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jueves, 23 de abril de 2020

46. Enjaulados



Mientras Michael estaba perdiendo el tiempo a posta, intentando posponer lo de tener que capturar al facineroso del lanzaladrillos, Alpin y yo estábamos cruzando la puerta que nos llevaría a las Praderas de Miel. Pronto estábamos desayunando por segunda vez en las sidrerías. Cuando nos convertimos en las primeras personas expulsadas de ahí porque Alpin había acabado con la existencia de las rosquillas que acompañaban a la sidra, nos dirigimos a la Real Biblioteca.

Por fin vimos un cartel que parecía ser el que había visto Alpin en su sueño. Un ejemplo de grafiti feérico lo sobrevolaba. Sí, nuestro grafiti a veces no está en el mismo objeto decorado, sino revoloteando por encima o alrededor de él.  Parecía ser que originalmente el cartel indicaba la dirección a seguir para llegar a la Biblioteca del Santo Job. Pero el nombre del santo había sido tachado y el grafito decía que esa era la biblioteca de San Cascarrabias.

“Así que ahora la biblioteca pertenece a algún gruñón,” dije. “Es una señal de que algo va mal. Porque este tiene que ser el cartel que viste en tu sueño, ¿o no, Alpin?”

              
“Yo diría que sí que lo es. Retocado, pero el mismo.”

Antes de que pudiésemos proseguir, todo se volvió negro.

Un hombre alto y fuerte enfundado en un traje de color burdeos que recordaba esos que llevan los botones de hotel ató con fuerza el saco que nos había echado encima como si se tratase de una red. Lo cargó, con nosotros gritando desde dentro, hasta el hermoso edificio de piedra que era la Real Biblioteca.
 
Cuando deshizo los nudos del saco, fue para lanzarnos dentro de unas jaulas. Sí, había jaulas de loro amontonadas en una esquina de la biblioteca, iguales a las que Alpin había visto en su sueño. De oro y de loro eran.  El hombre se fue sin contestar a nuestras preguntas y protestas.

A través de grandes ventanales enmarcados en madera pintada de un alegre verde manzana, pronto le vimos rizándose el bigote antes de proseguir con el trabajo de construir un muro de ladrillos rojos alrededor de lo que tenía que ser la biblioteca del Santo Job. Porque estábamos, desde luego, en una biblioteca. Sus paredes estaban cubiertas de estanterías llenas de libros de todos los colores y tamaños. Nuestras jaulas estaban justo delante de los ventanales, porque nada había hecho el hombre para esconder el hecho de que tenía prisioneros.Y junto a la nuestra estaba la jaula con la que Alpin había soñado, la que aprisionaba al librito verde con alas azules.

Durante un rato, disfrutamos del la dorada luz de la mañana que entraba por los ventanales. Entonces se abrió una puerta y un hada viejecita entró volando y quedó suspendida en el aire junto a la puerta, mirándonos.Tenía el pelo de un gris azulado, desenfadadamente peinado en moños sujetos con lápices de colores y llevaba gafas de miope. Una chapa que lucía junto al hombro la identificaba como Mildiu Finn, real bibliotecaria.

“Tsk, tsk,” chasqueó, al vernos. Y volvió a salir volando sin que nos diese tiempo a reaccionar y pedir ayuda. Pronto la vimos fuera junto a nuestro secuestrador y su creciente muro de ladrillos rojos.


“¿Por qué estás plantando hierba encima del muro?” la escuchamos preguntar. El aire es muy puro allí y hasta los susurros llegan lejos, así que hay que cuidar lo que se dice si no se quiere ser escuchado. A ella y al hombre no parecía importarles que se oyese su conversación.


“Mira otra vez, borrica de cuatro ojos,” dijo el hombre, “o desángrate si decides aterrizar aquí.”
  
No era hierba sino cristal lo que el hombre estaba plantando encima del muro. Trozos afilados de cristal que una vez habían sido parte de botellas de un verde oscuro.

El hada viejecita se quitó las gafas y las limpió cuidadosamente con un pañuelo de seda que luego volvió a enroscarse en el cuello. Había sido lavado más de una vez, y como la seda no debe lavarse, por eso parecía limpió pero magullado y desgastado. Muy wabi sabi, como dicen los japoneses.

“Ahora no sólo enjaulas libros, Casqui,” dijo sacudiendo la cabeza con clara desaprobación. “¡Tsk, tsk!” chasqueó. “Esto tiene que parar.”

Antes de que la viejecita pudiese volver a ponerse las gafas, una tercera persona apareció en escena. Un hada extraña y extravagante, con rasgos de gallina y de serpiente que tenía una cresta en la cabeza que parecía una coronita de oro.

