Por eso habíamos volado hasta Salamanca l
San Cipriano fue un ocultista que se convirtió al cristianismo cuando no logró hechizar a Santa Justina, una mujer muy pía que convenció al mago de que su Dios era más poderoso que cualquier otro ser.
Pasamos bajo el arco y entramos en la cueva, que resultó ser muy
profunda. A pesar de la oscuridad, sólo dejamos de caminar cuando llegamos a
una puerta muy pesada que nos cortó el camino. Sobre ella había una estrella de
cinco puntas invertida. Dentro de la estrella había unas barritas de hierro que
protegían una mirilla. Poca idea teníamos de lo que encontraríamos tras la
puerta. Pensamos que los estudiantes que hallaríamos allí serían como estrellas
del rock.
“Llama tú, Arley,” dijo Alpin. “Le caes mejor a la gente que yo.”
En respuesta a mi llamada, la mirilla se abrió y una diablesa se asomó
para ver quién había ahí fuera. Por lo que podíamos ver, llevaba el uniforme de
una doncella, con cofia, y cargaba un plumero. No era una mujer joven y su piel
cambiaba de color. Ahora era amarilla, luego verde, luego azul y luego gris. Pensé
que este fenomeno tendría algo que ver con la luz que había tras ella, que
también era inestable. Más tarde nos enteraríamos
que se llamaba Mariálvara.
“¿Qué demonios queréis?” nos preguntó bufando. “¿Mendigar
o vender? Aquí no ayudamos a los mendigos y sólo compramos almas. Pero es
demasiado temprano para compras. Marchad de aquí inmediatamente o vaciaré un
orinal sobre vuestras feas caras.”
“Buenos días, señora,” dije yo, ignorando la grosería con la que la
diablesa nos había hablado. “Buscamos unos lápices mágicos y nos han dicho que
hay alguien aquí que tiene uno.”
“¿Qué?
¿Qué
puñetero lápiz mágico, ¿qué? ¡Aquí no hay nada de eso! ¡Saca
tu trasero de aquí, niñato maleducado! ¡Desearme buenos días a mí! ¡Vaya cinismo!¡Qué
caradura!”
Y cerró la mirilla de un golpetazo.
“Deja que yo me encargue de ella,” dijo Alpin, saliendo de entre las
sombras y situándose directamente en frente de la mirilla. Volvió a llamar,
dando unos golpes muchos más fuertes de los que yo había dado.
Yo me quedé sin habla. Pero antes de que pudiese temer como respondería
la doncella, ella abrió la mirilla, nos miró con curiosidad y dijo, “Hmm. Mirad,
chicos, el jefe no va a recibiros. Es demasiado importante para hacer eso. Y nunca
está aquí a estas horas. Lo siento, pero no podéis pasar y esperar aquí dentro.
Está prohibidísimo.”
“Somos mayores de edad, si ese es el problema,” dije yo mansamente. “Somos
hadas y tenemos más de siete años.”
“¿Por qué iba a importar
vuestra edad aquí?” escupió Mariálvara. “¡Esto es el Infierno!¡Todo vale! Es porque sólo sois dos. Esta puerta sólo permite la entrada a grupos
de siete.”
“¿Pero qué bobada es esa, tonta de baba?”preguntó Alpin. “¿Por que siete?”
“Pues...es una de las manías del jefe. Le
gusta ese número. Entre otros, pero también. Tal vez le traiga suerte. No es
que yo no os quiera dejar entrar. Tampoco es sólo porque esté prohibido. Es que es imposible. La puerta no se abre si no hay siete almas ahí fuera
esperando en el umbral. No me molestéis más. No
puedo ayudaros y tengo mucho que hacer.”
“¿Así que si volvemos con otras cinco personas podremos entrar?” dijo
Alpin.
Maríalvara asintió, y cuando vio que la habíamos entendido cerró la
mirilla.
Alpin rodeó mis hombros con un brazo y me empujó hacia la salida de la
cueva diciendo, “Vamos a por los cinco, Arley.”
“No estoy seguro de que quiera volver,” dije
yo.
“¿Pero por qué no? ¿Te ha asustado la chacha? Pero si es muy
fácil de manejar. Lo único que hay que hacer es decirla lo que tiene que hacer,
no pedírselo. Eres demasiado educado, Arley. Y eso aquí no funciona. Cuando en
Roma, hay que actuar como los romanos. Y hablando de romanos, Nauta podría ser
uno de nuestros cinco valientes.”
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