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viernes, 17 de abril de 2020

117. El parahada

Una vez que hubimos penetrado en el jardín desatendido y ultra frondoso de la casa parroquial del bosquecillo de los búhos, Don Alonso y yo comenzamos a buscar al siniestro Paco, tío del jumbisaco. Alpin, en vez, se puso directamente a buscar lapiceros. Juanito estaba demasiado asustado por tener que volver al escenario de su desdichada aventura y se quedó cerca del agujero por si tuviese que salir pitando pidiendo ayuda. Pero Vicentico, ya en el interior, se subió a un árbol para ver lo que se veía desde allí.

“Bien, ¿qué nos dices?” le dijo Alpin a Vicentico. “¿Subido a ese pino verde, has divisado algún lápiz?”

Vicentico sacudió la cabeza en negación.

“He divisado...tumbas. Id a ver si veo bien.”

“Oh, sí, desde luego que sí,” dije yo, una vez que había atravesado unos arbustos altos y llegado a una parcela de tierra que parecía ser el cementerio privado de los habitantes de la casa parroquial.


Había unas cuantas lápidas muy grandes y varias pequeñas.

Las grandes, creo, eran para humanos. Las chiquitas, para mascotas difuntas, que parecían haber sido muy queridas. Los obituarios tallados en las lápidas daban a entender que los humanos también habían sido apreciados y el lugar no estaba desatendido como el resto del jardín. Alguien daba mantenimiento a aquel cementerio y visto lo visto, yo concluí que no podíamos estar entre gente mala, ni entre fantasmas peligrosos. Pero todavía había que averiguar como era Paco.

“No me digas que tenemos que excavar tumbas para encontrar tesoros mágicos. Yo no soy un ladrón de tumbas egipcio. No lo pienso hacer. No es que vaya contra mis principios. Es que es mucho trabajo y yo estoy muerto de hambre y a punto de desmayarme. Debería llamar a Gregoria y pedirla que cave por mí. Pero podría negarse a hacerlo y estropear nuestra diversión y obligarnos a volver a casa.”

“Tú deja en paz a Gregoria. Es su día libre. Y no vamos a cavar. Estas tumbas no parecen ser lo suficientemente antiguas como para que las tratemos como hallazgos arqueológicos. Yo no las tocaría. Pasearemos por entre ellas para ver si hay algún lápiz por ahí.”

“¿Bueno, alguien ve algún lápiz?” preguntó Alpin.

“Creo que estoy viendo a un tío cerca de un saco. ¿Lo estoy?”preguntó Don Alonso.
                 

Alpin dió un grito horrible y saltó para atrás.

“¿Dónde? ¿Dónde?” chillé yo.

“Ahí mismo,” susurró Alpin, escondiéndose detrás de una lápida y apuntando hacía adelante. “Está cavando una tumba ante nuestros ojos. ¡No me lo puedo creer! ¡Le hemos pillado con las manos en la masa! ¡A la luz del día! ¡Quiero irme! ¿Dónde estaba el agujero?


“Tranquilos, donceles,” dijo Don Alonso. “La última vez que vi algo que parecía un saco resultó que era un pellejo de vino en vez de un gigante. La cara de este hombre está muy roja. Hablando de vino, puede que le guste pimplar. Seremos muy científicos y verificaremos eso. Ojalá tuviese ojos con rayos x  para ver lo que hay dentro del saco.”

El saco era de cuero teñido de mostaza. Extraños ojos de color turquesa con largas pestañas negras estaban labrados en el cuero. Cintas rojas, azules y blancas cerraban el saco, que también tenía un cierre en forma de lazo de cuero. El hombre que estaba junto a este peculiar saco  parecía estar metido en un agujero por encima de las rodillas. Aparentaba tener unos sesenta años y su cara estaba muy roja. Tenía una barba gris y ojos de un azul penetrante. Llevaba un mono azul, una camisa roja y un sombrero de paja amarillo. Cuando empezó a salir del agujero, nos dio a algunos un susto de muerte.
                                   

¡Horror!

  
                    
“¡Usted, señor!” gritó Don Alonso, desenvainando su espada. “¡Usted, el del jumbisaco!”

“No, usted, señor!” gritó de vuelta el hombre. “¿Por qué entrar armado en mi casa? Ojo con lo que pinche con esa espada. Algunos de nosotros somos humanos. Me refiero a mí mismo y a la señorita que hay en mi saco.”

“¡Villano!” rugió Don Alonso. “¡Suelte inmediatamente a esa dama!”

Tuve que hacer todo lo que pude para retenerlo, porque estaba a punto de atacar y su adversario tenía una pesada pala cerca del agujero en el que se encontraba medio metido.

“Lo haré,” dijo el hombre desde el agujero. Tenía cara de no poder creer lo que estaba viendo, pero a pesar de ello se mostraba templado. “Sería mejor soltarla en las profundidades del bosquecillo. Ella es salvaje y vive allí.”

El hombre abrió el saco y una gata con rayas extrañas y una cola muy ancha salió de él. Parecía algo mareada.


“¡La has convertido en gata, vil mago rojo! ¡Vuelve a convertir a esa señora en la dama que era!”

Al tío del jumbisaco se le pusieron los ojos como platos.

“No puedo hacer nada parecido a eso. No soy un vil mago rojo. Soy un veterinario con cuperosis.”

