es cogerlo. ¿Por qué no me has dicho que esperábamos un bebé?”
Mamá dijo que le había pedido uno a la diosa romana
Lucina pero no había recibido confirmación del encargo. Esa noche soñó que se
iba a hacer la entrega.Y sí, la hicieron las mariquitas, que eran las mascotas
preferidas de Lucina.
El loto frunció el ceño y
regañó a mis padres.
“¿Os vais a quedar aquí
fuera toda la noche discutiendo? El bebé se está volviendo
azul. ¿Queréis que la pobrecita sea otra hada azul? Metedla en casa cuanto
antes. Si no, yo me la llevaré para abajo. Estará mejor junto a mis raíces que
con padres como vosotros.”
“¡Es una niña!” rió Papá. “¡El
árbol se ha ido de la lengua!”
“A ver si me voy a ir de una
rama, que ganas me dan de darte en un ojo, y dejarte esos ojos verdes morados,
cantamañanas, que no sabes más que perder el tiempo. Parece mentira que hayas
criado a más de una docena de hijos.”
“Cálmate,
Loto,” dijo Mamá. “Nos ocuparemos ahora mismo. Oberón, súbete al árbol y
baja de ahí a la niña. Yo me la llevaré a casa. Tú
acompaña a las mariquitas al invernadero. Allí no se helarán y encontrarán algo
que comer.”
“¡Cuidad
bien de ella, insensatos! ¡Nosotros lo haríamos!” dijeron los árboles del jardín.
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