El hombre azul estaba de
buenas. Cuando su cabeza azul, llena de rastas trenzadas con cochas de gran
belleza surgió de las tranquilas aguas, pues serenas estaban ese día, yo le
saludé y le expliqué lo que estaba haciendo allí, siempre hablando en verso.
El hombre asintió con la
cabeza y me dijo que sabía muy bien quién era el canalla de Tanaceto Camamandrágoras
y que conocía toda la historia del lápiz. Volvió a sumergirse y pronto
reapareció con el lápiz en la mano. Yo estaba empezando a pensar que los
hombres azules no eran ni la mitad de brutos como les pintaban cuando esta
criatura del mar me dijo que si quería el lápiz, primero tendría que contestar
a un acertijo.
Mis
esperanzas se hundieron y ya me veía ahogado. Pero...
Jock Gorm, o Juanito el
Azul, fijó sus ojos azules en mí y me dijo solemnemente, “Puesto que dices que
has estado en la cueva de Salamanca, tal vez hayas aprendido algunos de los
acertijos de los que disfrutan los estudiantes allí. A ver si conoces la
respuesta al siguiente.”
Y me soltó el siguiente
acertijo:
“Estudiantes que estudiáis latín y
sabéis más que ninguno,
Decidme como tapar dos agujeros con
uno.”
Debió de oírme respirar
aliviado. Yo sabía la respuesta. La había leído en la cueva, donde estaba
escrita en una de las paredes.
Juanito sonrió, enseñando
sus dientes de perla, afilados como los de un tiburón. Parecía que al hombre
azul le hacía mucha ilusión que alguien hubiese leído lo que él había dejado
escrito.
“Yo mismo escribí eso en la
pared de la escuela del diablo en Salamanca, pues d e joven estudié allí,
queriendo ser nigromante. Aquí abajo todos sabemos bien que es cuestión de
honor de ladrones nunca devolver lo que se ha afanado, a no ser que quieras que
te tomen por tonto. Pero no hay nada que yo no haría por otro hijo de mi alma mater.
Me refiero a ti, claro, y no a ese sinvergüenza, el Camamandrágoras. El robó mi
lápiz, así que yo me hice con el suyo. ¿Dices
que ahora está atrapado en esa escuela? Pues no le des ningún lápiz. Manga los
que él tenga.”
Tomó una de mis manos y la
sacudió, moviendo sus dedos palmeados de forma extraña, haciendo un gesto que
probablemente tendría que ver con alguna fraternidad de Salamanca o con alguna
costumbre de los hombres azules. Después, puso el lápiz en mis manos.
“Arley, frater,” dijo.
“Aquí tienes tu lápiz.”
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