“Sana, sana, culito de rana,” recitaba Gregoria. “Sí no sanas hoy, sanarás mañana.”
“Hice bien al confiscar la
bolsa de las chuches sobrantes que tenían esos niños. Así tenemos alguna
compensación,” dijo Alpin mientras se comía todo lo que había robado. “Tratar
con los mortales ha resultado ser una mala experiencia, tal y como nos
advierten los mayores. Eso ha quedado más que demostrado. Aun así, tengo que
decir para su honra que tienen dulces bastante buenos. Casi tan buenos como los
nuestros, diría yo.”
Pero a mí no se me había
pasado el disgusto.
“No sé cómo puedes comer
después de todo lo que nos ha pasado. Yo tengo un nudo en la garganta que no me
deja tragar ni aire. ¡Menuda la he armado sacando a la niña a pasear! Lo siento
sobre todo por la gente del circo. Estoy seguro de que la policía les visitará
y preguntará por la niña. Puede que hasta la busquen, revolviendo todo, y que interroguen varias veces a los artistas.”
“No te preocupes, Arley,”
dijo Gregoria. “Los cirqueros y artistas callejeros están acostumbrados a que
nadie se fíe de ellos. Y nada serio les ha ocurrido a esos dos cretinos que
apedrearon a tu hermana.”
Explicó que el fuego que les
había escupido a los abusones era sólo fuego ilusorio. Te hacía sentir que
ardías cuando en realidad no estabas ardiendo. El pelo se les había caído del
susto. Pero sí, tardaría lo suyo en volver a crecer. Estaba contenta porque los
abusones habían hecho el ridículo llorando delante de sus compañeros. ¡Sic semper a los abusones!
Fue entonces que Alpin se
percató de que mi hermanita no hacía más que olisquear a Gregoria. Preguntó que
tendría el agua de lavanda francesa que llevaba Gregoria para que la niña
reaccionase así. No era nada especial. En ese mismo campo había flores más
olorosas.
“Ah, mi princesita,” dijo
Gregoria. “Eres tan mona que podría comerte a besos. Con niños como tú es un
privilegio ser niñera. Y eres muy valiente. Ni un
quejidito diste cuando curé tu herida. Dicen que no tienes un nombre. Pues yo te daré
uno.Valentina. ¡Si señor! Eres
lustrosa y sanota, y también valiente.”
Y para sorpresa de todos, mi
hermanita habló.
“Oui,
Gregoria. Je m’appelle Valentine!”
Alpin fue el primero en
reaccionar.
“¡Eh!” exclamó. “La autista ha
hablado. Y en ese idioma endemoniado. ¡Eh, niña, esta niñera es mia!”
Yo no me podía creer lo que
estaba oyendo o viendo. Valentina había confiado su nombre a Gregoria en lugar
de a cualquiera de nuestra familia.
“Je cherche mon Ibys,
Gregoria,” dijo Valentina, volviendo a olisquear a Gregoria.
"Ibys? ¡Uy, mi tesoro!” rió Gregoria. “Sí, he estado con Ibys!”
“Así que eso es lo que dijo.
¡Ibys! No Ibex ni Ivy! Pero quién es Ibys?”
pregunté.
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