“Señores, por los grafitos
que hay en estas paredes deduzco que un lápiz como el que busco ha estado y
podría seguir estando aquí,” dije al fin.
“Pregunta al tonto de la
clase,” dijo Penique. “Tiene una bolsa llena de lápices.”
Gatocatcha me susurró al
oído, “Todos los estudiantes llevan capirotes. Salvo
uno. Ese
tiene que ser el tonto de la clase.”
Y entonces me fije en el
séptimo estudiante, que estaba reclinado cómodamente en la única silla mullida
del lugar, sita en la esquina más oscura de la sala, lejos de la mesa. El
estudiante llevaba un bombín negro decorado con una cinta de un azul claro con
un estampado de florecillas de tanaceto. Al contrario que los demás, no llevaba
una ancha túnica, sino un traje de chaqueta azul oscuro y una camisa de un azul
pastel, y una corbata celeste. Junto a él había una maleta vieja y desgastada
que me hizo pensar que parecía un vendedor ambulante atrapado en la escuela por
error.
“Por
error,” asintió, como si leyese mis pensamientos. “Esta cueva le perteneció a
Hércules. Fundó una escuela de arte aquí.”
“Sí. Me han dicho que esta
cueva le perteneció a Hércules. ¿Pero por qué una escuela de arte? Considerando
como era Hércules lo suyo habría sido fundar un gimnasio.”
Tanaceto Camamandrágoras estiró
los brazos y bostezó. Luego se encogió de hombros.
“¿Vanidad? ¿Querría estatuas
y pinturas de sus músculos por todas partes? ¿Tal vez un ansia de perfección? ¿Vigorexia?
¿Quién sabe? Yo no. Pero yo...soy artista, no
ocultista. Vine aquí a ver si podía aprender Arte. Había oído que Hércules dejó
aquí una estatua parlante que daba lecciones de Arte a cualquiera que quisiera
escuchar sus clases magistrales.”
“¿Qué clase de lecciones de Arte?”
“Eso quería saber yo.”
“¿Has aprendido algo?”
“Que nunca debí venir.”
Tanaceto
volvió a bostezar y a estirar los brazos y esta vez también las piernas. Antes de que le
pudiese preguntar si tenía el lápiz asintió con la cabeza y abrió la maleta. Estaba a tope de materiales de bellas artes. Y sí, entre ellos destacaba
el lápiz que yo buscaba.
“Ah, pero no te lo daré
hasta que no me traigas otro igual,” dijo Tanaceto, sacudiendo el lápiz en mis
narices.
“¿Qué sentido tendría
intercambiar lápices?” dije.
Tanaceto sacudió la cabeza.
“No quiero uno de los tuyos.
Quiero uno que me robaron unos bribones escoceses. Sí señor. Se lo vas a tener
que quitar a los hombres azules de El Minch.”
“Pero yo voy a querer ese
también,” dije, siendo muy honrado respecto a mis intenciones.
“Tú
trae ese lápiz. Yo te daré este. Luego podemos negociar y tal vez obtengas
también el que me trajiste.”
Cuando les dije a mis
compañeros que tenía que ir al estrecho escocés conocido como El Minch para
lograr que una raza de demonios marinos que habitaban ese lugar me entregasen
un lápiz, todos se mostraron consternados.
Don Alonso fue el primero en
decir que me seguiría hasta allí.
Pero Corrupio Agreste, al que llamaban El Rabietas, empezó a gritar, “¡Nadie se irá de este lugar! ¡No antes de la víspera de septiembre!”
“Uy, sí, este chico se va,” bostezó
Tanaceto sin moverse de su silla. “Se va porque volverá. Soy un buen juez de
carácter y este muchacho no dejará a sus amigos atrapados aquí. Ellos serán nuestros rehenes. Además, ¿a ti que más te da que se vaya el
niño? Si todos los estudiantes seguimos aquí.”
Tanaceto se volvió hacia mí
y dijo, “Tienes un mes, más o menos. Has de estar aquí antes de la víspera de
septiembre, porque entonces es cuando nuestro maestro decide quiénes se van y
quién se queda. Y si me dice que me puedo ir, saldré de aquí pitando como una
locomotora. Ni un segundo más permaneceré en este lugar.”
Explicó que de los siete
estudiantes sólo uno tenía que pagar por las clases. Pero este tenía que pagar
lo que debían los siete. Pagaría sirviendo de criado al diablo durante todo un
año. Los otros seis se podrían ir de rositas esa misma noche del treintaiuno de agosto.
“No sabemos a quién elegirá
para que sea su esclavo. Así que si quieres que tú y yo hagamos negocios, debes
estar aquí antes de que el director elija al que va a pagar el pato.”
Don Alonso estaba indignado
y nos costó un horror impedir que atacase a los estudiantes.
“Arley no se va a ninguna
parte sólo. No importa eso de que tiene más de siete años. No se va a ir hasta
Escocia a enfrentarse con monstruos marinos por su cuenta y riesgo. Con él vine
aquí y con él iré allí. ”
“Venga, hombre, no desanimes
al muchacho,” repuso Tanaceto.“Estás minando su autoestima. Ale, nene. ¡Vacaciones en el mar! ¡Largo!”
Los estudiantes no
consintieron que me fuese acompañado, pero antes de irme, Abundante Cestodes, es
decir, Bollito, tuvo algo que decirme.
“Escucha, cuando vuelvas,
trae contigo un par de tartas como la que trajo el cumpleañero verde este. Eso era auténtica tarta de rechupete. Oye, mejor aun, trae a la
pastelera.”
“¡Sí!” corearon los demás. “Nuestro
maestro querrá quedársela. Será mejor sirvienta que cualquiera de nosotros.
Incluso que Mariálvara.”
“¡Bah!” dijo Mariálvara.
La
diablesa estaba de pie junto a la puerta, esperando abrirla para que yo pudiese
salir. Tras ella, la cosa oscura semejante a una sombra que había entorpecido
mi lectura de los grafitos estaba estirándose e intentando tomar la forma de la
puerta para que nadie se fijase en que estaba allí.
Cuando la diablesa abrió la
puerta me olvidé de todo y salí volando como un murciélago fugado del infierno.
Fui tan rápido que tanto la cosa oscura como Maríalvara se echaron a un lado.
“¿Por qué estoy tan callado?”
No hay comentarios.:
Publicar un comentario