“¡No!” el Sr. Parry,
frunció el ceño y fue muy rotundo en su respuesta. “Todo lo que hay aquí es...”
No pudo terminar la frase
porque sus ojos se fijaron en los de Alpin, que estaba esperando que acabase la
frase con una sonrisa.
Pero yo sé que Henbeddestyr
iba a decir que todo lo que había allí era gratis para mi hermana, porque por
casi todos es sabido que Henbeddestyr casi nunca acaba de cobrar lo que vende y
es millonario en favores que podrían ser cobrados algún día. Muchas hadas
practican el trueque, pero otras simplemente piden que se les devuelva un favor
que han hecho solamente cuando están necesitadas.
Entonces la cara de
Henbeddestyr se iluminó y regaló a Brezo su mejor sonrisa. “¿Cómo puedo
ayudarte, bonita?”
Es imposible que la gente
buena no esté encantada con Brezo. Es tan delicada como el brezo blanco y su
cabello rizado te recuerda al brezo rosa. Ella siempre está dispuesta a decir o
hacer algo amable, y hace el bien sin mirar a quién.
“Es para mi hermano. Está
esperando fuera porque es sensible a los aromas de las hierbas y no quería
sufrir un ataque de tos mientras cantabais.”
Sí, yo estaba esperando fuera junto a mis
padres y a otra de mis hermanas, Cardo.
Estábamos allí porque yo
tengo un problema que no recuerdo haber mencionado aún. Es algo de lo que mi
familia prefiere que no hable, como si va a desaparecer si se ignora. Pero yo
no veo como voy a poder seguir con estos cuentos si no revelo mi secreto
inconfesable. De todas formas no creo que pase nada aunque lo haga. Sólo es un
secreto porque todos quieren que lo sea. Nadie quiere oír hablar de ello. Mi
secreto es que tengo una alergia. Una alergia que nunca ha tenido ningún hada.
Pero es muy común entre los mortales. Tengo alergia al polen. Esto es algo
terrible para un hada porque nuestras vidas están muy ligadas a las plantas.
Pensamos que es señal de que los tiempos están cambiando. De cambios para peor.
“¡No, tú no tienes una
alergia!” mi madre negaba firmemente. “Tienes un catarro que no se acaba de
curar. Lleva malo desde la primavera. Tiene días mejores y otros peores. Di que
nos puedes ayudar, Henny.”
Henbeddestyr probablemente
no estaba muy seguro de lo que me estaba pasando. Así que para ganar tiempo
recitó otra tríada. Esta era para elogiar a mi madre.
“Tres cosas debe tener una
reina: belleza espectacular, magnificencia de mente y poderío majestuoso. Tenéis
todas las tres hasta en demasía, mi reina.”
Y con una gran reverencia la
aseguró que estaba a su disposición para lo que quisiera.
“Duerme en un coche,” dijo
mi padre, que cree que lo mejor es hablar claro y con franqueza. “Sí, tengo que
decirlo,” le dijo a mi madre. “El coche podría ser el problema. Puede haber
cogido el...virus, o lo que sea, ahí. Si escondemos detalles Hens no va a poder
ayudarnos, cariño.”
Mi padre estaba revelando
otro de los trapos sucios de mi familia. Es la política de mi madre darle a
cada hada que nace su casa ideal en cuanto cumple siete años. Se trata de casas
estupendas, hechas de granito o de ladrillos y diseñadas para colmar los deseos
de las hadas que las reciben. La pega está en que todas estas casas se hallan
en Isla Manzana, un lugar inaccesible a los mortales porque sólo las hadas
saben llegar allí y no cuentan a nadie como hacerlo.
Yo recibí mi propia casa. Pero
hay razones por las que no puedo vivir allí. Allí, todo lo que se hace es jugar
y dormir. Todo es tan hermoso y tan perfecto que casi te puedes olvidar de que
hay otros mundos mucho menos gratos. Pero yo no consigo olvidar. Así que no me
siento seguro allí. Sobre todo de noche. Tengo horribles pesadillas sobre
humanos que nos invaden y destrozan nuestra felicidad. Mis pesadillas son tan
horribles que decidí vivir entre los humanos para enfrentarme a mis miedos.
Dejé mi hogar ideal para aprender más sobre los mortales y cómo tratar con
ellos.
“Arley, ¿estás muy enfermo?”
preguntó Alpin. “Claro que he notado que toses mucho y estornudas aun más. ¿Pero
cómo de grave es? ¿Vas a morir?” Y entonces hizo la pregunta que todos temían
oír. “Si tú puedes morir, ¿también podremos morir los demás?”
“No tengo ni idea si voy a morir o no. Sólo sé
que a veces siento que soy alérgico a algo que hay en las hojas que se pudren,
y otras veces es el polen el que parece afectarme en la primavera. No creo que
sean realmente las plantas las que me están haciendo daño. Sospecho que se trata
de su reacción a la contaminación creada por los humanos. Esto empezó cuando me fui
a vivir entre ellos.”
“Por qué duermes en un
coche??” preguntó Henbeddestyr.
“No puedo pagar un alquiler
con dinero mágico. Desaparece enseguida y eso me delataría. Una señora amable
que vive sóla y cree en las hadas me deja dormir en un Rolls Royce que tiene en
su garaje. No es de ella. Su difunto marido lo solía conducir para su verdadero
dueño, que vivía en otro país y sólo lo utilizaba cuando venía de visita. El
hombre rico se quedaba en un hotel y el marido de la señora hacía de chófer
durante su estancia. Luego guardaba el coche en su garaje. Un día, el rico no
volvió a aparacer. Y ahí quedó el coche, sin que nadie lo reclamase.”
“¿Tiene polvo y telas de
araña y otra clase de porquerías como patas de pollo mordisqueadas y migas por doquier
y manchas en la tapicería de champán derramado y caviar machacuteado?” preguntó
Alpin, sintiendo que estaba haciendo preguntas muy significativas.
“No! Ese podría ser el
problema. Está limpísimo. La señora lo limpia a diario con todo lo que hay en
su carrito de la limpieza.”
“Pues duerme en un banco en
el parque como cualquier sintecho,” recetó Alpin.
“¡Gracias, misericordiosas Parcas! ¡Sigues de una pieza, Henny! He
venido corriendo en cuanto te oí murmurar coche.”
Una viejecita con el pelo
peinado a lo María Antonieta y ojos tan azules como los de Henbeddestyr entró
de golpe en la tienda y se apoyó en la puerta por la que había entrado para no
desmayarse. Toda ella temblaba y sus manos sujetaban su pecho como para impedir
que su corazón saltase de un brinco a la vista de todos.
Esta era la Sra. Aureabel Parry,
la peculiar madre de Henbeddestyr.
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