Justo antes de que pudiese
empezar a roncar, algo atravesó ruidosamente uno de los agujeros nudosos que
servían de ventanas. Demasiado cansado para levantarse y averiguar que estaba
pasando, Michael decidió ignorar lo que fuese aquello hasta la mañana
siguiente. “Espero que no me coma, sea lo que sea,” murmuró medio dormido.
Cuando se levantó por la
mañana, se le había olvidado este incidente. Después de todo, iba a estar muy
ocupado ese día.
Michael pasaba la mayor
parte del verano celebrando su cumpleaños, que era el veintisiete de julio. Daba varias
fiestas a lo largo de esta estación y ese día le tocaba celebrar con los hojitas
que vivían en las ramas de su árbol. Estaban todos invitados a una cena de
cumpleaños esa noche.
Mientras limpiaba su casa en
preparación para la cena, pensaba que le gustaría encontrar en algún rincón un
objeto que había echado en falta. No era un zapato mágico, ni el dueño de una
moneda de oro, ni nada que había estado buscando o que habitualmente se
traspapelase. Era su muy apreciada copia de la Mitología de Bulfinch.
Este libro regordete con
tapas de un verde botella adornadas con dos pequeñas manzanas de oro en una
esquina había crecido unas bonitas alas de un azul celeste. Desde entonces, se
iba volando por ahí de vez en cuando, por razones suyas, pero siempre volvía a
su lugar de honor en la librería de Michael. Esta vez, sin embargo, estaba
tardando demasiado en regresar.
“No estaba en mi casa de
Isla Manzana,” musitó Michael. “Y estoy seguro de que no se lo he prestado a
nadie últimamente. Me estoy preguntando si debería sentirme
preocupado.”
Amaba a este libro por
encima de muchos otros y siempre celebraba el cumpleaños del Sr. Bulfinch, que
es el quince de junio. Ese había sido el día en que echó el libro en falta. Él, el
libro, y Nauta siempre bebían cava a la salud del autor en esa ocasión. Sí, el
libro tenía una boquita, y unos ojos muy grandes y tiernos, aunque algo cortos
de vista. Donde iba el cava sin mojar para nada las páginas era un misterio.
Mientras barría el suelo
detrás del sofá, Michael encontró algo raro. Envuelto
en un papel magullado había un ladrillo rojo.
“¿Pero qué puede ser esto?” se
preguntó Michael. Y entonces recordó el ruido que había escuchado casi en
sueños la noche antes.
Había algo escrito en la
parte interior del papel en el que venía envuelto el ladrillo.
“Tu blog es audaz, incisivo
y un avance genuino,” leyó Michael.
Bien, pues Michael había
empezado un blog para la instrucción y diversión de sus dos alumnos. Pero...
“¿Por qué iba alguien a
lanzar un ladrillo por mi ventana para decirme que le gusta mi blog?” pensó
Michael. “Cualquiera que lee blogs sabe de seguro como enviar un comentario a
la sección que hay para esto. La nota no puede ser la razón
del ladrillazo. Tal vez esta nota ni siquiera sea para mí. ¿Pero por qué iba
dirigido a mí el ladrillo? Si lo fue, claro.”
Intentar adivinar de que iba
aquello no ayudaba nada a esclarecer el asunto, y tenía demasiado que hacer
para entretenerse en esto. Así que sacó el ladrillo fuera y lo guardó cuidadosamente
detrás de un arbusto que crecía junto a su árbol. Estaría
bien allí hasta que hiciese falta para algo.
“Les preguntaré a los hojitas si han notado algo raro anoche. Puede que sepan quién es el
responsable de esto.”
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