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sábado, 18 de abril de 2020

111. Un mal encuentro en la tercera fase


Vaya que si se fijaron en ella. Era el último día de clase y aunque la mayoría de los alumnos se habían ido a casa media hora antes todavía quedaban una docena de niños en el patio de la escuela, esperando que llegase un bus que les llevaría a un pueblo cercano. Uno de estos niños la vio y gritó y todos los demás acudieron para ver que pasaba y se pusieron a gritar también.


“¡Un bebé alado! ¡En el árbol! ¡Ahí arriba!”


“Ah,” dijo la Señorita Brígida, cuyo mote era la Tilde Esdrújula, maestra ya casi anciana de la asignatura de Lengua. “Debe ser del circo. Hay uno en la ciudad.”

Y todos salieron corriendo para ver de cerca al maravilloso bebé.

La Señorita Brígida mandó a un muchacho llamado Luis, que siempre estaba al lado del profesor de turno, a por el director.

El Sr. Trucos había salido de su oficina en busca de cinta aislante negra. Pensó que el profesor Donoso, apodado el osito cojo, tendría lo que buscaba, pues enseñaba tecnología.

“Oso,” le dijo, “Voy a llevar a mi mujer y a mis hijos al apartamento en la playa de mi suegra. Quiero alterar los números y las letras de la placa de la licencia de mi coche. Hay una zona en la carretera en la que toman fotos a los que conducen demasiado rápido.”

“Nunca me dejarás de sorprender, Pedro,” dijo Donoso. “Fingiré que lo que acabo de escuchar es broma.”

“No,” dijo Trucos, cogiendo por su cuenta un rollo de cinta aislante negra.

En ese momento el niño llamado Luis apareció por ahí. Vio al director y se puso a gritar.

                                    
“¡Dire! Venga enseguida. Su presencia es requerida inmediatamente. Hay crisis.”

Luis era conocido entre sus profesores como el niño reivindicativo. Siempre tenía ideas para mejorarlo todo y hacer que todo funcionase mejor. De haber podido, habría dirigido la escuela él mismo. Ni que decir tiene que no era precisamente el alumno favorito del director Trucos.


“¿Sabes lo que son vacaciones, Luisito?” dijo el director sonriendo. “Puedes irte a casa y encerrarte en tu dormitorio con tu móvil hasta septiembre. Disfruta. Estás de vacaciones. Y yo también lo estoy.”

“No,” dijo Luis. “Aún no ha cerrado el centro y tenemos una crisis.”

“¡Siempre exagerando! ¡No será para tanto!” dijo El Trucos.

Cuando Donoso y Trucos llegaron al patio de la escuela, la Señorita Tilde estaba intentando distraer a los niños para que no subiesen al árbol a por el bebé alado. Lo hacía dando un discurso interminable sobre cómo lograba no aburrirse nunca durante las vacaciones de verano. Sugirió unas cincuenta cosas que se podían hacer, tales como ayudar a las mamás a limpiar la casa y a los papás a cuidar del jardín. Casi todo lo que recomendaba hacer eran cosas como sacar la basura, preparar gazpacho, etc. Mientras parloteaba, jaleaba una bolsa llena de chuches que habían sobrado de la fiesta de fin de curso que habían celebrado esa mañana.

“Os podéis llevar la bolsa pero no comáis en el autobús. Y hacer el favor de compartir. Anita, tu eres responsable,” le dijo a la niña más grandota que había allí. “Tú repartirás estas chuches con justicia. ¡Qué no abuse nadie! ¡Pedro! Menos mal que estás aquí. ¡Mira lo que tenemos en el árbol!”
  
“¡Socorre al bebé!” le instaban los niños al director. “¡Alguien tiene que bajarla!”

 “No tiene edad para ser uno de los nuestros,” dijo el Sr. Trucos.
                        

“Pero si es casi un bebé. Hay que bajarla antes de que se mate,” dijo el Osito Cojo.

“Tiene alas,” respondió el Señor Trucos. “Algo sabrá hacer con ellas.”

“Es de un circo,” dijeron los niños.

“¿Por qué no contrató usted a estos saltimbanquis para que pudiésemos disfrutar de su espectáculo durante la fiesta de fin de curso?” preguntó Luis.

