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miércoles, 15 de abril de 2020

148. Una especie de cambio

El forastero que yo no sabía que era Alpin partió en dirección al palacio del altivo Raca Rey de Tierra Asolada con la disputada gallina bajo el brazo por que no se podía fiar de que Mari y sus famélicos hijos no se la zampasen antes de que pudiese volver con los víveres prometidos.

No tenía intención de comérsela él mismo. Se la llevaba porque la pobre gallina, aterrada por todas las amenazas de muerte que había escuchado, había defecado un poquito en la manga de la camiseta de topos de colores que llevaba puesta el forastero que la sujetaba. Al estar bajo el embrujo del puca, Alpin pensaba que este pequeño excremento olía mejor que el perfume de las noches orientales, pues ahora sólo le atraía lo sucio, podrido y apestoso, y se alejaba de cualquier cosa que no estuviese mancillada o infecta. Pensaba que la gallina olía tan bien que estaba encantado con ella y su subconsciente había decidido quedársela como mascota, aunque todavía no estaba del todo enterado de su decisión.

Intrigada por Alpin, pues nunca había conocido a alguien como él, temiendo un poco que fuese otro loco y que le pasase algo horrible en el palacio y también temiendo que podría no volver con lo prometido, Mari se atrevió a seguir al forastero colina arriba. Tras ella se arrastraba su rebaño de hijos malnutridos, que todavía tenían suficiente vida como para sentir curiosidad. Y tras ellos iba yo, preguntándome si algo de esto me llevaría hasta Alpin.

El forastero impresionó a los guardias de uniformes ridículos. Le tomaron por algún tipo de líder espiritual y pudo llegar hasta la gran sala del Raca Rey, que estaba ocupado disfrutando de una comida fastuosa que era el ensayo general de la cena que iba a disfrutar en Nochebuena. Pedrito y el sheriff le miraban mientras comía.
  
 

“Quiero dos docenas de gallinas y un par de gallos, un saco de patatas, siete cebollas y ajos. Voy a hacer una tortilla de patata. Necesitaré aceite de oliva y sal también. Puede que se me ocurra algo más, pero empezad por traer lo que he pedido mientras pienso. ¿A qué esperáis? ¡He dicho! ¿Queréis que me coma todo lo que hay en esta gran mesa para demostrar que hablo en serio? Lo puedo hacer. Antes de que podáis parpadear.”

Entonces empecé a sospechar que el extraño podría tener algo que ver con Alpin, aunque no acababa de caer en que ese forastero era mi amigo.

Pero ya no era tan fácil para Alpin devorar comida como lo hubiese sido de no estar bajo un embrujo. En la mesa no había comida estropeada o pasada. Las ostras estaban fabulosamente frescas y hasta los quesos azules no olían lo suficientemente mal como para tentar al nuevo paladar de Alpin, que suspiró, aun así decidido a hacer un esfuerzo y comer todo lo que pudiese. Pero una misteriosa voz, la misma que le había seguido por el camino hasta tierra asolada, le dió un consejo. “¡Las langostas lo harán!¡Las langostas lo harán! Deja hacer a las langostas.¡Langostas! ¡Langostas!”

Al principio Alpin pensó que debía haber algún plato exótico con langosta en el menú, pero no tardó en darse cuenta de qué iban aquellos susurros. Sacudió su cabellera flotante y las langostas que anidaban en ella salieron volando y cayeron sobre la comida que había en la mesa como una maldición bíblica.

Fue el Sheriff del Bosque Sherbanano quien se percató del peligro que Alpin podría suponer. Rasputín, pensó. Moisés y las plagas de Egipto. Ataque alienígena. Todos habían precedido a la caída de regímenes.
                                           


 Sin embargo, el Raca Rey no se había dejado impresionar por el forastero.

“No pienso darte el agujero de una rosquilla,” siseó, sonriendo cínicamente a pesar de lo claro que estaba que Alpin no necesitaba que le diesen nada, Podía llevarse todo lo que le venía en gana.

“¡Cortadle la cabeza!” reía el rey. “¡Nadie me amenaza! Cortadle la...”

           
Fue la primera vez que llegue a ver grave violencia mortal.

Debido a la intervención del sheriff, el Raca Rey se había convertido en un fantasma perplejo y descabezado. Mientras vagaba por debajo de la mesa intentando encontrar su cabeza el sheriff tomó a Pedrito del hombro.



“¡Jopeta!” exclamó Pedrito, recuperando el habla. “¡Eso ha sido dramático!”
                      


“Escucha, Pedrito,” dijo el sheriff, “en este trono te sentarás, esta corona llevarás.”

El sheriff recogió la corona del rey muerto, la sacudió un poco y se la puso a Pedrito, debajo de la boina.

“Sobre todos mandarás. Pero lo que yo te diga que hagas, será mejor que lo hagas. ¡El rey ha muerto! ¡Larga vida al rey!

