Michael y sus alumnos tenían
que entrevistar a alguien famoso para su clase de inglés. Glorvina había
sugerido que entrevistasen al Sr. Edgar Allan Poe, autor favorito de la
hermandad de banshis, que le llamaban cariñosamente el señorito Eddy.
Michael recelaba de
entrevistar al señorito Eddy. Era supersticioso y no le atraían los mundos
oscuros. Pero sus alumnos estaban entusiasmados y se documentaron extensamente
para realizar esta entrevista y para saber exactamente que preguntar al Sr.
Eddy.
Cuando yo llegué al bosque
donde habíamos quedado, Don Alonso se estaba comportando como un hipocondríaco
porque acababa de leer La Máscara de la Muerte Roja. Se había
abierto la camisa y subido las mangas y andaba buscando ronchas rojas en sus
brazos y piernas.
“Venga, Alonso, lo único que
te pasa es que te involucras demasiado en lo que lees,” le dijo Michael.
“Tápate antes de que pilles una neumonía y realmente tengas razón de sentirte
febril. Nuestra entrevista es a medianoche, pero uno nunca sabe lo que va a
tardar en llegar a otra parte asi que lo mejor será que nos vayamos hacia allí
ya mismo.”
El sol se estaba poniendo
cuando llegamos a la casa de ladrillos rojos dónde había vivido el señorito
Eddy en Baltimore. Nos quedamos de pie cerca de la puerta blanca esperando que
dieran las doce. Cuanto más oscurecía, más asustado estaba Michael.
“¡Tonterías! Eres por lo menos
tan valiente como mi ama de llaves,” le aseguró Don Alonso. “Los dos vagáis por
un antiguo campo de batalla infestado de almas de soldados violentos y
terriblemente mutilados en lo más oscuro de la noche ¿Cómo puede eso no dar más miedo que
encontrarse con un amigo a medianoche?”
Una luz se encendió de
pronto en la ventanita del ático. Todos escuchamos como la puerta se
desatrancaba. A la luz de una farola que había junto a la casa, vimos que no
tendríamos que empujar esa puerta para poder entrar. Pero llamamos de todos
modos, aunque no estábamos seguros de si eso era lo correcto en un lugar como
ese. Sancho alzó la voz y gritó “¡Gente de paz!” Esa es una manera de asegurar
a los de dentro que los que van a entrar
tienen buenas intenciones.
Como respuesta, la puerta se
abrió del todo y entramos en un lugar donde no había ni luz ni oscuridad, pero
de algún modo podíamos ver un montón de nubes, algunas compactas como sofás y
otras casi transparentes y deshilachadas, parecidas a una bruma.
“Tut
tu rut tut!”
Un ángel que brillaba ante
nosotros había sacudido sus alas, hechas de atrompetadas flores de datura en
vez de plumas, que al moverse habían producido ese inquietante clamor.
“¡Es
Israfel!” suspiré. “¡El ángel de la
música!” Y recordé con un escalofrío que escuchar su trompeta significaba
que uno estaba a punto de morir.
“Ese no era el sonido de mi
trompeta,” dijo el ángel con voz grave y melodiosa.”Ese sonido lo hacen mis
alas.”
Para demostrárnoslo,
desplegó sus alas de verdes hojas y blancas flores una vez más, produciendo el
mismo estruendo.
“Nadie morirá aquí esta
noche. Os esperan arriba. Subid a una nube oronda y os llevará allí.”
Agradecimos al ángel su
consejo y elegimos una nube adecuada que hiciese de ascensor. Nos depositó
dentro del ático.
Y allí, a la luz de una lamparita de aceite, la distinguida
figura de un caballero vestido de negro estaba escribiendo en una mesa.
El olor de café recién hecho
impregnó el aire enrarecido y vimos que junto al escritorio había una mesita
más pequeña, redonda y de ébano, sobre la que se hallaba un juego de café de
porcelana blanca con rosas rosadas, las tacitas y sus platitos peligrosamente
amontonados.
Un alarmante batir de alas
nos permitió ver el intento que hizo un cuervo negro como la noche de posarse
sobre la ardiente, humeante cafetera.
“Ay!”se quejó el cuervo,
alejándose de la tapa. “¡Nunca más!
Nada de posar sobre una cafetera. ¡Nunca
más!”
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