Había pasado un año y los Faunos Espina, Pons, Mons
y Fons, estaban en su granja limpiando sus campos antes de que cayesen las
primeras nieves. Habían cosechado sus calabazas en octubre, pero estaban
amontonando los excedentes en una pequeña caseta. Allí estarían a salvo de la
nieve y disponibles para las criaturas del bosque, que podrían llevarse las que
necesitasen cuando las necesitasen.
Michael salió del bosque y subió a la granja saludando
desde lo lejos a los faunos. Iba empujando una carretilla. Era muy difícil
empujarla cuesta arriba pues iba cargada con seis grandes sacos. Los hermanos
bajaron para ayudarle.
“Me gustaría llevarme una de esas calabazas que tenéis ahí para hacer
un pastel para Acción de Gracias. Tengo mucho que
agradecer. Voy a dejar tres sacos de almendras y otros tres de nueces en su
lugar para las criaturas del bosque, claro.”
“¿Estás agradecido porque sobreviviste a tu fiesta de Halloween?”
sonrió Mons, el fauno de pelo de oro verde.
“¡Por
supuesto!”
“Arley fue lo bastante educado como para
decirte que se había tomado la libertad de invitar a tu fiesta a la pequeña
Matildita y a su madrecita. Tú le dijiste que había hecho bien. Pero ninguno de
los dos sospechabais que estas valquirias iban a traer a sus amigos con ellas,”
dijo Pons, el fauno de pelo entre negro azabache y verde botella.
“Un ejercito de amigos,” dijo Fons, sonriendo.
“Tenías que haber visto tu cara cuando viste a quinientos soldados
armados avanzar sobre tu jardín,” dijo Pons.
“Tenías que haber visto las nuestras,” añadió Mons. “Sobre todo cuando
las valquirias llegaron planeando tras ellos montadas en sus caballos alados.”
“¡Cantando toyotoho!” se rió Fons.
“Yo me metí en la calabaza hueca más grande que había en mi jardín y me
escondí allí hasta que acabó la fiesta. ¿Qué me perdí?” dijo Michael.
“Rodaron barriles de cerveza y se pusieron a celebrar el October Fest. Con acordeones y polcas. ¡Mira!”
Fons apuntó a un corazoncito de pan de jengibre con cobertura de azúcar
rosa y la palabra Schatz escrita en
él, que colgaba de un lazo verde de alrededor de su cuello. “Pons y Mons se han
comido los suyos, pero yo he guardado el mío para mi novia.”
“No avisaron que iban a venir, pero sí dieron las gracias después de la
fiesta. La madre de la aun más pequeña Matildita me mandó una tarjeta y unas
flores. La tarjeta decía que habían compartido el Valhalla con una gente que consideraban amiga pero resultó que no
pudieron celebrar ahí de la tradicional manera germánica mientras estaba
ocupado aquel lugar por sus invitados. Estaba encantada de haber podido festejar a su
manera este octubre en lo que llamó mi jardín de la cerveza. Me agradeció lo generoso
y abierto de mente que había sido con su gente.”
“Pensamos que iba a haber bronca, pero a pesar de su cerveza y nuestro
whisky la mayoría de los guerreros difuntos pasaron la noche contándole sus
batallitas a Don Alonso y cómo habían muerto luchando y habían sido
transportados al Valhalla por las
hermosas valquirias,” dijo Fons.
“Chapó por las valquirias,” dijo Pons. “Cada vez que alguno estaba a
punto de pasarse de la raya le largaban un mamporrazo con una bandeja y allí
quedaba la cosa.”
“Todo el mundo dio tres hurras por Ula, la madre de la aun más pequeña
Matildita,” dijo Mons.
“Y otros tres por la aun mas pequeña Matildita,” dijo Fons.
“Y por Oberón,” dijo Pons, “que al fin la rescató y despertó de su
letargo. Más vale tarde que nunca.”
“Y por mí, in ausentia. Sí
que los dieron. Yo escuché esos hurras,” dijo Michael.
“Para eso sirven las mujeres,” dijo Fons Espinaroja, “para mantener el
orden.”
“Civilización,” asintió Michael. “Si las
respetas, claro. Sí, no, es la guerra y el caos lo que obtienes.”
“¿Es ese que sube hacia aquí tu primo Alpin?” preguntó Fons, mirando
hacia el bosque. “No comió ni bebió hasta que se acabó la fiesta y luego limpió
todo el lugar. Incluso los germanos estaban impresionados con lo eficiente que
fue. Se comió toda la basura en un abrir y cerrar de ojos. ¿Qué está comiendo ahora?”
Con un gesto de asco, Fons escudriñó a Alpin, que estaba subiendo la
colina pausando de vez en cuando para saborear algo que lamía de las hojas y
ramas que se encontraba por el camino.
“Las caquitas de los pájaros son como bombones para mí,” dijo Alpin
cuando llegó arriba. Llevaba un nido abandonado y caído entre las manos y demostró
que era cierto lo que decía.
“Yo no sé, pero ha pasado un año desde que el Puca convirtió a este
niño en una aspiradora adulta. Supongo que ha aprendido su
lección,” dijo Mons. “Tal vez haya una manera de romper el hechizo bajo
el que está.”
“A mi madre le encantaría eso,” dijo Alpin. “Ahora se avergüenza de mí.
Antes para nada.”
“Antes tenía razón para sentirse avergonzada,” dijo Michael “Ahora no. Pero tu madre es el espíritu de la contradicción.”
“Supongo que tenía que defenderte antes,” dijo Mons, que era uno de los
admiradores incondicionales de Aislene y siempre se ponía de su parte en cualquiera de sus muchas rencillas. “Estar
en ello siempre la hacia más fuerte. Ahora no sabe cómo luchar contra gente que
dice que Alpin es un buen tío, aunque solo lo digan para picarla.”
“Hipócritas,” dijo Fons.
“Dicen que la mancha de una mora quita la de otra. Alpin se puso malo
por comer una zarzamora envenenada después de la tercera cosecha. Tal vez se recupere si come otra ahora.”
“Preferiría morir antes que comer zarzamoras limpias. Las encuentro
repugnantes. Pero si el puca ha escupido en alguna, me la comeré si hace falta.
¿Ha estado por aquí el primo Garth mancillando las zarzamoras?”
Resultó que había unas zarzas de moras junto a la granja y los hermanos Espina
sabían que el puca Garth había protegido esos frutos a su controvertida manera.
“¡Ahí va!” dijo
Alpin, y se tragó una zarzamora mancillada.
“¡Horror!” gritaron los Faunos
y Michael, todos a una como un coro griego.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario