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jueves, 16 de abril de 2020

138. En medio del Minch



Pronto me hallé en un machair de las islas Hébridas, rodeado de las flores exóticas que crecen ahí. Intentaba convencer a un abejorro gigantesco que me dejase prestada una barquita para poder remar hasta el corazón de El Minch.

Jaime Abejorroamarillo me hizo prometer que no asustaría a los corderos de Las Islas Shiant y que no me metería con los pájaros locales, aunque se tratase de molestos bonxies. También prometí no ofender a los tiburones peregrinos, no dar de comer a las ratas negras, y no dejar basura de ningún tipo por allí. Otra cosa que prometí fue no matarme saltando de las columnas de basalto, cosa que difícilmente podía suceder porque tengo alas. Y por último, prometí no causar tormentas. Le expliqué a Jaime que yo no era un espíritu de las nubes y que sólo tenía vagas nociones de cómo se provocaba una tormenta. 

Jaime me dijo que además de pagar el alquiler de la barca tendría que dejar un depósito por si a los hombres azules les diese por ahogarme, ya que en ese caso no se la podría devolver.

A todo esto accedí sin objetar y obtuve la barquita. Me puse un par de gafas de sol espantosamente anticuadas que Jaime había incluido en el precio del alquiler y un montón de crema de protección solar. La crema le dio a mi tez un tono azulado y esto me inspiró a convertir mi ropa en azul también. Así no parecería muy distinto de los hombres azules y eso podría favorecerme. Cuando me puse a remar, me di cuenta de que era más difícil que volar, y tardé un poco en llegar a las Islas Shiant. No hice escala allí, aunque me hubiese encantado, porque sé que son preciosas. Pero yo no tenía tiempo que perder. Intenté encontrar el centro de El Minch y cuando pensé que lo había localizado, dejé de remar.

  
Yo estaba, o eso creía, posicionado justo encima de la puerta principal del palacio de los hombres azules. Saqué de mi bolsillo una pequeña bola de lapislázuli, la encerré en una jaulita de oro y la enganché a una larga cadena también de oro. Estas tres cosas me pertenecen y vienen a mí cuando las llamo. Con ellas hice algo que se asemejaba a un llamador de ángeles. Estos llamadores son aptos para invocar también a demonios si metes mucho ruido con ellos. Pero yo dejé caer la bola suavemente en el mar, esperando poder atraer con ella la atención del portero del palacio.

Tres cosas sabía yo de los hombres azules. La primera era que eran fieros y escandalosos y aficionados a ahogar a gente durante terribles tempestades. La segunda era que nunca ahogaban a rimadores, porque pensaban que la Tierra necesitaba más poetas de los que tenía y no querían privarla de ninguno.Y la tercera era que les encantaban las adivinanzas y agradecían conocer nuevos acertijos. Eso sí, cuanto más burdos mejor

A mi no me gustan mucho las adivinanzas.Valoro la claridad y la sencillez y los acertijos me ponen nervioso. Pero, aunque no me considero un poeta, si que se me da bien hablar rimando.Y puedo recitar poemas tan bien como un buen actor shakesperiano. Así que decidí intentar que esto me favoreciese. Pensé que sería mejor dejar claro desde el principio a los hombres azules que yo también apreciaba la belleza de las palabras.

Así que mientras batía mi joya azul en la profundidad del mar, comencé a cantar.

                   
“Hombres de ojos como zafiros que habitáis en salas turquesas ¡os evoco! Salid de vuestras arboledas de coral azul y escuchad mis clamores, ¡que yo os invoco! Hombres de piel cian y barba y cabellos añiles, dejad vuestros cerúleos rediles, ¡qué yo os convoco! Alzados por encima de las olas susurrantes y acudid cuanto antes a mis insistentes llamadas, pues os conjura Arley, príncipe de las hadas.”

Pronto sentí que mi llamador estaba golpeando contra algo, y sus golpes persistentes junto con mis cánticos hipnóticos no tardaron en ser contestados por uno de los demonios de las profundidades con los que deseaba conversar.

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