Era julio y Michael ya había
empezado a celebrar su cumpleaños. Para la primera de sus muchas fiestas había
encargado una gran tarta de rechupete de la pastelería llamada La Soñadora de Dulces. Esta
pastelería era famosa por sus buenísimas y orginales creaciones, sobre todo la
tarta de rechupete, que llevaba siete clases de chocolate y salsas de cerezas
rojas y negras y un exquisito merengue.
Michael
iba
caminando tranquilamente con la tarta hacia casa cuando le asaltó la Sra. Dulajan. La
llevó un rato convercerle, pero con sus llantos y gritos y súplicas y hasta un
desvanecimiento, la
Señorita Aislene logró que Michael fuese nuestra carabina en
la excursión a la cueva.
Aislene nos dio una carta de
recomendación de su puño y letra para el Demonio. Estaba perfumada con su
perfume de jazmines nocturnos. Dijo que el Demonio no la tenía en tanta estima como
la había tenido antes de que se casase con el Sr. Dulajan, pero tal vez nos atendería
por los viejos tiempos.


Y el número siete lo
componía un tandem de Vincentico y Gatocatcha. Vicentico estaba perdido entre
los pelos de mi gato, esperando que entre los dos pesarían lo suficiente para
constituir un séptimo aceptable. Gatocatcha dijo que era el peso del alma el
que contaba en este tipo de sitios. Si eran
descalificados, sería por ser ocho, pues los dos eran almas grandes.
“No me lo puedo creer,” dijo
Michael cuando estábamos ante la cueva. “Voy a celebrar mi cumpleaños en el
infierno. Esto es peor que cualquier otro año. Y la clase de cosa que sólo me
sucede a mí.”
“¡Reina
del drama!” se burló Alpin. “Todos los que viven en el infierno celebran sus
cumpleaños allí. No eres especial.”
“¿Dónde tienes la carta de
recomendación que tu madre le escribió al demonio?” Michael
preguntó a Alpin, pero fuí yo quien contesté.
“La guardé en mi mochila
cuando cayó de la de Alpin. Estará más segura aquí. Tiene manchas de ketchup y
huele a comida de burger que Alpin llevaba ahí, pero todavía quedan trazas del
perfume a jazmín.”
Michael se tapó los ojos y
sacudió la cabeza primero y luego las manos para decirme que volviese a guardar
la carta.
“Puede que le guste más si
huele raro,” dijo Sancho. “Me enseñaron que el Demonio siempre suelta malos
olores, como pedos.”
“Azufre,”
dijo Don Quijote. “El Demonio huele a azufre. Otros demonios menores
huelen a huevos podridos. La santidad, en cambio,
huele a rosas.”
Yo anticipaba problemas en la entrada de la escuela del demonio. Una vez más, fue Mariálvara la que apareció tras la mirilla.
“Hmmm,”
dijo. “Ya veo que sois siete. Pero la puerta no se va a abrir porque no es la
vispera del mes de septiembre. Sin embargo, si tenéis una tarjeta de crédito,
vosotros y cualquiera podéis entrar abriendo la puerta con ella desde fuera.”
Nos enseñó una tarjeta de
crédito, la sacudió ante nuestras narices y se la volvió a guardar en el
bolsillo de su delantal.
“¿Por
qué no has dicho eso antes, mema?” gritó Alpin.
Maríalvara hizo una mueca
que creo quería ser una sonrisa burlona y se fue de la puerta, para evitar que
la arrollásemos si entrábamos todos de golpe.
“¡Vuelve!” aulló Alpin. “¡Préstanos
tu tarjeta de crédito para que podamos entrar! ¿O es que nos la enseñaste para
obtener un soborno?”
Yo tenía una tarjeta y la
usé para abrir la puerta.
“Guarda eso inmediatamente
si no quieres que te la roben ahí dentro,” susurró Michael antes de que pasásemos
dentro.
Yo no dije que lo que había
usado era mi tarjeta de la biblioteca. Temía que la puerta tuviese oídos y se
volviese a cerrar.