                          
“¡Finn! ¡Detén a tu hermana antes de que sea demasiado tarde! Está empezando a meterse donde no la llaman e interfiere demasiado con el gran trabajo que haces aquí. Si la dejas hacer, pronto no quedará ni un libro en tu biblioteca!” cloqueó y siseó por turnos.

Como un rayo, el saco cayó sobre la atónita hadita bibliotecaria. Su hermano se echó el saco al hombro, lo trajo a la biblioteca y metió a Mildiu en otra de las jaulas que guardaba ahí.

“¡Cascarrabias Finn! ¡Suéltanos ahora mismo! ¡A todos nosotros!” chilló el hada viejecita en cuanto pudo ponerse de pie, encontrar sus gafas y ver dónde estábamos.

“Estás empezando a causar demasiados problema,” él repuso. “Así que ahí te quedas, sí, ahí donde estás, tú, rata, ratona de biblioteca, tú!”

Entonces nos miró fijamente a Alpin y a mi y dijo, “Puede que se lo hagan a  otros. Pero no a mí. ¡Nadie le roba un libro a Finn!”

“¡Te he dicho mil veces que tomar prestado un libro no es lo mismo que robarlo! Para eso están aquí estos libros. Para ser prestados. La gente los devuelve cuando han terminado de leerlos,” protestó la bibliotecaria, claramente exasperada.

“¿Por qué? ¿Por qué los iban a devolver? ¿Por qué no les gustan? ¿Y si sí les gustan y deciden quedárselos? Siempre he sido un eficientísimo guardián porque no corro riesgos. ¡Ni uno de esos libros se va de esas estanterías! Y tampoco se van de las jaulas estos ladronzuelos.  

“¿Qué libro queríais leer, tesoros?” nos preguntó la viejecita volviéndose de pronto hacía nosotros. “Soy Mildiu, la bibliotecaria.”

 ¿Leer?” gritó Alpin. “¡Yo no robaría una de esas cosas cutres ni para vender para comprar comida! ¡Ni siquiera estábamos cerca de algo que se pareciese a un libraco! Estábamos a una milla de aquí mirando un cartel que señalaba el camino a la biblioteca. ¿Por cierto, este lugar tiene cafetería? Necesito tomar algo.”

“¡Leyendo el cartel!” gruño el hombre. “Podría tratarse de los vándalos que hicieron el grafito. Malas intenciones. Demasiado cerca. Sospechosos, sin duda alguna. Soy bueno porque no corro riesgos. Ningún guardián de tesoros es más cauto que yo.”

“Perdonadle, niños,” nos pidió Mildiu. “Cuando le pedí al Señor Job que le contratase para vigilar la biblioteca en su ausencia, yo sabía que no era la persona ideal para este trabajo, porque no sabe leer ni escribir y no acaba de entender lo que es un libro, y mucho menos una biblioteca. Pero quise pensar que así los libros no le distraerían de su trabajo. Nunca pensé que esto se me iba a ir de las manos. Él es mi hermano y se había quedado sin trabajo. No por culpa suya. El dueño del tesoro que guardaba decidió gastárselo. Casqui es muy bueno en su trabajo y el oro estaba todo allí cuando el dueño lo reclamó.”

Me quedo clarísimo que Cascarrabias Finn era una de esas hadas guardianas de tesoros feéricos. Las hay muy listas, pero en general sólo son duras y famosas por su beligerancia y otras cualidades aun menos comendables.

No tengo ni idea de porque no empezó a hacerlo antes, pero en ese momento Alpin decidió ponerse a gritar.

¡No puedes dejarnos aquí sin pan ni agua, carcelero indecente! ¡Pan y agua es lo menos a lo que tienen derecho los presos y cautivos y tú no nos has dado ni eso!”
                
Cascarrabias abrió la jaula de Alpin, le amordazó y volvió a cerrarla sin decir una palabra. Entonces se fue, dando un portazo tras él y habiendo hablado más en este rato que durante los pasados tres meses. Comprendí que iba a ser yo quién habría de tomar acción, pero antes de que pudiese pensar en que hacer, Mildiu Finn nos dio un consejo que nos pondría a salvo.


“Estas son jaulas a prueba de hadas. Pero no hay nada a prueba de lo que se aprende en los libros. Los tres estaremos fuera de aquí en un tris si sabéis leer. Aquí hay unos libros que quiero que leáis.”


“Mejor dáselos a Arley o puede que yo me los coma,” dijo Alpin, que ya se había comido la mitad de la mordaza.


Mildiu dio un silbido y cuatro libros ilustrados volaron desde su lugar en las estanterías y se abrieron ante mi jaula para que yo pudiese leerlos. Eran sobre escapismo.

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