“¿Miau?” preguntó la gata, mirando primero a Don Alonso y luego al veterinario.

“Yo tampoco sé de que va esto, Pilar,” le dijo el hombre a la gata. “Pero resulta algo interesante.” Se volvió hacia nosotros y nos preguntó, “¿Por qué habéis invadido mi propiedad?”

“Caballero del Jumbisaco,” dijo Don Alonso, guardando su espada, “tenemos que preguntarle a usted que pasa en este lugar. Uno de sus vecinos tuvo un experiencia horrible cuando se cayó por una de las chimeneas de está casa.”


“Supongo que se refiere a un hojita que cayó en mi olla de aceite. Por suerte, aunque no había retirado la olla del hogar, el fuego no estaba encendido y el aceite se había enfriado. Sirve para curar heridas, incluso las que sin él resultarían mortales. Pero no cura sin antes dormir al paciente. Causa un sueño tan profundo que cuando sale de él, rara vez recuerda el tratamiento. El hojita no se lo frotó. Cayó en él, y tragó aceite por la boca y la nariz mientras nadaba dentro de la olla. Yo le hubiese socorrido, pero salió de la olla como sale un murciélago del infierno. Pero de esto hace meses. ¿Está bien?"

“Sí,” dijo Vicentico. “Ahora lo está.”

El Sr. Jumbisaco consiguió salir del agujero.

“Estaba plantando matico,” murmuró.

“¿La hierba del soldado?” preguntó Don Quijote.  

“Correcto. Piper aduncum. Corta hemorragias. Por cierto, no soy el Sr. Jumbisaco. Soy el Sr. Solitario Apocado. Mi tatarabuelo era el Reverendo Tomás Apocado, y por eso llaman a esta mansión la casa parroquial. Nunca fue tal. El viejo ya se había jubilado cuando terminaron de construirla.”

El Sr. Apocado tosió y siguió presentándose.

“Mi padre, Hermético Apocado, nació aquí. Solo dejó esta casa para recoger a su futura esposa, mi madre, la Señorita Solita Desfallecer. Fue a las Indias Occidentales a por ella. Habían estado comunicándose por carta durante años y estaban tan enamorados como eran misántropos. Están enterrados en este jardín, junto con otros miembros de la familia."

“Entonces usted no estaba cavando una nueva tumba.”

“¡No, cielos, no! Mi madre sabía mucho de hierbas y pociones y fabricó este jumbisaco para mí. Yo lo uso para transportar animales heridos que encuentro en el bosque. Una vez que los he curado, los devuelvo a su hábitat. Me gustan los animales más que las personas. Y sí, soy un parahada.”

Eso lo explicaba todo, al menos para mí. Un parahada es un humano que hubiese preferido nacer hada y que en consecuencia intenta vivir como una. Los parahadas a veces llegan a desarrollar alguna o algunas habilidades mágicas a base de tanto insistir. Sobre todo si se trata de parahadas de tercera generación y en adelante, a las que es dificilísimo distinguir de hadas de nacimiento.

“Les cuento todo esto porque espero que ustedes me dejen vivir en paz una vez que haya satisfecho su curiosidad.”

El parahada se quitó el sombrero de paja y comenzó a abanicarse con él.

“Bien, ahora, ruego satisfagan ustedes la mía,” dijo.  Ese que hay ahí es un hojita. Y los chicos son hadas. Pero usted, señor...¿qué es usted? ¿Un fantasma?” dijo el Sr. Apocado mirando las mallas y el jubón de Don Alonso.

“Mi tatarabuelo era un parafantasma. Tomás Dudas le apodaron. Tras leer a Darwin, no había nada sobre lo que no tuviese dudas. Temía que no hubiese un más allá. Él quería llegar a ser fantasma y encantar una casa, así que construyó está para poder embrujarla aunque fuese en vida. Ahora que es el auténtico artículo no está aquí. Anda vagando por su vieja parroquia. Dice que allí, al verle,  los demás creerán en una vida más allá de la vida.”

“Yo soy un personaje de novela,” dijo Don Alonso.

Los ojos del Sr. Apocado se iluminaron al reconocer a Don Quijote de la Mancha.

“¡Por Júpiter! ¿Me ha desafiado el Caballero de la Triste Figura? ¡Sería todo un honor! ¿Por qué lleva usted ese...antifaz?”

Don Alonso explicó que los tiempos habían cambiado y que estaba pensando en convertirse en un superhéroe. Venía a ser lo mismo, pero en más moderno.

“Le daría la mano, caballero,” dijo el Sr. Apocado. “Pero como puede ver, las mías están llenas de tierra.”

Sacudió parte de la tierra contra los pantalones de su mono y las alzó para demostrar que seguían sucias.

Y entonces se me ocurrió que podía ser un buen momento para informar al Sr. Jumbisaco de mi conversación con el muro y de las intenciones del Sr. Binky para con la casa parroquial. Tosí un poco y di un paso para adelante.
                          

“Señor,” dije yo, “tengo un mensaje para usted del muro de su jardín. Quiere que usted sepa que el hombre con el poder, es decir el primer ministro Binky, ha expropiado esta casa y piensa tirarla para construir aquí una escuela para enseñar a las hadas a apreciar a los humanos.”

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