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jueves, 16 de abril de 2020

131. El ladrón de huevos

                                     

Cuando se acerca la Pascua, disfrutamos como niños chicos. Aunque todavía hacía mucho frío fuera, Brezo y Cardo y Alpin y yo nos reunimos en la cocina ideal de Brezo para pintar huevos de Pascua Florida con un montón de pinturas naturales que preparamos nosotros mismos.  


“¿Me pasas la pintura azul, por favor, Brezo? ¿Todavía estás teniendo pesadillas inexplicables?” le pregunté a mi hermana.

                                 
“Sí,” dijo ella. “Hace un par de noches soñé que yo era un anillo de sello. Mi perfil quedaba estampado en papel tras papel. Mi cara me dolía y yo me sentía como si ardiese por la cera de sellar en la que me hundía cuando me estampaba contra los papeles y pergaminos y me daba con la mesa de caoba que había debajo de ellos. Yo no podía poner freno a esto. No podía dejar de sellar todo lo que veía porque iba a salvar el mundo. Lo más extraño es que la cara que había en el sello no era realmente la mía. Sólo me sentía como si lo fuese.”
          


“¿Qué mundo estabas salvando?” pregunté.

“No tengo ni idea. La noche después soñé que y0 subía por una escalera de papel hasta algún lugar en lo más alto del cielo. Los escalones eran carpetas llenas de documentos. Cuando creía que ya iba a llegar, un par de estrellas fugaces aparecían volando desde direcciones opuestas y colisionaban y se convertían en otra carpeta y escalón. Ese sueño tenía algo de bonito. Había muchas luces preciosas en el fondo, como la aurora boreal. ¡Ah! Y había una banda sonora de música celestial. Y anoche soñé que estaba en un lugar abarrotado con muchos paneles que se iluminaban y que tenían cosas raras escritas que se convertían en otras cosas escritas, con números también y había gente gritando y gesticulando y haciendo señas con los dedos que yo creía que eran insultos al principio pero que no lo eran, y yo también gritaba y alguien me dijo que tenía que estar contenta porque me había ido bien en la bolsa. ¿Qué bolsa?”

“Eso es algo de economía. Cosa de mortales. ¿Quieres que te pida cita con el Dr. Freud?” la pregunté. “A mí me ayudó con mis pesadillas.”

                               
“¡Pobre Brezo!” suspiró Alpin. “Espero que esos sueños no sean premonitorios. Mira que si te toca salvar al mundo… ¡Qué marrón!”


“¡Cierra la boca, Alpin!” gritó Cardo, muy enfadada. No sólo lo estaba porque Alpin parecía estar queriendo asustar a Brezo.También se había dado cuenta de que cinco huevos habían desaparecido de la mesa. “Y cuando la cierres, hazlo tan bien que no vayas a poder comer más de los huevos que vamos a pintar.”

“¡Ja!” protestó Alpin, indignado. “Juro que no he comido ni un huevo más que los cien que reservasteis para saciar mi apetito.”

Nadie le creyó, pero lo que decía,  con el tiempo resultó ser cierto.

“Pues están desapareciendo de la mesa, mentiroso,” le reprochó Cardo.
 
“Pues pregunta a tu muñeca maligna,”

“¿Qué? ¡Yo no tengo una muñeca maligna!” dijo Cardo.

“Pues, ¿qué es esa cosa con pelos largos y tiesos como cuerdas y una cara tan redonda que en conjunto parece una cebolla con las hojas sin cortar que ha estado saltando por detrás de vosotros robando huevos cuando no mirabais porque estabais ocupados pintando?”

“¡Lo que eres capaz de inventar!” dijo Cardo. No dijo más, le dejó por imposible.

Cuando acabamos de pintar los huevos, tomamos sopa, emparedados, ensalada y pastelitos glaseados y bebimos sarsaparilla. Por la tarde, hicimos huevos de chocolate y los rellenamos con pequeños regalos. Al atardecer, salimos al jardín de Heather y colgamos los huevos que habíamos pintado de un árbol que elegimos para que fuese nuestro árbol de Pascua. Escondimos los huevos de chocolate entre las plantas del fragante jardin. 

Alpin se portó razonablemente bien ese día y todos disfrutamos de todos los preparativos para la Pascua. Además de Alpin, sólo Munchy, la mascota de Heather, era consciente de que estuvimos acompañados durante todo ese día. Pero no soltó prenda.

A la mañana siguiente, le felicitamos cantando su canción de Pascua. 



"Alegría, conejo, alegría, alegría que hoy es tu día."       

Nos acercamos al árbol decorado para bailar alrededor de él y para admirar nuestro trabajo. Además de los huevos que habíamos coloreado, atados a una ramita había otros cinco.


                                           

“¡Son pisankas!” exclamó Brezo encantada. “¿Quién los ha traído?”
                                 

“Apuesto a que también son los huevos que pensasteis que yo robé,” dijo Alpin. “¿Por qué no me estáis preguntando si yo he pintado esos huevos? Pensáis siempre el mal y nunca el bien de mí. Me acusasteis de robarlos, Cardo, tacaña sospechosa y malpensada, ya te dije que se los llevó tu muñeco diabólico. Ha debido pintar esos huevos él.”


“¿Qué son pisankas?” preguntó Cardo, ignorando a Alpin.

“Huevos de Pascua rusos,” dijo Brezo. “Tenemos cinco. Uno para cada uno de nosotros y otro para el misterioso pintor. Tú eliges primero, Alpin. Para que te sientas mejor.”
  

Alpin eligió un huevo de un rojo brillante con símbolos abstractos negros y dorados.

Rifamos el resto de los huevos y a Brezo le tocó uno azul celeste con violetas. Estaba muy contenta y me alegré por ella, porque era el que ella quería.

El de Cardo era de plata, con una flor de oro dentro de un cuadrado azul añil y con pequeñas rosas rojas pintadas por todas las demás partes.

El mío era verde agua, con un sol de plata y oro en el centro y pequeños símbolos que parecían estrellitas flotando alrededor.

El quinto huevo era blanco, con una flor azul y  rosa y una cruz de oro. Ese sería para el misterioso artista, si se dignaba a aparecer.

“Dejemos los huevos rusos en el árbol con los nuestros hasta después de Pascua,” sugirió Cardo. “No te comas tu huevo, Alpin. Es una pequeña obra de arte. Guárdalo entre tus tesoros.”

“Ya veremos,” dijo Alpin, sacudiendo el huevo y escuchando como se movía la yema que se había secado en el interior.

“Han sacado la clara por esos agujeritos en las puntas que han debido hacer con un alfiler. Tiene merito no romper la cascara al hacerlo.”

                               
“Tened cuidado con esos huevos,” dije yo. “Bastaría con que fuesen bonitos, pero también son pequeños talismanes que alejan el mal.”

“Eso que acabas de decir tiene gracia. Anoche soñé que el mundo sólo seguiría existiendo mientras se pintasen huevos,” dijo Brezo. “Se iría con el último huevo pintado. Una serpiente se lo tragaría.”
                

“Seguid pintando huevos,” susurró Kikimorrito desde detrás de nosotros.

Le oí, y me volví a tiempo de verle desaparecer entre nubes con un salto gigantesco.

                     

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