“Exteriorízalas. Ponlas en
papel. Escribe sobre esto. Conviértelas en literatura.” Entonces se río y dijo,
“Algunas personas parece que han podido convertir las mías en dinero. Eso hace que
las pesadillas asusten menos, ¿verdad? ¿O tal vez no? Supongo que depende de lo
mucho que te de por pensar sobre esto. La mayoría de la gente no pensaría
mucho. Sólo gastaría el dinero.”
Y para pelear contra mis
pesadillas decidí escribir unos versos. Y cuando lo había hecho, los lleve a
casa de Michael. Pero no pude enseñárselos porque el tenía sus propios planes
ese día. Estaba haciendo de canguro de Alpin y estaba a punto de llevarle a un
mercadillo. Me invitaron a ir con ellos.
Por si no sabéis lo que un
rastrillo de garaje es, os explicaré que hay un hada llamada Urraca, de moral
algo ambigua y mal vista por todos los miembros honrados del gremio de
comerciantes, que tiene una tienda enorme con forma de nido que está llena de
toda clase de cosas adquiridas de maneras sobre las que es mejor no hacer
demasiadas preguntas. Dos veces al año limpia su tienda y organiza unas rebajas
en el garaje de la misma con el objeto de deshacerse de muchos objetos y así hacer sitio para mercancía nueva. En estas ocasiones, los precios de Urraca son
tentadoramente bajos, lo que esta hada se puede permitir porque probablemente
estos objetos no la hayan costado un céntimo partido por la mitad a ella.
La mayoría de nosotros
hacemos nuestras compras en el Mercado de
Luz de Luna, centro comercial que abre todas las noches salvo las de luna
nueva. Pero cuando buscamos algo que hemos perdido misteriosamente, vamos al Nido de Urraca.
“¿Qué me vas a comprar?”
Alpin preguntó con entusiasmo a Michael.
“Sólo voy al rastrillo de
Urraca porque me han dicho que cabe la posibilidad de que encuentre allí el
zapato que perdí,” le explicó Michael.
“Ya tienes un nuevo par,”
dijo Alpin. “Un zapato te lo hiciste tú y el otro te lo hizo tu padre. Y
además mi hermana encontró uno de los zapatos que perdiste. Eso quiere decir
que tienes tres zapatos. Si es que sé contar, y sí que sé, tú tienes un zapato
más que cualquier léprecan. No necesitas tres zapatos. Sólo tienes dos pies. Insistir
en encontrar un cuarto es avaricia. Se generoso y deja que otra persona se
quede con el cuarto, Michael.”
“No, no es avaricia. Es
prudencia. Mi zapato de léprecan con sus poderes especiales no puede caer en
manos de cualquiera.”
“Sigo pensando que debes
comprar algo para mí en lugar de buscar un zapato viejo.”
“Si lo veo, no lo voy a
comprar. Lo voy a reclamar. Puedo demostrar que es mío.”
“Si ella es tan mala como
dicen, no te lo devolverá. Seguro que hay pelea. Podría resultar interesante
ver eso, pero sigo queriendo que me compres algo antes de que os matéis.
Además, si me compras algo, puede que ella no te saque los ojos con su pico por
reclamar tu zapato. Por cierto, ¿Urraca ofrece refrescos a los compradores?”
“No,” replicó Michael. “Pero
si tenemos bronca por lo del zapato, la sugeriré que lo haga.”
Para distraer a Alpin, que
estaba muy pesado con lo de que le comprasemos algo, Michael sugirió que nos
entretuviésemos cantando canciones camino del rastrillo de Urraca.
“¡Estaba
la pájara pinta sentadita en el verde limón!” cantaba Alpin camino del
rastrillo.
“¡Con
su pico recoge la hoja, con su pico recoge la flor!” continuó el
hada Polilla. Los dos habían aprendido esta canción de la Señora Estrella.
Polilla era una gran amiga
de Michael, que siempre la pedía que le acompañase cuando iba de compras. Ella
era muy pija y daba consejos muy buenos sobre lo que estaba de moda. Esto le
venía muy bien a Michael, porque él nunca sabía que comprar.
“Preferiría que no cantaseis
canciones de pájaros ahora que nos acercamos al territorio de Urraca” dijo
Michael, algo nervioso. No había hecho más que hablar cuando un señor de las
Indias Occidentales pasó por nuestro lado cantando su propia canción de
pájaros.
“¡Pájaro amarillo, ahí
arriba en lo alto del banano! ¡Pájaro amarillo, estás tan sólo como lo estoy yo!”
Se interrumpió a si mismo
para soltar una risita capciosa y tras guiñarnos un ojo siguió por su camino. Pero
antes de que pudiésemos comentar sobre lo ocurrido, dos caballeros victorianos
pasaron por nuestro lado cantando resueltamente.
“En un árbol junto al río un
parito cantaba “¡Sauce, ay, sauce!¡ Ay,
sauce!””
Saludaron a la vez con sus
sombreros a Michael y se fueron dando saltitos y sacudiendo sus bastones.
Y entonces todos escuchamos
unas risitas detrás de nosotros y nos volvimos para ver quién se reía. Y la dama Murasaki comenzó a cantar.
“¡Al ciruelo viene la curruca para
cantar toda la primavera!”
“¿Será que soy un aguafiestas?”
se preguntó Michael, todavía más incómodo por las canciones de pájaros.
“Yo puedo superar a todos,”
cacareó Alpin. Y nos ofreció algo de folclore:
“Una es tristeza,
Dos alegría,
Tres, viene una niña,
Cuatro, será niño,
Cinco, habrá boda,
Seis, lloverá oro,
Siete es un secreto que
jamás podrá ser revelado,
Ocho, un deseo cumplido,
Nueve, un beso,
Diez es un pájaro que no
puedes ignorar.
¡Urraca!”
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