Al día siguiente, por la
tarde, Glorvina saco una gran mesa redonda de hierro forjado a su jardín.
Estábamos a finales de noviembre y hacía bastante frío, pero el tiempo
alrededor de la mesa era como el de mediados de primavera. Así que se podía
tomar el té ahí fuera cómodamente. Eso era precisamente lo que Glorvina pensaba
hacer con sus primas y con el Sr. Binky. Había invitado a los cuatro para que
pudiesen charlar sobre educación.
Mi madre me había dicho que
siguiese al Sr. Binky y averiguase en que acababa este encuentro y luego la
informase de esto a ella. Me daba vergüenza asistir al té sin
una invitación, así que llegué temprano para poder esconderme donde no resultaría
ser ni molesto ni conspicuo. Encontré un
lugar desde el cual podía observarlo todo junto a la valla del jardín, entre unos
acebos. Me encogí a la talla más pequeña que puedo y me senté en una hoja,
camuflado por un par de relucientes bayas rojas.
A las cinco en punto una
niebla húmeda descendió sobre el jardín, mojándome a mí al igual que a todo lo
que había en los alrededores. Una niebla meona es lo que llaman a este tipo de
fenómeno en La Mancha. Cuando
aclaró un minuto después, la vegetación alrededor de la mesa había cambiado un
poco. Ahora la mesa estaba rodeada de avellanos y el suelo cubierto de sus
hojas y frutos. Hacía un poco más de frío por la humedad, pero todavía se podía
merendar fuera.
Tres damas con el pelo rosa
ahora estaban a punto de sentarse a la mesa. Glorvina las saludó, llamando a
cada una por su nombre. Los nombres que pronunció fueron Sabática, Espiridula y
Luxviminda.
Sabática era la que más
parecía una maestra, formal y algo estirada, daba aspecto de estar en control
siempre, con su pelo de color fucsia bien peinado, una boca prieta y gafas
prominentes. En sus brazos cargaba un westie blanco y menudo pero gordito. Glorvina
también saludó al perrito y me enteré de que se llamaba Wuf MacTecla.
Espiridula tenía el pelo
largo y liso, cada cabello de un tono de rosa distinto y los más oscuros hacían
que en parte casi pareciese negro. Era una mujer con aspecto de amable, con una
voz queda y un ligero aire de tristeza. Empujaba un carrito con una pequeña
tele portátil Colocó el carro junto a su
asiento, dio una palmadita cariñosa a la tele y la retuvo junto a ella durante
toda la merienda.
El pelo de Luxviminda era de
un rosa pálido, como un tono pastel de coral. Uno de sus clarísimos ojos azules
vagaba nerviosamente por todas partes mientras que el otro permanecía clavado
en una pecera redonda en cuyo interior nadaba un pez brillante y regordete. Este
era MacMor, el salmón de sabiduría de las hermanas.
Y ahora os pediré que
perdonéis mi escocés, pues no tengo ni idea de como se habla, pero intentaré
reproducir lo que decían las hermanas tal y cómo me sonó a mí.
“Glorvina! Hoo are ye daein like?” Al decir esto debían estar preguntando a Glorvina cómo estaba.
“Brawlie! O sea, fenomenal. Os llamé porque Mungo Binky necesita
consultaros.”
“Whit’s he on aboot noo?” Creo que
preguntaban en qué andaba ahora el primer ministro.
“Educación.”
Pero antes de que Glorvina
pudiese decir más, el ojo merodeador de Luxviminda se fijó en mí.
Me preguntó, o al menos eso
creo que hizo, cuál era la razón por la que yo miraba tanto a su pez.
“No soy un peligro para él,”
la dije enseguida, asegurándola que no pensaba hacer ningún daño al salmón. Yo
era tan pequeño en ese momento que era más probable que el pez me comiese a mí
que yo a él. “Estoy aquí para espiar al Sr. Binky. Y está claro que no se me da
muy bien, por lo menos lo de pasar desapercibido. ¿Les importa?”
A la mayoría de las hadas de
los bosques no les molesta que las espíe cualquiera que no sea humano. Esto es
porque los bosques están repletos de testigos siempre presentes, como los pájaros,
los insectos, y muchas clases de espíritus, de modo que casi nunca están
totalmente solas. Pero otros tipos de hadas pueden ser quisquillosas y
ofenderse si las observan.
Afortunadamente para mí,
Glorvina me presentó a sus primas e insistió en que me sentase con ellas y
tomase un taza caliente de té negro y pan de mantequilla escocés, de ese al que
llaman puntillas de enaguas. Así que no fui fusilado al amanecer, como les
suele suceder a los espías cuando son descubiertos.
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