Aunque estaba casi oculta
tras pinos que murmuraban con el viento y cicuta con barbas de musgo, no se
podía confundir la tienda de Henbeddestyr porque tenía un enorme cartel encima
que decía: Henbeddestyr Parry, real
apotecario y herbolario de su majestad la Reina Titania y de cualquiera
que le pida consejo.
Dos cartelitos muchos más
modestos y escritos a mano se hallaban en los escaparates que había a cada lado
de la centelleante puerta de cristal.
El cartel de la derecha
decía, Tres cosas hallareis aquí y son sustento para vuestra salud, curas para
vuestras enfermedades y un hombro sobre el que llorar. El cartel de la
izquierda añadía lo siguiente: Y si venís a las doce en punto del mediodía,
también escuchareis buena música.
La tienda era de un blanco
inmaculado y luminoso. Por todas las paredes había baldas verdes con plantas en
maceteros y cestos llenos de hierbas que olían de maravilla. Raíces de ginseng
y mandrágoras colgaban de las paredes como marionetas de sus cuerdas.
Tras un largo mostrador
blanco y verde estaba Henbeddestyr en persona, un hombre alto y guapo con ojos
de un azul profundo, un cutis rojizo y una melena corta de color plata. Llevaba
bigote y una barba corta y cuidada y un aro de oro en el lóbulo de su oreja de
elfo derecha. Los botones de su bata eran de oro también y relucían como soles
diminutos. Su auxiliar, que se encontraba junto a él, llevaba un chaleco
también de un blanco impecable. Se trataba de un pequeño dragón con miles de
escamas que parecían abalorios de un verde esmeralda.
“¿Qué clase de nombre es Henbeddestyr?”
preguntó Alpin antes de que el apotecario pudiese saludarle.
“Uno tan bueno como
cualquiera,” contestó el apotecario.
“¿Pero que significa?”
“Viejo peatón.”
“¿Qué? ¿Que clase de madre llamaría a su hijo viejo peatón?”
“Una que odia los automóviles.
Su deseo era que yo jamás condujese uno y también temía que fuese atropellado.
Así que al darme este nombre esperaba que llegase a ser un viejo peatón.”
“Tu madre no es sólo mala
por darte un nombre como ese. También está loca.”
“Me aseguraré de que sepa
que eso piensas. Un crío desagradable como tú debió ser cambiado al nacer. ¿Por
qué no estoy hablando con un niño más amable?”
“¡Escucha, Viejo Peatón! Yo
soy un cliente valioso, como podrás comprobar cuando empiece a hacer mi pedido.
Así que yo no comenzaría nuestra relación por ofenderme. Y para tu información,
los niños buenos no pueden saber si sus padres les quieren o no, pero yo sí
puedo porque mis padres no me cambiaron por un niño mejor. Me he fijado en que
tienes por mancebo a tu mascota.También me he fijado en que se trata de un
dragón. Y veo que es verde. Me parece muy poco patriótico por tu parte tener un
dragón verde. Eres galés, y tu dragón debería ser rojo. Da la casualidad de que
yo estoy pensando en hacerme con un dragón. No me importaría llevarme este para
que te puedas comprar otro rojo. Claro que quiero ver sus dientes antes de
llevármelo. Y necesito comprobar que puede escupir fuego y hacer todas esas
cosas que un dragón en buena forma puede hacer. No quiero que me endilgues un
dragón impedido. ¿Tú que dices?”
“No, yo
digo,” gruñó el dragón, que empezó a cambiar de color hasta que se volvío de un
rojo rubí.
Y mientras su ayudante
cambiaba de color, Henbeddestyr apuntaba a Alpin con un dedo y lo sacudía,
advirtiéndole que de deshacerse de su dragón, nada.
“Mi nombre es Taffy,”
continuó el dragón. “Significa muy amado.
Así que no creo que se deshagan de mí. Pero sé seguro que si te acercas un poco
más a mí, reduciré tu cabeza a cenizas.”
Y Henbeddestyr asintió con
la cabeza repetidamente, pues sí, el dragón haría exáctamente eso.
“¡Ay va!” gritó Alpin. “Tu dragón es peor que un pitbull,
Henbeddestyr. ¿Tienes licencia para poseer a un animal tan feroz? ¿Qué me dices
a eso?”
“¡Te digo que son las doce!”
exclamó Henbeddestyr aplaudiendo alegremente.
Un reloj sonó para confirmar
que lo que el apotecario había dicho era cierto, y él y Taffy se pusieron a
cantar.
“’Rw’yn cofio ers dyddian am hen gymeriadau,
Yn canu baldedi mewn marchnad a ffair –”
“¿Pero que significa esto?” gritó Alpin, intentando ahogar el canto
con sus protestas.
“Significa: Oh,cómo me acuerdo de los cantantes de
baladas,que cantaban sus canciones de alegría y de dolor...,” explicó el
apotecario.
“No! No me importa un rábano lo que signifique ese guirigay. Lo que
quiero saber es que pretendéis berreando
de esa manera.”
“Es el mediodía. Las doce es
la hora del canto. Cantamos durante una hora, la del almuerzo. La música es la
comida del alma. Por eso lo hacemos. Puedes sentarte en ese banco y disfrutar
del espectáculo. Es gratis.”
“¿Qué? ¿Vais a dejar de trabajar durante una hora para meter ruido y
pretendéis que yo lo escuche?””
“Se ve que te ha entendido,
Henny,” dijo el dragón Taffy. “Si es que te explicas tan bien.”
Henbeddestyr asintió con la
cabeza y el apotecario y el dragón volvieron a ponerse a cantar.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario