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jueves, 23 de abril de 2020

34. Los temores de una madre

34. Los temores de una madre

“Esa horrible mujer lo sabía,” dijo Michael, tomando cabizbajo un sorbito de té negro de su taza humeante. “Sabía que yo estaba buscando mi zapato y por eso nos estuvo chinchando hasta que no pudimos aguantar más y nos fuimos.”


¡No!” exclamó Polilla. “Eso tú te lo imaginas. Ella es mala y ya está. Chincha a todos sus clientes.”

Estaban en la cocina de la Sra.Dulajan, merendando y comentando cómo les había ido en el rastrillo. Hasta entonces nadie había dicho palabra alguna tras abandonar aquel lugar. Salvo Alpin, que no cesaba de repetir “¿Yo tengo una casa?”

“Tú la oíste vacilarme con esas botas que me podían llevar de vuelta a Kansas. No tengo nada contra los de Kansas. El mago de Oz me es simpático. Pero no soy de Kansas.”

“Tú llevabas tu sombrero verde, pero vestías una camiseta blanca con un dibujo de un campo de maíz, bermudas verdes demasiado anchos y deportivas gastadas. Como si fueses a plantar maíz. Ella quería humillarte para que comprases ropa cara.”

"Iba a un mercadillo, no al baile de la noche de San Juan."

“¿Yo tengo una casa?” preguntó Alpin.

“Estoy convencido de que tiene mi zapato,” Michael tomó otro sorbito de té. “Es un peligro que esté en sus manos.”

“¿Yo tengo una casa?” preguntó Alpin.

“No veo por qué los léprecans pensáis que fabricáis zapatos tan estupendos. Si no saben volver a casa como las palomas mensajeras, no serán tan buenos.”

“¿Yo tengo una casa?” preguntó Alpin.

“No sé por qué la gente sigue comprándole cosas a esa horrible mujer. No hay más que oír cómo insulta a los clientes para querer evitarla. Anda que no hay tiendas con gente agradable en otras partes,”dijo Michael.

“Ofrece productos buenos que no podemos encontrar o permitirnos comprar en otra parte y nosotros estamos desesperados por conseguirlos. Ni siquiera la Sra. Parry ha dicho que iba a boicotear a Urraca cuando la cantó las cuarenta. Y vaya que si le cantó las cuarenta. ¡Estaba indignada!”

“¿Yo tengo una casa?” preguntó Alpin.

Alpin estaba sentadito en la cocina también, con un tazón de té y un plato enorme cargado de galletas de azúcar ante él. Mucho más grande que el de los demás, era.

Yo dejé de mirar a Alpin y miré en mi bolsillo en vez.


“Tengo un hueso del deseo vegetariano, Alpin. ¿Quieres que juguemos? Puedes elegir lado.”

“No intentes cambiar de tema, que te conozco. ¿Yo tengo una casa?”

Me callé y estreché la mano para coger una galleta.

“¡Pero, Arley! ¡Si tus dedos están manchados de azul!”

Me sonrojé.

“Lo siento,” dije. “Me he lavado las manos pero esto no se quita. Es tinta de un rotulador. Es que he escrito unos versos.”

La Sra. Dulajan se puso a aplaudir.

“¡Me encantaría escucharlos! ¿Puedo? ¿Por favor?

“¿Yo tengo una casa?” dijo Alpin, alzando un la voz.

Pero todos  secundaron  a la Sra. Dulajan e insistieron en oír mis versos.

“Puede que no sean muy adecuados. Van de unos miedos que tengo. Me aconsejaron que los exteriorizase y una manera era escribir un poema sobre ellos. Tal vez no queráis oir eso.”

“¿TENGO UNA CASA?” interrumpió Alpin.

Todos gritaron que sí que querían escuchar mis versos.

Muy nervioso, pero también algo emocionado, porque era la primera vez que leía en público, saqué un papelito de mi bolsillo, tosí para aclararme la garganta y me puse a leer lo que había escrito.

Tengo una pesadilla.
Noche tras noche, el Miedo
Se sienta en mi barbilla
y se inclina para mirarme a los ojos.

Si se tratase 
de algún conocido de Mamá, 
ella podría pedirle
que se largase.
Pero ella no conoce el miedo,
o es que no se dirigen la palabra.
Así que no me extrañaría nada que se quedase
y qué noche tras noche se enfundase
en mi almohada.
Y desde allí me susurrase,
quitándome el sueño,
haciendo que tema dormir.
Papá dice que no pasa nada.
Sólo tengo que reírme de él y se irá.
Pero no, no se va,
Ni despacio ni deprisa.
Se queda, y abre la boca intentando
hacer eco de mi risa,
Y a mi sólo me queda elegir
Si le prefiero amenazador o burlón.
No se va a ir.

Pensasen lo que pensasen de mi obra, cuando terminé, todo el mundo aplaudió. La Sra. Dulajan fue la más entusiasta. Sus ojos verdes se posaron sobre mi con una hechizante luz esmeralda.

“¡Qué idea más genial! ¡Y tan bien expresada! ¡Bravo! ¿Puedo ponerlo en la nevera?” Y me pidió que se lo dedicase.

“Sé que podría escribir uno muchísimo mejor para usted, si me lo permitiese,” le dije a la señorita Aislene. No sé cómo me atreví a decir eso, pero sabía que era cierto.  

“¿Tengo una casa?”

“Mamá, Alpin está cambiando de color. Se está poniendo morado.”

“¡Oh, Arley! ¿Harías eso por mí? ¡Hace tanto que nadie me dedica poemas! Pondremos los dos en la nevera. Este ahora mismo.”


Y la  Novia Diabólica se levantó y colocó mis versos en el centro de un corazón de papel rojo que había en la gigantesca nevera que ocupaba casi todo el espacio de la cocina y estaba decorada con multitud de imanes de formas y colores muy diversos. Esa nevera era un tesoro mágico que almacenaba una fuente tan inagotable de comida como la de cualquier caldero, cesto o cuerno de la abundancia. Hacia posible convivir con Alpin.

“¡Dame ese dichoso hueso del deseo, Arley!” dijo de pronto Alpin. “Voy a desear tener una casa y tú vas a desear que yo tenga una casa y así cuando tiremos de las dos puntas y se parta el hueso no importará quién tenga el lado más largo y yo no podré perder.Tendré mi propia casa. Sí o sí.”

Desolado, miré a la Sra. Dulajan. Esa no había sido mi intención al ofrecerle el hueso a Alpin. Todo lo contrario. Quería distraerlo.  
                 
“Mamá,” preguntó Fiona muy bajito, “¿es cierto que tenemos casas?”

La Sra. Dulajan respiró profundamente y luego soltó el aire muy despacio. Apoyándose en mi hombro, volvió a caer en su asiento. Parecía derrotada, como alguien que sabe que una batalla se acaba de perder.

“Temía que llegase este día.”

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