Para entonces el difunto rey había dado con su fantasmal cabeza. Se la puso como pudo y resultó que seguía teniendo sólo una idea en ella.

                               
           
“¡Tengo manos!” exclamó. “Me lo puedo llevar todo conmigo. Tengo que llegar al cuarto del tesoro antes que ellos.”
                    


            “¡Hacedor de reyes!” gritó Pedrito, saludando al sheriff.

“Ni quito ni pongo reyes,” dijo el sheriff, “pero mantengo la paz y hago cumplir la ley, porque para eso me pago a mi mismo.”

El sheriff limpió su espada con una esquina del mantel y la guardó en su vaina.

“El difunto rey quería enfrentarse a este forastero,” dijo. “Y parecía que saldríamos muy mal parados por eso. Debemos dar a nuestro visitante lo que pide mientras sea poco y de este modo animarle a que se vaya cuanto antes de aquí. Pues los santones son competencia para los gobernantes y en cuanto a los alienígenas, cuanto más lejos estén en el espacio, mejor.”

Entonces el sheriff se volvió a Alpin.

“Señor Forastero,” le dijo, “usted ha visto lo que han cambiado las cosas aquí. Le vamos a dar a usted los pollos y las patatas que ha pedido, y hasta ajo negro, si lo prefiere sin olor. En cuanto a esta...dama...que le sigue, y que creo es la raíz del problema y a la que presumo que usted quiere ayudar, pues la daré un empleo en mi cocina y sus hijos no pasarán más hambre. Ya ve cómo hemos resuelto nuestros problemas aquí. No necesitamos más de su ayuda. Mañana es Navidad y seguro que hay quien le espera con ilusión en su hogar. Hemos llegado al final de esta historia y los niños comerán las sobras de perdices de mi mesa en mi propia vajilla, que es muy fina. Por favor, váyase por donde haya venido, o por donde quiera, pero váyase ya. Adiós, adiós, sí, por ahí está la puerta.”
                


No le llevó ni un minuto al sheriff darle a Mari todo lo que Alpin había pedido para ella. 


Alpin se volvió hacia la mujer y le dijo, “Si estás contenta con este trato, Mari, yo ya me puedo ir. Pero si me necesitas, sólo tienes que cacarear, y vendré volando. Ya te dije que yo no era cualquiera. Voy a llevarme a esta gallinita conmigo porque tú ya tienes unas cuantas. Recuerda que no te las debes comer. Sólo sus huevos. Si haces eso, estarás bien. ¡A mi cabeza, mis galantes langostas! ¡Nos vamos de aquí!”

Yo no sabía que pensar. Si el veinteañero peludo era Alpin, había hecho una acción desinteresada por primera vez en su vida. Y tenía una mascota a la que adoraba. No había quien le reconociese. Y por eso, no le reconocí.
                                


Mientras él  forastero se iba dando saltitos primorosos colina abajo, yo me manifesté ante Mari. Para que no se asustase, me identifiqué como un amigo de su benefactor y la regalé dos recetas para que pudiese hacer buen uso de las castañas que había en los castaños mágicos cercanos a su hogar.

Una era para harina de castañas, con la que podría hacer pan de castañas. Esta era una receta muy económica. La otra era una receta gourmet. Sabría hacer marrons glacés. Ambas recetas eran deliciosas y siempre saldrían bien cuando ella las cocinase.

Antes de irme la hice dos preguntas.

La primera pregunta era por qué los plátanos estaban todos congelados. Ella dijo que el Raca Rey vendía toda la comida que su reino producía a extranjeros. Congelaba los plátanos para que nadie se los comiese antes de que los pudiese vender. No vendía las castañas porque no las veía. Ella misma no las había visto nunca hasta que yo las había hecho visibles para ella. La dije que a partir de entonces podría ver cosas que los demás nunca verían. Siempre podría ver y coger las castañas y utilizarlas, pero tenía que ser razonable en cuanto a lo que se llevaba del bosque. “Mientras cojas lo justo y no se entere ningún mortal de que tienes acceso a los castaños del bosque mágico, todo ira bien,” le dije.

La segunda pregunta que le hice era que si había visto a otro ser extraño pululando por ahí ese día. Se trataba de un niño como yo. Me dijo que no había visto a nadie más que a mi y al forastero benefactor. Entonces decidí seguir al forastero. Como parecía ser uno de nosotros, tal vez él hubiese visto a Alpin. Pero yo tenía que ser cauteloso. No todas las hadas son amables.

Mientras me iba, pensé que Mari tal vez estuviese un poco mejor de lo que estaba antes de tratar con nosotros. Pero Alpin y yo habíamos hecho algo que no debimos hacer a la ligera. Habíamos interferido en la vida de los mortales. Dicen que trae mala suerte y que nos roba la capacidad para ser felices. Con el tiempo, se vería si Pedrito mejoraba las condiciones de vida de su gente o no. Mientras tanto, yo me fui colina abajo, persiguiendo al hombre mágico por si me pudiese ayudar a encontrar a Alpin.   

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