“Bien, ¿qué nos dices?” le
dijo Alpin a Vicentico. “¿Subido a ese pino verde, has
divisado algún lápiz?”
Vicentico
sacudió la cabeza en negación.
“He
divisado...tumbas. Id a ver si veo bien.”
“Oh, sí, desde luego que sí,”
dije yo, una vez que había atravesado unos arbustos altos y llegado a una
parcela de tierra que parecía ser el cementerio privado de los habitantes de la
casa parroquial.
Había unas cuantas lápidas muy
grandes y varias pequeñas.
Las grandes, creo, eran para
humanos. Las chiquitas, para mascotas difuntas, que parecían haber sido muy
queridas. Los obituarios tallados en las lápidas daban a entender que los
humanos también habían sido apreciados y el lugar no estaba desatendido como el
resto del jardín. Alguien daba mantenimiento a aquel cementerio y visto lo visto, yo concluí que no podíamos estar
entre gente mala, ni entre fantasmas peligrosos. Pero
todavía había que averiguar como era Paco.
“No me digas que tenemos que
excavar tumbas para encontrar tesoros mágicos. Yo
no soy un ladrón de tumbas egipcio. No lo pienso hacer. No es que vaya contra
mis principios. Es que es mucho trabajo y yo estoy muerto de hambre y a punto de
desmayarme. Debería llamar a Gregoria y pedirla que cave por mí. Pero podría
negarse a hacerlo y estropear nuestra diversión y obligarnos a volver a casa.”
“Tú deja en paz a Gregoria. Es su día libre. Y no vamos a cavar. Estas tumbas no parecen ser
lo suficientemente antiguas como para que las tratemos como hallazgos
arqueológicos. Yo no las tocaría. Pasearemos por entre ellas para ver si hay
algún lápiz por ahí.”
“¿Bueno, alguien ve algún
lápiz?” preguntó Alpin.
“Creo que estoy viendo a un
tío cerca de un saco. ¿Lo estoy?”preguntó Don Alonso.
Alpin dió un grito horrible
y saltó para atrás.
“¿Dónde? ¿Dónde?”
chillé yo.
“Ahí mismo,” susurró Alpin, escondiéndose
detrás de una lápida y apuntando hacía adelante. “Está cavando una tumba ante
nuestros ojos. ¡No me lo puedo creer! ¡Le hemos pillado con
las manos en la masa! ¡A la luz del día! ¡Quiero irme! ¿Dónde estaba
el agujero?”
“Tranquilos, donceles,” dijo
Don Alonso. “La última vez que vi algo que parecía un saco resultó que era un
pellejo de vino en vez de un gigante. La cara de este hombre está muy roja.
Hablando de vino, puede que le guste pimplar. Seremos
muy científicos y verificaremos eso. Ojalá tuviese ojos con rayos x para ver lo que hay dentro del saco.”
El saco era de cuero teñido
de mostaza. Extraños ojos de color turquesa con largas pestañas negras estaban
labrados en el cuero. Cintas rojas, azules y
blancas cerraban el saco, que también tenía un cierre en forma de lazo de cuero.
El
hombre que estaba junto a este peculiar saco parecía estar metido en un agujero por encima
de las rodillas. Aparentaba tener unos sesenta años y su cara estaba muy roja. Tenía
una barba gris y ojos de un azul penetrante. Llevaba un mono azul, una camisa
roja y un sombrero de paja amarillo. Cuando empezó a salir del agujero, nos dio
a algunos un susto de muerte.
“¡Horror!”
“¡Usted,
señor!” gritó Don Alonso, desenvainando su espada. “¡Usted, el del jumbisaco!”
“No, usted, señor!” gritó de vuelta el hombre. “¿Por qué entrar armado
en mi casa? Ojo con lo que pinche con esa espada. Algunos de nosotros somos
humanos. Me refiero a mí mismo y a la señorita que hay en mi saco.”
“¡Villano!” rugió Don
Alonso. “¡Suelte inmediatamente a esa
dama!”
Tuve que hacer todo lo que
pude para retenerlo, porque estaba a punto de atacar y su adversario tenía una
pesada pala cerca del agujero en el que se encontraba medio metido.
“Lo haré,” dijo el hombre
desde el agujero. Tenía cara de no poder creer lo que estaba viendo, pero a
pesar de ello se mostraba templado. “Sería mejor soltarla en las profundidades
del bosquecillo. Ella es salvaje y vive allí.”
El hombre abrió el saco y
una gata con rayas extrañas y una cola muy ancha salió de él. Parecía algo mareada.
“¡La
has convertido en gata, vil mago rojo! ¡Vuelve a convertir a esa señora en la dama que era!”
Al tío del jumbisaco se le
pusieron los ojos como platos.
“No puedo hacer nada parecido
a eso. No soy un vil mago rojo. Soy un veterinario con cuperosis.”
“¿Miau?” preguntó la gata, mirando
primero a Don Alonso y luego al veterinario.
“Yo tampoco sé de que va
esto, Pilar,” le dijo el hombre a la gata. “Pero
resulta algo interesante.” Se volvió hacia nosotros y nos preguntó, “¿Por qué
habéis invadido mi propiedad?”
