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jueves, 16 de abril de 2020

134. Donde una vez estuvo la Iglesia de San Cipriano

Eran las diez en punto de la mañana de un esplendido día de verano. Alpin y yo estábamos decididos a seguir con la aventura de encontrar los cinco lápices mágicos. 

Por eso habíamos volado hasta Salamanca la Sabia, asiento de una de las universidades más viejas del mundo. Estábamos de pie junto a un arco que se alzaba donde una vez estuvo la iglesia de San Cipriano, experto en magia católica. 

San Cipriano fue un ocultista que se convirtió al cristianismo cuando no logró hechizar a Santa Justina, una mujer muy pía que convenció al mago de que su Dios era más poderoso que cualquier otro ser.

La Iglesia de San Cipriano se construyó sobre un lugar que había sido mágico desde tiempos inmemoriales y, durante la Edad Media, albergó en su sótano una notoria escuela de ocultismo. Se decía que en la cripta de la iglesia había una puerta que conducía a una cueva que a su vez era una entrada al infierno.


Pasamos bajo el arco y entramos en la cueva, que resultó ser muy profunda. A pesar de la oscuridad, sólo dejamos de caminar cuando llegamos a una puerta muy pesada que nos cortó el camino. Sobre ella había una estrella de cinco puntas invertida. Dentro de la estrella había unas barritas de hierro que protegían una mirilla. Poca idea teníamos de lo que encontraríamos tras la puerta. Pensamos que los estudiantes que hallaríamos allí serían como estrellas del rock.

“Llama tú, Arley,” dijo Alpin. “Le caes mejor a la gente que yo.”

En respuesta a mi llamada, la mirilla se abrió y una diablesa se asomó para ver quién había ahí fuera. Por lo que podíamos ver, llevaba el uniforme de una doncella, con cofia, y cargaba un plumero. No era una mujer joven y su piel cambiaba de color. Ahora era amarilla, luego verde, luego azul y luego gris. Pensé que este fenomeno tendría algo que ver con la luz que había tras ella, que también era inestable. Más tarde nos enteraríamos que se llamaba Mariálvara. 
  
 
“¿Qué demonios queréis?” nos preguntó bufando. “¿Mendigar o vender? Aquí no ayudamos a los mendigos y sólo compramos almas. Pero es demasiado temprano para compras. Marchad de aquí inmediatamente o vaciaré un orinal sobre vuestras feas caras.”
                   

“Buenos días, señora,” dije yo, ignorando la grosería con la que la diablesa nos había hablado. “Buscamos unos lápices mágicos y nos han dicho que hay alguien aquí que tiene uno.”

“¿Qué? ¿Qué puñetero lápiz mágico, ¿qué? ¡Aquí no hay nada de eso! ¡Saca tu trasero de aquí, niñato maleducado! ¡Desearme buenos días a mí! ¡Vaya cinismo!¡Qué caradura!”

Y cerró la mirilla de un golpetazo.

“Deja que yo me encargue de ella,” dijo Alpin, saliendo de entre las sombras y situándose directamente en frente de la mirilla. Volvió a llamar, dando unos golpes muchos más fuertes de los que yo había dado.


 “¡Abre ahora mismo, cretina antipática!”gritó Alpin. “¿Quién te crees que eres? ¿Una portera francesa? ¡Esto no va contigo, hija de Satanás! Exijo ver al director de esta estúpida escuela!”

Yo me quedé sin habla. Pero antes de que pudiese temer como respondería la doncella, ella abrió la mirilla, nos miró con curiosidad y dijo, “Hmm. Mirad, chicos, el jefe no va a recibiros. Es demasiado importante para hacer eso. Y nunca está aquí a estas horas. Lo siento, pero no podéis pasar y esperar aquí dentro. Está prohibidísimo.”

“Somos mayores de edad, si ese es el problema,” dije yo mansamente. “Somos hadas y tenemos más de siete años.”

“¿Por qué iba a importar vuestra edad aquí?” escupió Mariálvara. “¡Esto es el Infierno!¡Todo vale! Es porque sólo sois dos. Esta puerta sólo permite la entrada a grupos de siete.”

“¿Pero qué bobada  es esa, tonta de baba?”preguntó Alpin. “¿Por que siete?”

“Pues...es una de las manías del jefe. Le gusta ese número. Entre otros, pero también. Tal vez le traiga suerte. No es que yo no os quiera dejar entrar. Tampoco es sólo porque esté prohibido. Es que es imposible. La puerta no se abre si no hay siete almas ahí fuera esperando en el umbral. No me molestéis más. No puedo ayudaros y tengo mucho que hacer.”

“¿Así que si volvemos con otras cinco personas podremos entrar?” dijo Alpin.

Maríalvara asintió, y cuando vio que la habíamos entendido cerró la mirilla.

Alpin rodeó mis hombros con un brazo y me empujó hacia la salida de la cueva diciendo, “Vamos a por los cinco, Arley.”

“No estoy seguro de que quiera volver,” dije yo.

“¿Pero por qué no? ¿Te ha asustado la chacha? Pero si es muy fácil de manejar. Lo único que hay que hacer es decirla lo que tiene que hacer, no pedírselo. Eres demasiado educado, Arley. Y eso aquí no funciona. Cuando en Roma, hay que actuar como los romanos. Y hablando de romanos, Nauta podría ser uno de nuestros cinco valientes.”

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