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miércoles, 15 de abril de 2020

142. El Señor Dos Sombras

Lo siguiente  que supe fue que estaba sentado en la terraza de un café, tosiendo a muerte. Me había quedado sin respiración y la sombra de Don Enrique estaba dándome golpes en la espalda. Pronto me pude fijar en que Alpin estaba discutiendo a voz en grito con un camarero. Estaba encargando ciento cincuenta refrescos de cereza y una docena de tartas de rechupete de cuarenta raciones cada una. Sí, estábamos en la terraza de la pastelería de La Soñadora de Dulces.


“Y trae agua para mi amigo,” dijo Alpin, muy considerado él. “¿No ves que se está muriendo? O una taza de tila. Va a estar de los nervios el resto de su vida si logra sobrevivir.”

Cuando la sombra vio que yo respiraba con normalidad se sentó a mi lado y me preguntó tímidamente si podía tomar una horchata. Hacía siglos que no probaba una.

Yo asentí e intenté decir que también tomaría una horchata, pero no me salía la voz. La recuperé tras beber unos sorbitos de zumo de cereza. Pero nunca ha vuelto a sonar igual. En ese momento estaba ronco, pero desde entonces mi voz es más grave.

“Estuviste espectacular, Arley,” dijo Alpin, entre trozo y trozo de tarta. “Tendrías que haberte visto. ¡Yum! Gritando órdenes a pleno pulmón. ¡Yum! Rojo como un tomate a punto de estallar. ¡Yum! Tus puños apretados con furia. ¡Yum! Casi atizaste al Diablo.¡Pum! ¡Toma esa! ¡Pam! ¡Y esa! ¡Yummmmm! Cualquiera te hubiese tomado a ti por el energumeno.”

                            
“No pegué al Demonio, menos mal,” dije yo. Todo lo demás no lo podía negar. “Sólo hice lo que tú me dijiste que hiciese. Sí, al principio, cuando Mariálvara me cerró la puerta en las narices. Dijiste que había que dar órdenes y no explicaciones. Pero siento que no he hecho esto del todo bien. No debí perder la compostura. Me avergüenzo de mi mismo.”

“¡Melindres!” dijo Alpin. Glurp!” Había empezado a tragarse los refrescos de cereza. “Eres un quisquilloso. Los buenos modos no sirven de nada entre cachanos y patetas. Glurp!

                                                        
 
“Te congratularía, pero todaviá estoy en shock,” dijo Nauta, sorbiendo tila de una tacita como un muñeco mecánico.

La sombra estaba de acuerdo con Alpin.

                 
“¿Tú que crees que enseñan en esa escuela?” dijo con su voz mesurada. “A dar órdenes a los espíritus. Eso es la nigromancia. Y tú, Arley, desde luego que has aprendido. Por cierto, ¿puedo llamarte Arley? Quiero pedirte que me permitas permanecer siempre a tu lado. Fui la sombra de Enrique y él me perdió. Ahora quiero ser la tuya, pues tú me has rescatado, y a él bien poco le importo. Él presume de no tener sombra. Tú podrás presumir de tener dos. Si te place, desde ahora en adelante tendrás dos sombras. Pocos pueden presumir de eso.”

Yo dije que valía por mí, siempre que  Don Enrique estuviese conforme y a mi primera sombra tampoco le molestase. Todo parecía haber acabado bien, pero yo tenía un sabor amargo en la boca y no era ni del té, ni de la horchata, ni del refresco de cereza. No me gustaba la manera en la que había hecho las cosas. Me parecía que el Demonio se había salido con la suya, al lograr que yo me pusiera como una bestia. Decidí que si me volvía a enfrentar con él alguna vez, no perdería el temple.

Y entonces, esa hipotética próxima vez parecío estar alarmantemente cerca.

“¡Eh! ¡Eh, Arley, eh!”

¿Quién me llamaba y se acercaba directamente hacia nuestra mesa?
                   

Tanaceto Camamandrágoras, ese era quién. Tirando de su maleta, venía hacia nosotros.
Pero no hubo una próxima vez ahí mismo, porque todos salimos volados del café sin pensarlo dos veces. Le escuché gritar tras nosotros.  


Pero...¿por qué huyes? Si sólo  quiero darte mi lápiz!

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