Somos
el jardín
Un
montón de plantas florecientes
Somos el jardín
Nuestros jardineros tienen pies
Y
presumen de tener cabeza
Pero sobre todo tienen manos
Un día nos declaran malas hierbas
Y
nos arrancan a su antojo
Para plantar
A
otras
A
las que permiten
Florecer en nuestro lugar
Somos el jardín
Un montón de plantas indefensas
En un espacio cerrado
Justo antes de que hubiese
empezado a recitar, mi padre había llegado hasta allí paseando y tarareando
bajito, sacudiendo una maracas, también muy bajito. Cuando vio que iba a haber
una función, se quedó para verla.
“¡Uy, Arley!” dijo cuando yo había acabado. “¡Qué poema más
deprimente!¿No lo habrás escrito tú?”
Pero antes de que yo pudiese
decir que sí, que era mío, el hojita Vicentico gritó lo más alto que pudo con
su pequeña voz, “¡No! ¡Es precioso! ¡Nos ha hecho llorar!”
Papá y yo nos volvimos hacia
los hojitas. Había lagrimas en sus ojos. Y se alzaron como un sólo hojita y
aplaudieron a rabiar. Tanto que casi tumbaron la rama en la que se encontraban.
“Este poema ha logrado que
me alegre de ser una planta libre que vive en un bosque salvaje,” dijo
Franciscus.
“¡Tontadas!” insistió mi padre. “Se pasa
igual de mal aquí fuera. ¿No tienes nada mejor que hacer, hijo? ¿Por qué estás
aquí sólo?”
“No estoy sólo.” le dije. “Estoy
con mis amigos los hojitas.”
“¡Cierto!” exclamó Robertus, un hojita del tilo. “Puede que seamos
pequeños y poco importantes pero siempre estamos aquí para los que nos
necesitan.”
“No os ofendáis,” dijo Papá. “Vuestra lealtad es legendaria, lo sé. Mira, Arley, sé que Alpin se ha vuelto
demasiado mayor para ti, pero…¿dónde está esa niñita de la caperuza roja que es
tu noviecita o algo así?”
Él no tenía ni idea de que
yo sólo veía a Rosina durante unos minutos al mes. Eso era así incluso cuando
no estaba enfrascada en una guerra. Tal vez podría haberla visto más
últimamente, pues salía más de su búnker ahuevado. Pero es que su guerra era contra mi
madre. Yo no estaba nada contento con ese enfentamiento y no quería tener que
tomar partido por ninguna de ellas.
“Rosina y Mamá están
enfrentadas por el negocio del reciclaje,” le expliqué a Papá. “No tienen tiempo
para hacer otra cosa que predecir la siguiente jugarreta que se van a hacer.”
“¡Ay!” suspiró Papá con tristeza. “Sé exactamente
lo que quieres decir. Por un minuto, me había
olvidado de eso. Hace un día tan bonito, el cielo está tan guapo. Arley, ¿por
qué no vienes conmigo y me ayudas a encontrar algo que estoy buscando?”
“¿El desaparecido oro del
Rin?” pregunté. Había oído que algo había pasado con el oro, y como se dice que
quien posee el oro del Rin puede controlar el mundo, pensé que podría haber
algún problema serio.
“¡Ca!” dijo Papá, sacudiendo una mano. “Ese oro a veces cambia de
manos pero siempre acaba volviendo a su escondite original. Sí, tarde o temprano. Probablemente ya esté ahí. Estoy buscando a mi
primer amor, la valquiria Matildita.”
Al recordar viejos tiempos
con Dirk y Fritz, los dos duendes del Rin que habían visitado a mis padres,
Papá también había recordado a la novia de su adolescencia. Esta era una niña
preciosa que se estaba entrenando para ser una valquiria. Les preguntó a los
enanos que había sido de ella y su respuesta le hizo sentir que tenía que
encontrarla.
“La única información que
tengo sobre su paradero es que está en algún lugar de este bosque. Tengo una pista, pero no parece ser muy útil. ¿Ves este trocito de
pergamino?”
Papá me enseñó un trocito de pergamino que
tenía algo pintado en él.
“Esto es lo único que queda del
pergamino en el que tu abuelita escribió el hechizo que hizo que Matilde
desapareciese cuando quiso alejarla de mí. ¿Entiendes por qué tengo que
encontrarla? No he sabido nada de ella en todos estos años y estaba convencido
de que me dejó porque quiso.”
Papá no veía la utilidad de
ese cachito porque lo único que ponía en él era “la flor bien escondida.” Yo
estudié el pergamino. Las palabras que sobrevivían estaban escritas en alfabeto
rúnico. Vicentico se subió a mi hombro y lo estudió también. Nos miramos él uno
al otro y asentimos con la cabeza.
“Hay una arboleda muy
frondosa aquí cuyos árboles florecen en otoño. Deberían
estar en flor ya. No tengo ni idea de porque, pues las flores son visibles y vistosas,
pero las llaman las flores bien escondidas. Eucryphia
es el nombre de esa planta. Eso significa bien
escondida en griego.”
“¡Muy bien, Arley!” exclamó Papá, que siempre es muy rápido cuando
se trata de alabar a sus hijos, o de hecho, a cualquiera que haya hecho algo incluso
casi bien. “Estoy impresionado.”
