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miércoles, 15 de abril de 2020

153. La pista de la flor bien escondida

Un día que me sentía algo deprimido, escribí un poema. Los hojitas me vieron escribirlo y quisieron que se lo leyese. Se pusieron cómodos en una rama para escucharme recitarlo.


                                              Somos el jardín
                                              Un montón de plantas florecientes
                                              Somos el jardín
                                              Nuestros jardineros tienen pies
                                              Y presumen de tener cabeza
                                              Pero sobre todo tienen manos
                                              Un día nos declaran malas hierbas
                                              Y nos arrancan a su antojo
                                              Para plantar
                                              A otras 
                                              A las que permiten
                                              Florecer en nuestro lugar
                                              Somos el jardín
                                              Un montón de plantas indefensas
                                              En un espacio cerrado

Justo antes de que hubiese empezado a recitar, mi padre había llegado hasta allí paseando y tarareando bajito, sacudiendo una maracas, también muy bajito. Cuando vio que iba a haber una función, se quedó para verla.

                       
     
¡Uy, Arley!” dijo cuando yo había acabado. “¡Qué poema más deprimente!¿No lo habrás escrito tú?”

                        
Pero antes de que yo pudiese decir que sí, que era mío, el hojita Vicentico gritó lo más alto que pudo con su pequeña voz, “¡No! ¡Es precioso! ¡Nos ha hecho llorar!

Papá y yo nos volvimos hacia los hojitas. Había lagrimas en sus ojos. Y se alzaron como un sólo hojita y aplaudieron a rabiar. Tanto que casi tumbaron la rama en la que se encontraban.


“Este poema ha logrado que me alegre de ser una planta libre que vive en un bosque salvaje,” dijo Franciscus.

¡Tontadas!” insistió mi padre. “Se pasa igual de mal aquí fuera. ¿No tienes nada mejor que hacer, hijo? ¿Por qué estás aquí sólo?”

“No estoy sólo.” le dije. “Estoy con mis amigos los hojitas.”
                                 


¡Cierto!” exclamó Robertus, un hojita del tilo. “Puede que seamos pequeños y poco importantes pero siempre estamos aquí para los que nos necesitan.”

“No os ofendáis,” dijo Papá. “Vuestra lealtad es legendaria, lo sé. Mira, Arley, sé que Alpin se ha vuelto demasiado mayor para ti, pero…¿dónde está esa niñita de la caperuza roja que es tu noviecita o algo así?”

Él no tenía ni idea de que yo sólo veía a Rosina durante unos minutos al mes. Eso era así incluso cuando no estaba enfrascada en una guerra. Tal vez podría haberla visto más últimamente, pues salía más de su búnker ahuevado. Pero es que su guerra era contra mi madre. Yo no estaba nada contento con ese enfentamiento y no quería tener que tomar partido por ninguna de ellas.

“Rosina y Mamá están enfrentadas por el negocio del reciclaje,” le expliqué a Papá. “No tienen tiempo para hacer otra cosa que predecir la siguiente jugarreta que se van a hacer.”

 “¡Ay!” suspiró Papá con tristeza. “Sé exactamente lo que quieres decir. Por un minuto, me había olvidado de eso. Hace un día tan bonito, el cielo está tan guapo. Arley, ¿por qué no vienes conmigo y me ayudas a encontrar algo que estoy buscando?”

“¿El desaparecido oro del Rin?” pregunté. Había oído que algo había pasado con el oro, y como se dice que quien posee el oro del Rin puede controlar el mundo, pensé que podría haber algún problema serio.

¡Ca!” dijo Papá, sacudiendo una mano. “Ese oro a veces cambia de manos pero siempre acaba volviendo a su escondite original. Sí, tarde o temprano. Probablemente ya esté ahí. Estoy buscando a mi primer amor, la valquiria Matildita.”

Al recordar viejos tiempos con Dirk y Fritz, los dos duendes del Rin que habían visitado a mis padres, Papá también había recordado a la novia de su adolescencia. Esta era una niña preciosa que se estaba entrenando para ser una valquiria. Les preguntó a los enanos que había sido de ella y su respuesta le hizo sentir que tenía que encontrarla.

“La única información que tengo sobre su paradero es que está en algún lugar de este bosque. Tengo una pista, pero no parece ser muy útil. ¿Ves este trocito de pergamino?”
  


 Papá me enseñó un trocito de pergamino que tenía algo pintado en él.

“Esto es lo único que queda del pergamino en el que tu abuelita escribió el hechizo que hizo que Matilde desapareciese cuando quiso alejarla de mí. ¿Entiendes por qué tengo que encontrarla? No he sabido nada de ella en todos estos años y estaba convencido de que me dejó porque quiso.”

Papá no veía la utilidad de ese cachito porque lo único que ponía en él era “la flor bien escondida.” Yo estudié el pergamino. Las palabras que sobrevivían estaban escritas en alfabeto rúnico. Vicentico se subió a mi hombro y lo estudió también. Nos miramos él uno al otro y asentimos con la cabeza.

                            
“Hay una arboleda muy frondosa aquí cuyos árboles florecen en otoño. Deberían estar en flor ya. No tengo ni idea de porque, pues las flores son visibles y vistosas, pero las llaman las flores bien escondidas. Eucryphia es el nombre de esa planta. Eso significa bien escondida en griego.”

