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sábado, 25 de abril de 2020

15. Ira cegadora

El fin de semana pasó y a pesar de todo el apoyo que recibía Puck se estaba poniendo muy nervioso.

“¿Tú crees que tu padre me despedirá, Arley?” me preguntó.

“Rotundamente no,” le aseguré. “No puede hacer nada sin ti. Mamá dice que es demasiado vago para intentarlo siquiera.”

No estaba hablando mal de mi padre. Lo que Mamá y Papá piensan él uno del otro es vox populi. Y piensen lo que piensen, tampoco pueden vivir el uno sin el otro. Así que sus peleas pueden resultar incómodas pero son de poca consecuencia.

Y por fin, tarde una tarde, Papá apareció. Llegó igual que se fue, en un torbellino de luz verde y dorada. Pero estaba dentro de algo muy especial.

“Qué demonios es eso?” Puck no pudo evitar preguntar. Había jurado que no le dirigiría la palabra a mi padre hasta que no le pidiese perdón, pero la sorpresa le pudo.

“Es el coche más guay de James Bond,” anunció Papá orgullosamente. “Lo compré para que Darcy lo conduzca y me lleve de un lado a otro. Bien, Darcy, admite que te mueres por conducirlo.”

Antes de que Glorvina pudiese comenzar a lamentarse por aquello del petroleo, el Sr. Binky pidió la palabra.

“¡No tan rápido!” advirtió el primer ministro. “Darcy no tiene carnet de conducir.”

“¿Y qué?” saltó Oberón. “Nadie en el mundo de las hadas tiene carnet de conducir. Yo no tengo uno. Y he venido conduciendo este coche desde Panamá. Sin problema alguno, huelga decir.”

Antes de que hubiese terminado de hablar, el Sr. Binky le había entregado un aviso de multa. Estaba multando a Papá por haber conducido sin licencia.

“¿En serio?¿Para esto te hice ministro?¿Cómo te atreves?” rugió Papá, convirtiendo la multa en un cuervo que voló graznando hasta lo más alto del roble de Puck y se puso a observarnos con interés desde allí.  Los cuervos son pájaros muy listos, y este lo era aunque hubiese nacido siendo una multa.

“¡Ahora mismo le vas a dar a este hombre una licencia!” ordenó Papá al Sr. Binky, apuntando con el dedo de una mano a Darcy y amenazando al Sr. Binky con el dedo de la otra. “Estoy agotado y me va a llevar a casa.”

El primer ministro no se dejó impresionar.

“No tan rápido,” volvió a decir. “Primero tendrá que recibir clases de conducir, y luego tendrá que aprobar un examen. Lo voy a poner muy difícil porque no quiero accidentes.”

“¡Métete en ese coche!” le gritó Papá a Darcy. “Me vas a llevar a casa ahora mismo. Estoy demasiado cansado para conducir este juggernaut otra vez. Y no puedo ocuparme de las sandeces del supuesto ministro ahora mismo.”

Pero Darcy fue fiel a su palabra. No hubo manera de que Papá pudiese lograr que se metiese en el coche de James Bond. Papá estaba tan rabioso que dio una patada al coche y tiró las llaves al suelo y las pisoteó. “¡Quiero hacer esto por las buenas!” gritaba. “¡Colabora de una vez!”

Darcy tuvo que pedirle a Papá que dejase de insistir y Papá tuvo que callarse y olvidar el asunto. Pero desgraciadamente el número que estaba montando no quedó ahí.

“¿Dónde estoy?” dijo de repente. “¿Qué está pasando? ¡No veo nada!”

Darcy debió de haberle pedido a Papá que se tranquilizase primero, porque estaba tan cegado por la ira que literalmente se había vuelto ciego.

“Puck, lleva a su majestad a casa,” dijo Glorvina. “Tendrá que descansar un poco antes de que le vuela la vista. Esto nos ha pasado a muchos. No tiene por qué  ser grave. Dale una taza de tila, ¿eh?”

Pero Papá dijo que no se movería de donde estaba hasta que alguien le explicase lo que estaba sucediendo. Cuando lo hicieron, se puso todavía más furioso. Pero se olvidaba continuamente de lo que le habían explicado, y tenían que contárselo vez tras vez, y el se volvía ciego, y luego le volvía la vista y…en fin, que intervino Nicolás Fondón.

“Ríete, Oberon,” le dijo el tejedor a Papá. “Es lo que yo hice cuando me gastaste aquella broma pesada. Me hizo sentirme mejor.”

“Y lo que hicimos nosotros cuando nuestra obra de teatro resultó un fiasco,” dijeron los amigos de Nicolás que habían representado la tragedia de Píramo y Tisbe como si de una comedia se tratase. “Mira que hicimos el ridículo. Aunque nos aplaudieron a rabiar, todo hay que decirlo.”

Y Papá se rió. Bueno, a medias. Reía y rabiaba casi a la vez y cuando se reía le volvía la vista y entonces rabiaba y se le volvía a ir.

“Yo tengo sentido del humor,” decía. “Un gran sentido del humor. No me importa que la broma sea a mi costa. ¿Por cierto de que va la broma? No recuerdo nada.”

Finalmente Puck se dignó a bajar del roble y tomó a Papá del brazo y le dijo que le llevaría a casa para que pudiese tomar una taza de tila calentita en paz, tal y como había prescrito Glorvina. 

“¡Ojo donde pisáis!” advirtieron los topos. “No vayáis a caer en uno de nuestros agujeros.”

“Lo tendré,” asintió Puck. “Es como eso de los cojos guiando a los ciegos. Tengo las piernas tiesas de tanto estar sentado con ellas cruzadas. Casi no puedo andar.”

Pero Puck era feliz. Estaba siendo útil a Papá otra vez.

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