“Caballero del Jumbisaco,” dijo
Don Alonso, guardando su espada, “tenemos que preguntarle a usted que pasa en
este lugar. Uno de sus vecinos tuvo un experiencia horrible cuando se cayó por una
de las chimeneas de está casa.”
“Supongo
que se refiere a un hojita que cayó en mi olla de aceite. Por suerte,
aunque no había retirado la olla del hogar, el fuego no estaba encendido y el
aceite se había enfriado. Sirve para curar heridas, incluso las que sin él
resultarían mortales. Pero no cura sin antes dormir al paciente. Causa un sueño
tan profundo que cuando sale de él, rara vez recuerda el tratamiento. El hojita no se lo frotó. Cayó en él, y tragó aceite por la boca y la
nariz mientras nadaba dentro de la olla. Yo le hubiese socorrido, pero salió de
la olla como sale un murciélago del infierno. Pero de esto hace meses. ¿Está
bien?"
“Sí,” dijo Vicentico. “Ahora lo está.”
El Sr. Jumbisaco consiguió
salir del agujero.
“Estaba plantando matico,”
murmuró.
“¿La hierba del soldado?”
preguntó Don Quijote.
“Correcto.
Piper aduncum. Corta hemorragias. Por cierto, no
soy el Sr. Jumbisaco. Soy el Sr. Solitario Apocado. Mi tatarabuelo era el
Reverendo Tomás Apocado, y por eso llaman a esta mansión la casa parroquial.
Nunca fue tal. El viejo ya se había jubilado cuando terminaron de construirla.”
El Sr. Apocado tosió y
siguió presentándose.
“Mi padre, Hermético Apocado,
nació aquí. Solo dejó esta casa para recoger a su futura esposa, mi madre, la Señorita Solita Desfallecer. Fue a
las Indias Occidentales a por ella. Habían estado
comunicándose por carta durante años y estaban tan enamorados como eran misántropos.
Están enterrados en este jardín, junto con otros miembros de la familia."
“Entonces usted no estaba
cavando una nueva tumba.”
“¡No,
cielos, no! Mi madre sabía
mucho de hierbas y pociones y fabricó este jumbisaco para mí. Yo lo uso para
transportar animales heridos que encuentro en el bosque. Una vez que los he curado,
los devuelvo a su hábitat. Me gustan los animales más
que las personas. Y sí, soy un parahada.”
Eso lo explicaba todo, al
menos para mí. Un parahada es un humano que hubiese preferido nacer hada y que
en consecuencia intenta vivir como una. Los parahadas a veces llegan a
desarrollar alguna o algunas habilidades mágicas a base de tanto insistir. Sobre
todo si se trata de parahadas de tercera generación y en adelante, a las que es dificilísimo distinguir de hadas de nacimiento.
“Les cuento todo esto porque
espero que ustedes me dejen vivir en paz una vez que haya satisfecho su
curiosidad.”
El parahada se quitó el
sombrero de paja y comenzó a abanicarse con él.
“Bien,
ahora, ruego satisfagan ustedes la mía,” dijo. “Ese que hay ahí es un hojita. Y los chicos
son hadas. Pero usted, señor...¿qué es usted? ¿Un fantasma?” dijo
el Sr. Apocado mirando las mallas y el jubón de Don Alonso.
“Mi
tatarabuelo era un parafantasma. Tomás Dudas le apodaron. Tras leer a
Darwin, no había nada sobre lo que no tuviese dudas. Temía
que no hubiese un más allá. Él quería llegar a ser fantasma y encantar una casa,
así que construyó está para poder embrujarla aunque fuese en vida. Ahora que es el auténtico artículo no está aquí. Anda vagando por su
vieja parroquia. Dice que allí, al verle, los
demás creerán en una vida más allá de la vida.”
“Yo soy un personaje de
novela,” dijo Don Alonso.
Los ojos del Sr. Apocado se
iluminaron al reconocer a Don Quijote de la Mancha.
“¡Por Júpiter! ¿Me
ha desafiado el Caballero de la Triste Figura ? ¡Sería
todo un honor! ¿Por qué lleva usted ese...antifaz?”
Don
Alonso explicó que los tiempos habían cambiado y que estaba pensando en convertirse
en un superhéroe. Venía a ser lo mismo, pero en más moderno.
“Le daría la mano,
caballero,” dijo el Sr. Apocado. “Pero como puede ver, las
mías están llenas de tierra.”
Sacudió parte de la tierra
contra los pantalones de su mono y las alzó para demostrar que seguían sucias.
Y entonces se me ocurrió que
podía ser un buen momento para informar al Sr. Jumbisaco de mi conversación con
el muro y de las intenciones del Sr. Binky para con la casa parroquial. Tosí un
poco y di un paso para adelante.
“Señor,” dije yo, “tengo un
mensaje para usted del muro de su jardín. Quiere que usted sepa que el hombre
con el poder, es decir el primer ministro Binky, ha expropiado esta casa y
piensa tirarla para construir aquí una escuela para enseñar a las hadas a
apreciar a los humanos.”
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