Dentro de la umbrosa cueva había
siete estudiantes que estaban dando un toque final a sus informes sobres sus
proyectos de fin de curso. Trabajaban alrededor de una
gran mesa rectangular situada entre columnas blancas que sostenían un techo
lleno de arcos y bóvedas decorados con constelaciones pintadas en oro y plata.
Las paredes de la cueva eran de un azul añil, como si el sol acabase de ponerse
allí del todo. Y sobre esas paredes e incluso en el techo, había un montón de
grafitos muy sencillos. Muy rudimentarios eran, pero
innegablemente eran graffiti. Pensé que podríamos estar en el lugar adecuado para
encontrar el lápiz.
Los estudiantes se
distrajeron de su trabajo y nos miraron con caras de sorpresa.
“Hola,” dije yo, recordando
que es él que entra él que debe saludar.
“¿Qué significa esto?” gruñó
un tiarrón de ceño perpetuamente fruncido. Era tan grande como un oso y vestía
de rojo desde los pies hasta su gorra puntiaguda de mago. Su nombre, según nos
enteramos después, era Corrupio Agreste y le llamaban El Rabietas. “Los estudiantes nuevos no deben aparecer por aquí
hasta la víspera del mes de septiembre. ¡Nos están privando de nuestro valioso
tiempo!”
Cupido Cococomido, apodado Q, era algo más receptivo. Salió de la
parte más oscura de la mesa diciendo, “No puedo ver bien desde aquí. ¿Hay
alguno que esté bueno entre esos?” Había algo en él que hacía que te echases
atrás nada más verle. Pero lo más raro era que su gorra de mago tenía la forma
de una colmena de abejas con pequeñas abejas de tela pululando a su alrededor.
“Son un atajo de grimosos si
alguna vez uno hubo,” dijo Tarquino M.C. de la C.C., apodado El Decimotercero.
Iba vestido de morado y
tenía la nariz siempre en alto y la barbilla también.
“¿Cómo han podido aceptar a
gente tan zarrapastrosa? ¡Esta clase carece de clase!”
“No somos los alumnos del año
que viene,” les informé. “Somos un comité en busca de un lápiz que nos han
dicho se puede encontrar aquí.”
Tarquino M.C.de la C.C . hizo un gesto de asco y
se alejó de nosotros. Pero un individuo que
llevaba ropas andrajosas de color amarillo ocupó su lugar, frotando su barbilla
con manos que parecían tener dificultad en abrirse.
“¿Habéis invadido el
infierno para recuperar un lápiz? Pues debo decir que sois unos cutres rácanos.
Lo encuentro admirable. ¡Bien hecho!”
Era Prospero Puño, y su mote
era Penique.
El siguiente en dirigirse a
nosotros fue Abundante Cestodes. Sus compañeros le llamaban El Bollito, no por que tuviese aspecto
de bollo, sino por su enorme capacidad de ingerir cualquier tipo de comida,
sobre todo bollos.
“Aquí no hay lápices. Escribimos
con plumas que se untan en sangre, sudor y lagrimas en vez de tinta. ¿Qué traes
en esa caja, pequeño muchacho barbudo que va de verde?”
Michael asió la caja con su
tarta de cumpleaños con más fuerza, pero no contestó. No era necesario que lo
hiciera.
“¡Detened a Bollito antes de que nos quedemos sin!” previno a siseo
pelado Ofidio Siempreverde. Apodado el
Ofi, este alumno con cuerpo de lagarto era el más envidioso de todos los
presentes.
Michael no tuvo otra
alternativa que entregarle la caja, porque los demás alumnos nos rodearon en el
acto, todos decididos a evitar que Bollito se comiese él solo todo lo que
hubiese dentro.
Y allí estábamos, celebrando
el cumpleaños de Michael en el infierno sin una velita encendida ni una triste
canción, entre un grupo de extraños que engullían la tarta de rechupete como si
fuese su deber destrozarla.
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