¡Muy bien, Arley!” exclamó Papá, que siempre es muy rápido cuando se trata de alabar a sus hijos, o de hecho, a cualquiera que haya hecho algo incluso casi bien. “Estoy impresionado.”

Ya sabiendo donde ir a buscar, no tardamos mucho en llegar hasta el lugar donde esperábamos encontrar a Matildita, o alguna pista que nos llevase hasta ella. Mientras caminabamos hacia el eucryphial, también llamado el ulmedo por los hojitas, Robertus nos explicó que uno de su tribu había traído las semillas de esos árboles del trópico de Capricornio, tal vez de Chile o de Australia.

Robertico dijo que los hojitas siempre supieron que algo extraño ocurría en esa arboleda, pero no estaban seguros de que iba lo que sucedía allí. La mayoría de los que se acercaban al lugar caían dormidos en sus proximidades, pero despertaban en otro lugar. Nadie entraba ahí dentro. Algunos volvían diciendo que un dragón les había ahuyentado.

Los hojitas pensaban que había algún tipo de tesoro enterrado ahí. Así que intentaban no molestar a su guardián. Después de todo a los hojitas no les interesan gran cosa los tesoros.


Cuando llegamos al ulmedo, supimos que habíamos llegado por la cantidad de flores blancas que había en los árboles, una visión extraña en otoño.

Antes de que pudiésemos penetrar en el, el dragón del que nos había hablado Robertus salió a recibirnos. Era un animal muy hermoso, con un bigote rizado y una cola tan larga que podía ceñirse alrededor de todo el ulmedo como un cinturón de escamas plateadas.

“¡Neidy!” exclamó mi padre, reconociendo al dragón. “¿Eres tú?”

“¡Ya era hora!” rugió el dragón. “¡Qué me aspen si no ha llegado el alto y poderoso rey de las hadas británicas! ¡Cómo has crecido, guapito! Y envejecido también. Ya no eres ningún chavalín. Ya era hora de que te dignases a aparecer por aquí, ¿no crees? Bien, adelante. Despierta a Matildita. Yo no me opondré. Estoy harto de perder el tiempo aquí.”

  
¡Matilde, mi vida!” gritó Papá. “¡He venido a salvarte!”
 
Le seguimos cuando cargó galantemente hacia el interior del ulmedo. Allí había una urna vertical de cristal. Un humo denso y pesado procedente de unas llamas perpetuamente encendidas que quemaban hierbas verdes selectas mantenía a la aprendiz de valquiria profundamente dormida. Era tan denso que al principio no podíamos verla. El mismo dragón tiró la urna a la tierra con su cola. El fuego, que no tenía poder más que para encender aquellas mágicas hierbas, se extinguió en cuanto le rozó aire del exterior. La delicada esencia de la humareda se disperso en el aire fresco de esa hermosa tarde de octubre.

Cuando vio a Matildita, Papá corrió a ayudarla a salir a cuatro patas de la urna desplomada. Pero cuando ella se puso de pie, vimos que existía un problema que iba a estropear cualquier posibilidad de un reencuentro romántico. Ella era mucho menor de lo que habíamos esperado que fuese a ser.

                         
“¿Eres tú, Oberón?” dijo ella. “¿Este es el aspecto que tienes ahora?”

“Sí. ¡Sí! ¿Qué edad tienes ahora, Matilde?”

“Pues, tenía quince años cuando me durmieron. Y he estado durmiendo durante siglos, así que debo tener...unos once años. Supongo yo.”

Eso era justo lo que parecía. Una niña de once años.

“Bueno,” dijo Papá, “eso debería hacer feliz a mi mujer. Pero no sé lo que decir o hacer.”



Yo sí. A pesar de su pesada y reluciente armadura y del grave yelmo que llevaba sobre trenzas de oro que la llegaban a la cintura, Matildita me recordaba a mis hermanas Cardo y Brezo. Se me ocurrió que era con ellas con quien le gustaría jugar.                                 
“¿Por qué no la invitas a la fiesta de Halloween de Michael O’Toora?” dije. “Puede hacerse amiga de Brezo y Cardo allí.”

 ¡Mola!” gritó la pequeña Matildita antes de que Papá pudiese abrir la boca. Nunca he estado en una fiesta de Halloween. Cuando llega octubre, siempre sueño con asistir a una. ¿Puedo?”

“La solución perfecta,” murmuró Papá, apretándome el hombro. “Gracias.” Se volvió hacía Matildita con una gran sonrisa y exclamó jubilante,“¡Claro que puedes! Te presentaré a mis hijas. Son de tu edad.”

“¿Puedo llevar a mi mütterchen?” preguntó la niña aplaudiendo y dando botecitos de alegría. “Hace tanto que no me ve mi madrecita que querrá pasar tiempo conmigo.”

“Puedes traer a quien quieras,” dijo Papá. “Si hay alguien que cree que cuantos más mejor, es el duende que da esta fiesta.”


“¡Uy, uy!”

Y un poco más tarde, Ula, la mamá de Matilde, preguntó a su hija,

                                            
“¿Estás segura de que dijo eso? Porque tal y como están las cosas, esto nos viene como agua a un campo muy seco.”

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