Ya sabiendo donde ir a
buscar, no tardamos mucho en llegar hasta el lugar donde esperábamos encontrar
a Matildita, o alguna pista que nos llevase hasta ella. Mientras caminabamos
hacia el eucryphial, también llamado el ulmedo por los hojitas, Robertus nos
explicó que uno de su tribu había traído las semillas de esos árboles del
trópico de Capricornio, tal vez de Chile o de Australia.
Robertico dijo que los
hojitas siempre supieron que algo extraño ocurría en esa arboleda, pero no
estaban seguros de que iba lo que sucedía allí. La mayoría de los que se
acercaban al lugar caían dormidos en sus proximidades, pero despertaban en otro
lugar. Nadie entraba ahí dentro. Algunos volvían diciendo que
un dragón les había ahuyentado.
Los hojitas pensaban que
había algún tipo de tesoro enterrado ahí. Así
que intentaban no molestar a su guardián. Después de todo a los
hojitas no les interesan gran cosa los tesoros.
Cuando llegamos al ulmedo,
supimos que habíamos llegado por la cantidad de flores blancas que había en los
árboles, una visión extraña en otoño.
Antes de que pudiésemos
penetrar en el, el dragón del que nos había hablado Robertus salió a
recibirnos. Era un animal muy hermoso, con un bigote rizado y una cola tan
larga que podía ceñirse alrededor de todo el ulmedo como un cinturón de escamas
plateadas.
“¡Neidy!” exclamó mi
padre, reconociendo al dragón. “¿Eres tú?”
“¡Ya
era hora!” rugió el dragón. “¡Qué me aspen si no ha llegado el alto y poderoso
rey de las hadas británicas! ¡Cómo has crecido, guapito! Y envejecido también. Ya no eres ningún chavalín. Ya era hora de que te
dignases a aparecer por aquí, ¿no crees? Bien, adelante. Despierta a Matildita. Yo no me opondré.
Estoy harto de perder el tiempo aquí.”
“¡Matilde, mi vida!” gritó Papá. “¡He venido a salvarte!”
Le seguimos cuando cargó
galantemente hacia el interior del ulmedo. Allí había una urna vertical de
cristal. Un humo denso y pesado procedente de unas llamas perpetuamente
encendidas que quemaban hierbas verdes selectas mantenía a la aprendiz de valquiria
profundamente dormida. Era tan denso que al principio no podíamos verla. El
mismo dragón tiró la urna a la tierra con su cola. El fuego, que no tenía poder
más que para encender aquellas mágicas hierbas, se extinguió en cuanto le rozó
aire del exterior. La delicada esencia de la humareda se disperso en el aire
fresco de esa hermosa tarde de octubre.
Cuando vio a Matildita, Papá
corrió a ayudarla a salir a cuatro patas de la urna desplomada. Pero cuando
ella se puso de pie, vimos que existía un problema que iba a estropear
cualquier posibilidad de un reencuentro romántico. Ella era mucho menor de lo
que habíamos esperado que fuese a ser.
“¿Eres tú, Oberón?” dijo
ella. “¿Este es el aspecto que tienes ahora?”
“Sí.
¡Sí! ¿Qué edad tienes ahora,
Matilde?”
“Pues, tenía quince años
cuando me durmieron. Y he estado durmiendo durante siglos, así que debo
tener...unos once años. Supongo yo.”
Eso
era justo lo que parecía. Una niña de once años.
“Bueno,” dijo Papá, “eso
debería hacer feliz a mi mujer. Pero no sé lo que decir o hacer.”
Yo sí. A pesar de su pesada
y reluciente armadura y del grave yelmo que llevaba sobre trenzas de oro que la
llegaban a la cintura, Matildita me recordaba a mis hermanas Cardo y Brezo. Se
me ocurrió que era con ellas con quien le gustaría jugar.
“¿Por qué no la invitas a la
fiesta de Halloween de Michael O’Toora?” dije. “Puede hacerse amiga de Brezo y
Cardo allí.”
“¡Mola!”
gritó la pequeña Matildita antes de que Papá pudiese abrir la boca. Nunca he
estado en una fiesta de Halloween. Cuando llega octubre,
siempre sueño con asistir a una. ¿Puedo?”
“La solución perfecta,” murmuró
Papá, apretándome el hombro. “Gracias.” Se volvió hacía
Matildita con una gran sonrisa y exclamó jubilante,“¡Claro que puedes! Te presentaré a mis hijas.
Son de tu edad.”
“¿Puedo llevar a mi mütterchen?” preguntó la niña aplaudiendo
y dando botecitos de alegría. “Hace tanto que no me ve mi madrecita que querrá
pasar tiempo conmigo.”
“Puedes
traer a quien quieras,” dijo Papá. “Si hay alguien que cree que cuantos más
mejor, es el duende que da esta fiesta.”
“¡Uy, uy!”
Y un poco más tarde, Ula, la
mamá de Matilde, preguntó a su hija,
“¿Estás segura de que dijo eso? Porque tal y como
están las cosas, esto nos viene como agua a un campo muy seco.”
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