“¿Dónde están los gatos?”
dijo Augusto. “Nos encontramos aquí para intercambiar, refranes, dichos,
proverbios, etc. Pero no han acudido a nuestra cita. No es la
primera vez que faltan. Van varias, todas seguidas.”
“Yo puedo intercambiar cosas
como esas contigo ahora que tengo el estómago lleno,” dijo Alpin. “Aun así, preferiría que el tema fuese la comida. Sé mucho de
eso.”
“Nuestro tema iba a ser la
salud,” dijo Augusto.
“Entonces hablaremos de
comida sana. Puesto que usted nunca ha jugado a esto, Sr. Blake, le dejaremos
empezar,” dijo Alpin.
El Sr. Blake pensó que
aquello trataba de soltar todos los refranes que uno sabía sobre el tema
elegido y que perdería el turno cuando ya no podía ofrecer otro más.
“Una manzana al día mantiene
al doctor bien lejos. Cuando la dieta es erronea, la medicina es inútil, cuando
la dieta es correcta, la medicina es innecesaria. Un mendrugo comido en paz es
mejor que un banquete que se come con ansiedad. La única manera de mantenerse
saludable consiste en comer lo que no quieres comer, beber lo que no quieres beber
y hacer lo que preferirías no hacer. Uno debe comer para
vivir, no vivir para comer. Uno debería desayunar como un rey, comer como un
príncipe y cenar como un mendigo.”
El Sr. Blake podría haber
seguido y seguido, pero Alpin le interrumpió porque no le gustaban nada los
consejos que el poeta estaba dando.
“Yo preferiría comer siempre
y a todas horas como un emperador romano. ¿Es verdad lo que dicen de los
emperadores romanos, Augusto? ¿Eso de que solían vomitar para seguir comiendo?”
“Yo no era así,” le aseguró
Augusto César. “Modus
omnibus in rebus. Sé moderado en todo.”
“Creo
que no me gusta hablar de salud,” dijo Alpin. “Seguro que hay otras cosas que
se pueden decir sobre comida.”
“¿Fabas
indulcet fames?” sugirió Augusto. “Eso significa que el hambre endulza las
habas.”
“Yo no necesito que las
habas sean dulces para querer comerlas,” dijo Alpin. “No desperdicies lo que no quieres comer,” dijo Alpin, “dámelo
a mí. Ese es uno de mis dichos favoritos.”
“¿Dónde está tu hermana
Fiona?” preguntó Santichu Semeurtzi. El cocinero vasco había aparecido en medio
de una nube tan blanca como su uniforme, pero que olía a aceite de oliva.
“¿Qué se cuece en el spa,
Santi?” dijo Alpin.
“La mitad de lo que debería.
No puedo seguir mucho tiempo sin tu hermana. Pronto empezarán las fiestas.”
“Tal vez yo pueda ser de
ayuda,” dijo Alpin. No se le permitía poner un pie en el balneario y pensó que está
podría ser la ocasión de colarse allí.
Santichu
desapareció tan rápidamente como había aparecido.
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