Mientras Michael estaba
perdiendo el tiempo a posta, intentando posponer lo de tener que capturar al
facineroso del lanzaladrillos, Alpin y yo estábamos cruzando la puerta que nos
llevaría a las Praderas de Miel. Pronto estábamos desayunando por segunda vez
en las sidrerías. Cuando nos convertimos en las primeras personas expulsadas de
ahí porque Alpin había acabado con la existencia de las rosquillas que
acompañaban a la sidra, nos dirigimos a la Real Biblioteca.
Por fin vimos un cartel que
parecía ser el que había visto Alpin en su sueño. Un ejemplo de grafiti
feérico lo sobrevolaba. Sí, nuestro grafiti a veces no está en el mismo objeto
decorado, sino revoloteando por encima o alrededor de él. Parecía ser que originalmente el cartel
indicaba la dirección a seguir para llegar a la Biblioteca del Santo
Job. Pero el nombre del santo había sido tachado y el grafito decía que esa era
la biblioteca de San Cascarrabias.
“Así que ahora la biblioteca
pertenece a algún gruñón,” dije. “Es una señal de que algo va mal. Porque este
tiene que ser el cartel que viste en tu sueño, ¿o no, Alpin?”
“Yo diría que sí que lo es.
Retocado, pero el mismo.”
Antes de que pudiésemos
proseguir, todo se volvió negro.
Un hombre alto y fuerte enfundado
en un traje de color burdeos que recordaba esos que llevan los botones de hotel
ató con fuerza el saco que nos había echado encima como si se tratase de una
red. Lo cargó, con nosotros gritando desde dentro, hasta el hermoso edificio de
piedra que era la
Real Biblioteca.
Cuando deshizo los nudos del
saco, fue para lanzarnos dentro de unas jaulas. Sí, había jaulas de loro
amontonadas en una esquina de la biblioteca, iguales a las que Alpin había
visto en su sueño. De oro y de loro eran. El hombre se fue sin contestar a nuestras
preguntas y protestas.
A través de grandes
ventanales enmarcados en madera pintada de un alegre verde manzana, pronto le
vimos rizándose el bigote antes de proseguir con el trabajo de construir un
muro de ladrillos rojos alrededor de lo que tenía que ser la biblioteca del
Santo Job. Porque estábamos, desde luego, en una biblioteca. Sus paredes
estaban cubiertas de estanterías llenas de libros de todos los colores y
tamaños. Nuestras jaulas estaban justo delante de los ventanales, porque nada
había hecho el hombre para esconder el hecho de que tenía prisioneros.Y junto a
la nuestra estaba la jaula con la que Alpin había soñado, la que aprisionaba al
librito verde con alas azules.
Durante un rato, disfrutamos
del la dorada luz de la mañana que entraba por los ventanales. Entonces se
abrió una puerta y un hada viejecita entró volando y quedó suspendida en el
aire junto a la puerta, mirándonos.Tenía el pelo de un gris azulado,
desenfadadamente peinado en moños sujetos con lápices de colores y llevaba
gafas de miope. Una chapa que lucía junto al hombro la identificaba como Mildiu
Finn, real bibliotecaria.
“Tsk,
tsk,” chasqueó, al vernos. Y volvió a salir volando sin que nos diese tiempo a
reaccionar y pedir ayuda. Pronto la vimos fuera junto a nuestro secuestrador y
su creciente muro de ladrillos rojos.
“¿Por qué estás plantando
hierba encima del muro?” la escuchamos preguntar. El aire es muy puro allí y
hasta los susurros llegan lejos, así que hay que cuidar lo que se dice si no se
quiere ser escuchado. A ella y al hombre no parecía importarles que se oyese su
conversación.
“Mira otra vez, borrica de
cuatro ojos,” dijo el hombre, “o desángrate si decides aterrizar aquí.”
No era hierba sino cristal
lo que el hombre estaba plantando encima del muro. Trozos afilados de cristal
que una vez habían sido parte de botellas de un verde oscuro.
El hada viejecita se quitó
las gafas y las limpió cuidadosamente con un pañuelo de seda que luego volvió a
enroscarse en el cuello. Había sido lavado más de una vez, y como la seda no
debe lavarse, por eso parecía limpió pero magullado y desgastado. Muy wabi sabi, como dicen los japoneses.
“Ahora no sólo enjaulas
libros, Casqui,” dijo sacudiendo la cabeza con clara desaprobación. “¡Tsk, tsk!” chasqueó. “Esto tiene que parar.”
Antes de que la viejecita
pudiese volver a ponerse las gafas, una tercera persona apareció en escena. Un
hada extraña y extravagante, con rasgos de gallina y de serpiente que tenía una
cresta en la cabeza que parecía una coronita de oro.
