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sábado, 18 de abril de 2020

109. El músico ambulante


“¿A esto llamas desayuno?” dijo Alpin, una vez que nos sentamos en un prado lleno de flores silvestres. “¿Un bocadillo de tortilla francesa y una manzana?”

                        
“También te puedes tomar mi zumo de naranja,” dije, dispuesto a ceder todo mi desayuno.“Pero el plátano y la leche y el yogur son para el bebé.”

Antes de que Alpin pudiese reclamar para sí la comida del bebé también, un hada encontradiza apareció ante nosotros.

Un hada encontradiza es un hada que gusta de moverse entre mortales, fingiendo ser uno de ellos. Pero si se encuentra con un mortal que le gusta o disgusta suele revelar sus poderes para premiar o castigar. Por eso también las llaman hadas de merecido. Un encuentro casi siempre significa un cambio de fortuna, para mejor o peor. Algunas de estas hadas son buena gente, pero otras están un poco desequilibradas y uno tiene que cuidarse de no ofender. Se pican con gran facilidad. 
     

Esta particular hada encontradiza era un músico ambulante. Llevaba consigo una de esas orquestas que toca una sola persona. Tocaba en las plazas mayores de pueblos mortales, entreteniendo a los transeúntes a cambio de unas monedas.

Se trataba de un hombre grande y tosco, con bigote y barba y pelo negro pero algo canoso que asomaba de debajo de un sombrero de vaquero. Había tatuajes en sus brazos y llevaba un pendiente. Nos hizo una reverencia y  se presentó.

“Harpagofito Menudo y su orquesta de un sólo hombre,” nos dijo, alzando su sombrero. Y antes de que nosotros nos pudiésemos presentar, nos hizo una propuesta.
                    

“Eh, chavales, ¿qué tal si os entretengo mientras disfrutáis de vuestro picnic? Sólo quiero un poco de agua potable a cambio. Mi botella está vacía.”

Sentí tener que empezar a decir, “Lo siento, no tenemos agua, pero…”

Mas antes de que pudiese terminar la frase y ofrecerle el zumo de naranja, Alpin me cortó y con malos modos se dirigió al hada de merecido.

“¡Eh, tú! ¿Por qué no nos das una muestra de tu música primero? Para que sepamos si merece la pena oírte.”

Harpagofito se puso a hacer eso mismo. Tocaba tres guitarras a la vez que golpeaba tambores con sus codos y rodillas y daba patadas a un címbalo con la punta de su bota y, bueno, hacía algo que parecía cantar.


Anoche en una disco,
Conocí a Pajarita,
Pajarita me enseñó 
a bailar el  chirpi chirpi!”

No llegó más lejos.

                  
“¡Jo, jo, jo, jo!” le detuvo Alpin. “¿Llamas a eso cantar? No me extraña que seas un músico ambulante. Seguro que te echan a patadas de todos los pueblos en los que paras. Y como ejemplo de vida lumpen también apestas. ¿Por qué te has tatuado una libélula en el brazo en vez de un escorpión? ¿A quién intentas asustar con eso?”

El ceño del músico ambulante se frunció y su cara oscureció peligrosamente. No necesitaba un escorpión para dar miedo.

“¿Me negáis un vaso de agua y os atrevéis a criticarme? Deberíais saber mejor que nadie que es un error ofender a las hadas de merecido. Bueno, además de agua, necesito un mono para mi orquesta. Así que me llevo a la niña.”

                                     
Y antes de que pudiese pestañear, Harpagofito cortó la cinta que me ligaba a mi hermana con unas tijeras que aparecieron de la nada y desapareció con ella. Yo casi me desmayé, pero Alpin tuvo presencia de ánimo para gritarle al músico.

¡Idiota! ¡Ella no te servirá de nada! ¡Nació tonta! ¡Será una carga para ti!”

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