“¿Tú crees que tu padre me
despedirá, Arley?” me preguntó.
“Rotundamente no,” le
aseguré. “No puede hacer nada sin ti. Mamá dice que es demasiado vago para
intentarlo siquiera.”
No estaba hablando mal de mi
padre. Lo que Mamá y Papá piensan él uno del otro es vox populi. Y piensen lo
que piensen, tampoco pueden vivir el uno sin el otro. Así que sus peleas pueden
resultar incómodas pero son de poca consecuencia.
Y por fin, tarde una tarde,
Papá apareció. Llegó igual que se fue, en un torbellino de luz verde y dorada.
Pero estaba dentro de algo muy especial.
“Qué demonios es eso?” Puck
no pudo evitar preguntar. Había jurado que no le dirigiría la palabra a mi
padre hasta que no le pidiese perdón, pero la sorpresa le pudo.
“Es el coche más guay de
James Bond,” anunció Papá orgullosamente. “Lo compré para que Darcy lo conduzca
y me lleve de un lado a otro. Bien, Darcy, admite que te mueres por
conducirlo.”
Antes de que Glorvina
pudiese comenzar a lamentarse por aquello del petroleo, el Sr. Binky pidió la
palabra.
“¡No tan rápido!” advirtió
el primer ministro. “Darcy no tiene carnet de conducir.”
“¿Y qué?” saltó Oberón. “Nadie
en el mundo de las hadas tiene carnet de conducir. Yo no tengo uno. Y he venido
conduciendo este coche desde Panamá. Sin problema alguno, huelga decir.”
Antes de que hubiese
terminado de hablar, el Sr. Binky le había entregado un aviso de multa. Estaba
multando a Papá por haber conducido sin licencia.
“¿En
serio?¿Para esto te hice ministro?¿Cómo
te atreves?” rugió Papá, convirtiendo la multa en un cuervo que voló
graznando hasta lo más alto del roble de Puck y se puso a observarnos con
interés desde allí. Los cuervos son
pájaros muy listos, y este lo era aunque hubiese nacido siendo una multa.
“¡Ahora
mismo le vas a dar a este hombre una licencia!” ordenó Papá al Sr. Binky,
apuntando con el dedo de una mano a Darcy y amenazando al Sr. Binky con el dedo
de la otra. “Estoy agotado y me va a llevar a casa.”
El primer ministro no se
dejó impresionar.
“No tan rápido,” volvió a
decir. “Primero tendrá que recibir clases de conducir, y luego tendrá que
aprobar un examen. Lo voy a poner muy difícil porque no quiero accidentes.”
“¡Métete
en ese coche!” le gritó Papá a Darcy. “Me vas a llevar a casa ahora mismo. Estoy
demasiado cansado para conducir este juggernaut
otra vez. Y no puedo ocuparme de las sandeces del supuesto ministro ahora
mismo.”
Pero Darcy fue fiel a su
palabra. No hubo manera de que Papá pudiese lograr que se metiese en el coche
de James Bond. Papá estaba tan rabioso que dio una patada al coche y tiró las
llaves al suelo y las pisoteó. “¡Quiero
hacer esto por las buenas!” gritaba. “¡Colabora
de una vez!”
Darcy tuvo que pedirle a
Papá que dejase de insistir y Papá tuvo que callarse y olvidar el asunto. Pero
desgraciadamente el número que estaba montando no quedó ahí.
“¿Dónde estoy?” dijo de repente.
“¿Qué está pasando? ¡No veo nada!”
Darcy debió de haberle
pedido a Papá que se tranquilizase primero, porque estaba tan cegado por la ira
que literalmente se había vuelto ciego.
“Puck, lleva a su majestad a
casa,” dijo Glorvina. “Tendrá que descansar un poco antes de que le vuela la
vista. Esto nos ha pasado a muchos. No tiene por qué ser grave. Dale una taza de tila, ¿eh?”
Pero Papá dijo que no se
movería de donde estaba hasta que alguien le explicase lo que estaba
sucediendo. Cuando lo hicieron, se puso todavía más furioso. Pero se olvidaba
continuamente de lo que le habían explicado, y tenían que contárselo vez tras
vez, y el se volvía ciego, y luego le volvía la vista y…en fin, que intervino
Nicolás Fondón.
“Ríete, Oberon,” le dijo el
tejedor a Papá. “Es lo que yo hice cuando me gastaste aquella broma pesada. Me
hizo sentirme mejor.”
“Y lo que hicimos nosotros
cuando nuestra obra de teatro resultó un fiasco,” dijeron los amigos de Nicolás
que habían representado la tragedia de Píramo y Tisbe como si de una comedia se
tratase. “Mira que hicimos el ridículo. Aunque nos aplaudieron a rabiar, todo
hay que decirlo.”
Y Papá se rió. Bueno, a
medias. Reía y rabiaba casi a la vez y cuando se reía le volvía la vista y
entonces rabiaba y se le volvía a ir.
“Yo tengo sentido del
humor,” decía. “Un gran sentido del humor. No me importa que la broma sea a mi
costa. ¿Por cierto de que va la broma? No recuerdo nada.”
Finalmente Puck se dignó a
bajar del roble y tomó a Papá del brazo y le dijo que le llevaría a casa para
que pudiese tomar una taza de tila calentita en paz, tal y como había prescrito
Glorvina.
“¡Ojo
donde pisáis!” advirtieron los topos. “No vayáis a caer en uno de nuestros agujeros.”
“Lo tendré,” asintió Puck. “Es
como eso de los cojos guiando a los ciegos. Tengo las piernas tiesas de tanto
estar sentado con ellas cruzadas. Casi no puedo andar.”
Pero Puck era feliz. Estaba
siendo útil a Papá otra vez.
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