El Señor Donoso decidió subir al árbol y bajar a la niña a pesar de su cojera.

“Pero llama a los bomberos, Pedro. Ahora mismo. No sea que nos caigamos o nos quedemos atrapados ahí arriba.”

“Lo que va a pasar es que te vas a quedar cojo de la otra,” dijo Don Trucos. “Y no te indemnizaremos por ello. Esto lo haces porque quieres, no porque sea necesario. Con que vas listo.”

                      
Palos y Piedras eran los abusones del colegio y estaban cansados de no hacer nada más que mirar al bebé y escuchar discusiones.

“Si esperamos a que el cojo baje a la niña, vamos listos. Será mejor que lo hagamos nosotros,” concluyeron, riéndose. Y empezaron a tirar palos y piedras a la niña para que cayese como fruta madura.


 ¡Ay! dijo mi hermana, cuando la dieron una pedrada en la frente.

“¿Pero qué habéis hecho, desgraciados?”gritaron los niños buenos, intentando parar a los abusones.

A través de los barrotes de la valla, Piedras y Palos empezaron a fustigar a sus compañeros con ramas que habían arrancado de los árboles.

“¡Deténgalos, Don Pedro! ¡Llame a la policía! ¡Nos están haciendo verdugones!” 

“El árbol está fuera de nuestra escuela y esos gamberros han recogido las piedras y los palos fuera del patio también. Y estaban al otro lado de la valla cuando alcanzaron a la niña con la piedra. Y ahí siguen. Nadie nos podrá demandar. Sólo hay que avisar a la policia. Dame tu móvil, Brígida.”

“Apartaros de la valla, niños,” dijo la profesora Tilde, que ya estaba marcando el número de la poli.

Pero antes de que el dire pudiese llamar, o Donoso llegar galantemente hasta la rama en la que se hallaba mi hermana, yo estaba en el árbol junto a ella.
            

“Perdonen, señores, pero he venido a recoger a mi hermana,” dije.

“¿Sois de un circo?” preguntaron los niños apuntando a mis alas.

“Sí, sí. Eso es. De un circo. Claro que sí.”

“Espera un minuto,” dijo una de las niñas más agradables. “Tengo algo para tu hermanita.”

La niña se subió a un chico muy alto y lograron entregarme una bolsa de gusanitos de queso para la niña. Ella sonrío feliz, olvidándose del chichón que le había salido en la frente. Para entonces se la había movido mucho más arriba por cómo lo había frotado y lo tenía casi en la coronilla. Tengo que decir que fue muy valiente y no derramó una sola lagrima. Estaba más intrigada que asustada.

Ayudé al pobre Sr. Donoso a bajar del árbol y decidí no detenerme más. Ya habíamos tenido muchísimo más trato con humanos del que debíamos.

“Muchísimas gracias a todos, mi hermana piensa que sois muy amables, pero nos tenemos que ir ya mismo. La función ha de continuar y todo eso, ya saben,” dije yo.
 
¡No!” chillo Luis, El Reivindicativo. “Quédate y haznos un favor. Demanda a esos dos abusones que han apedreado a la niña. Tal vez aprendan una lección.”

                 
“Me encantaría quedarme y demandar a todo el mundo, tal y cómo me sugieres, pero de verdad que nos tenemos que ir,” le respondí.

“Luis, a la gente de circo no les gusta tener que ver con la policía,” dijo el director. “La niña estará mejor con su familia.”

“¿Aunque la hagan volar por ahí para ganarse el pan?” preguntó  Luis. “No lo creo.”

Afortunadamente, Gregoria Tenoria eligió ese momento para materializarse y cargó contra los abusones.


¡Ásate, chatâigne!” gritó, y escupió una larga lengua de fuego que lamió la cabeza de Palos.


Arrrggghhh!” aulló Palos. Durante un segundo, su pelo estaba en llamas. Y entonces tanto las llamas como el pelo desaprarecieron.

Piedras comenzó a reirse. “¡Mooooooola! La tipa esa te ha quemado todo el pelo. ¡Cómo un dragón! Yo quiero ver este espectáculo.”

                                
Gregoria  se volvió y le escupió y donde cayó su saliva, una llamita prendió en su pelo y pronto estaba todo ardiendo y este chico también quedo calvo.

Y nosotros cuatro salimos volando de allí.

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