El primer paso que dió Alpin
para desbancar al Rey del Bosque fue indisponer a su madre con su majestad. La
ex Novia Diabólica es alguien con quien no conviene estar a mal. Que ahora sea
la señora del temible Dulajan sólo empeora las cosas.
La noche después de la
coronación, Alpin estaba sentado frente a su cena con aires de tristeza. No la
estaba tocando. Estaba suspirando. Profundamente. Esta falta de apetito
necesariamente tenía que llamar la atención. Su madre acudió inmediatamente a
su vera queriendo saber que le pasaba a su pequeño.
“No le pasa nada, Mamá! Se
comerá todo como siempre si no le haces caso,” dijo Brana, que sospechaba de
que iba todo esto.
“Es ese hombre,” susurró
Alpin, mirando por encima de su hombro como si temiese ser escuchado. “¡Da miedo!”
“¡De eso nada! No si sabes
comportarte como es debido.”
Alpin se estremeció un poco,
lo suficiente para causar efecto. Sé que lo hizo porque él mismo me lo contó
luego.
Más temprano ese día, Alpin
había entrado en el Bosque Triturado con cincuenta bolsas de nubes. Su propósito
era claro. Iba a intentar asarlas allí. Eso haría que Artemio entrase al trapo.
Tendrían la oportunidad de medir sus fuerzas.
“Por supuesto que Artemio le
echó del bosque, Mamá,” dijo Fiona. “Ya no se permite hacer fogatas ahí.”
“¿Y por qué no? A los niños
les encanta tostar nubes. Siempre lo han hecho. ¿Por qué no puede Alpin
disfrutar de esa diversión inocente?”
“Con la supervisión de un
adulto y en un claro. Y ya no. Ahora está prohibidísimo encender fuegos allí salvo
en una emergencia, porque Alpin casi calcinó el lugar por culpa de su barrita
de Mars.”
“¡Cómo te gusta exagerar!”
exclamó la Novia Diabólica.
“¡Unas pocas ramas! No quemó nada más. Voy a tener que hablar con ese bruto
maleante venido a más. No puede asustar a los niños del modo en que lo hace.”
“Las niñas están contando
ajos otra vez, Mamá,” acusó Alpin para vengarse de sus hermanas. Sabía
perfectamente que su madre odiaba la manera en que las gemelas entraban en
trance cuando veían ajos. Dejaban todo lo que estaban haciendo y se ponían a
pelarlos y a contar sus clavos como si estuviesen embrujadas. Como muchos
vampiros, sufrían de aritmomanía, la compulsión de contar el número de ciertas
cosas. “¡Es una obsesión enfermiza! Haz que paren, Mamá.”
Sí que era una obsesión. Las
mellizas se podían pasar horas contando y volviendo a contar los dientes de
ajo, ajenas a todo lo que ocurría a su alrededor. Por eso la gente utiliza ajos
para protegerse de los vampiros.
“¡No estamos contando ajos!”
exclamó Brana en su defensa. “Estamos repartiéndolos. Tantos dientes para cada
uno de nosotros tres.”
Para que su madre no se
llevase un disgusto, Brana aprovecho la oportunidad para enseñar a Alpin a
dividir como lo hacen los niños españoles. A Brana le gustaban mucho las
matemáticas.
“Michael nos ha enseñado
esto. Don Alonso le enseñó a él. A la izquierda, el proceso español. A la
derecha, el proceso inglés.”
“Si el resultado es el
mismo, ¿por qué es distinto el proceso?” preguntó Alpin, pero no esperó a
obtener la respuesta. “No importa,” añadió enseguida. “No me interesa. No me
gusta dividir. Quiero que todos esos ajos sean para mí.”
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