Pronto me hallé en un
machair de las islas Hébridas, rodeado de las flores exóticas que crecen ahí.
Intentaba convencer a un abejorro gigantesco que me dejase prestada una
barquita para poder remar hasta el corazón de El Minch.
Jaime Abejorroamarillo me
hizo prometer que no asustaría a los corderos de Las Islas Shiant y que no me
metería con los pájaros locales, aunque se tratase de molestos bonxies. También
prometí no ofender a los tiburones peregrinos, no dar de comer a las ratas
negras, y no dejar basura de ningún tipo por allí. Otra cosa que prometí fue no
matarme saltando de las columnas de basalto, cosa que difícilmente podía
suceder porque tengo alas. Y por último, prometí no causar tormentas. Le expliqué
a Jaime que yo no era un espíritu de las nubes y que sólo tenía vagas nociones
de cómo se provocaba una tormenta.
Jaime me dijo que además de
pagar el alquiler de la barca tendría que dejar un depósito por si a los hombres
azules les diese por ahogarme, ya que en ese caso no se la podría devolver.
A todo esto accedí sin
objetar y obtuve la barquita. Me puse un par de gafas de sol espantosamente
anticuadas que Jaime había incluido en el precio del alquiler y un montón de
crema de protección solar. La crema le dio a mi tez un tono azulado y esto me
inspiró a convertir mi ropa en azul también. Así no parecería muy distinto de
los hombres azules y eso podría favorecerme. Cuando me puse a remar, me di
cuenta de que era más difícil que volar, y tardé un poco en llegar a las Islas
Shiant. No hice escala allí, aunque me hubiese encantado, porque sé que son
preciosas. Pero yo no tenía tiempo que perder. Intenté encontrar el centro de El
Minch y cuando pensé que lo había localizado, dejé de remar.
Yo estaba, o eso creía,
posicionado justo encima de la puerta principal del palacio de los hombres
azules. Saqué de mi bolsillo una pequeña bola de lapislázuli, la encerré en una
jaulita de oro y la enganché a una larga cadena también de oro. Estas tres
cosas me pertenecen y vienen a mí cuando las llamo. Con ellas hice algo que se
asemejaba a un llamador de ángeles. Estos llamadores son aptos para invocar
también a demonios si metes mucho ruido con ellos. Pero yo dejé caer la bola
suavemente en el mar, esperando poder atraer con ella la atención del portero
del palacio.
Tres cosas sabía yo de los
hombres azules. La primera era que eran fieros y escandalosos y aficionados a
ahogar a gente durante terribles tempestades. La segunda era que nunca ahogaban
a rimadores, porque pensaban que la
Tierra necesitaba más poetas de los que tenía y no querían
privarla de ninguno.Y la tercera era que les encantaban las adivinanzas y
agradecían conocer nuevos acertijos. Eso sí, cuanto más burdos mejor
A mi no me gustan mucho las
adivinanzas.Valoro la claridad y la sencillez y los acertijos me ponen
nervioso. Pero, aunque no me considero un poeta, si que se me da bien hablar
rimando.Y puedo recitar poemas tan bien como un buen actor shakesperiano. Así
que decidí intentar que esto me favoreciese. Pensé que sería mejor dejar claro
desde el principio a los hombres azules que yo también apreciaba la belleza de
las palabras.
Así que mientras batía mi
joya azul en la profundidad del mar, comencé a cantar.
“Hombres
de ojos como zafiros que habitáis en salas turquesas ¡os evoco! Salid de
vuestras arboledas de coral azul y escuchad mis clamores, ¡que yo os invoco!
Hombres de piel cian y barba y cabellos añiles, dejad vuestros cerúleos rediles,
¡qué yo os convoco! Alzados por encima de las olas susurrantes y acudid cuanto
antes a mis insistentes llamadas, pues os conjura Arley, príncipe de las
hadas.”
Pronto sentí que mi llamador
estaba golpeando contra algo, y sus golpes persistentes junto con mis cánticos hipnóticos
no tardaron en ser contestados por uno de los demonios de las profundidades con
los que deseaba conversar.
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