“¡Finn! ¡Detén a tu hermana
antes de que sea demasiado tarde! Está empezando a meterse donde no la llaman e
interfiere demasiado con el gran trabajo que haces aquí. Si la dejas hacer,
pronto no quedará ni un libro en tu biblioteca!” cloqueó y siseó por turnos.
Como un rayo, el saco cayó
sobre la atónita hadita bibliotecaria. Su hermano se echó el saco al hombro, lo
trajo a la biblioteca y metió a Mildiu en otra de las jaulas que guardaba ahí.
“¡Cascarrabias Finn! ¡Suéltanos ahora mismo! ¡A todos nosotros!” chilló el hada viejecita en
cuanto pudo ponerse de pie, encontrar sus gafas y ver dónde estábamos.
“Estás empezando a causar
demasiados problema,” él repuso. “Así que ahí te quedas, sí, ahí donde estás,
tú, rata, ratona de biblioteca, tú!”
Entonces nos miró fijamente
a Alpin y a mi y dijo, “Puede que se lo hagan a
otros. Pero no a mí. ¡Nadie le roba un libro a Finn!”
“¡Te he dicho mil veces que
tomar prestado un libro no es lo mismo que robarlo! Para
eso están aquí estos libros. Para ser prestados. La gente los devuelve cuando
han terminado de leerlos,” protestó la bibliotecaria, claramente exasperada.
“¿Por
qué? ¿Por
qué los iban a devolver? ¿Por qué no les gustan? ¿Y
si sí les gustan y deciden quedárselos? Siempre he sido un
eficientísimo guardián porque no corro riesgos. ¡Ni uno de esos libros se va de
esas estanterías! Y tampoco se van de las jaulas estos ladronzuelos. ”
“¿Qué libro queríais leer,
tesoros?” nos preguntó la viejecita volviéndose de pronto hacía nosotros. “Soy Mildiu, la bibliotecaria.”
“¿Leer?”
gritó Alpin. “¡Yo no robaría una de esas cosas cutres ni para vender para comprar
comida! ¡Ni siquiera estábamos cerca de algo que se pareciese a un libraco! Estábamos
a una milla de aquí mirando un cartel que señalaba el camino a la biblioteca. ¿Por cierto, este lugar tiene cafetería? Necesito tomar algo.”
“¡Leyendo el cartel!” gruño
el hombre. “Podría tratarse de los vándalos que hicieron el grafito. Malas
intenciones. Demasiado cerca. Sospechosos, sin duda alguna. Soy bueno porque no
corro riesgos. Ningún guardián de tesoros es más cauto que yo.”
“Perdonadle, niños,” nos
pidió Mildiu. “Cuando le pedí al Señor Job que le contratase para vigilar la
biblioteca en su ausencia, yo sabía que no era la persona ideal para este
trabajo, porque no sabe leer ni escribir y no acaba de entender lo que es un
libro, y mucho menos una biblioteca. Pero quise pensar que así los libros no le
distraerían de su trabajo. Nunca pensé que esto se me iba a ir de las manos. Él
es mi hermano y se había quedado sin trabajo. No
por culpa suya. El dueño del tesoro que guardaba decidió gastárselo. Casqui es muy
bueno en su trabajo y el oro estaba todo allí cuando el dueño lo reclamó.”
Me quedo clarísimo que
Cascarrabias Finn era una de esas hadas guardianas de tesoros feéricos. Las hay
muy listas, pero en general sólo son duras y famosas por su beligerancia y
otras cualidades aun menos comendables.
No tengo ni idea de porque
no empezó a hacerlo antes, pero en ese momento Alpin decidió ponerse a gritar.
“¡No puedes dejarnos aquí sin pan ni agua, carcelero indecente! ¡Pan
y agua es lo menos a lo que tienen derecho los presos y cautivos y tú no nos
has dado ni eso!”
Cascarrabias abrió la jaula
de Alpin, le amordazó y volvió a cerrarla sin decir una palabra. Entonces se
fue, dando un portazo tras él y habiendo hablado más en este rato que durante
los pasados tres meses. Comprendí que iba a ser yo quién habría de tomar acción,
pero antes de que pudiese pensar en que hacer, Mildiu Finn nos dio un consejo
que nos pondría a salvo.
“Estas son jaulas a prueba
de hadas. Pero no hay nada a prueba de lo que se aprende en los libros. Los
tres estaremos fuera de aquí en un tris si sabéis leer. Aquí hay unos libros que quiero que leáis.”
“Mejor dáselos a Arley o
puede que yo me los coma,” dijo Alpin, que ya se había comido la mitad de la
mordaza.
Mildiu dio un silbido y
cuatro libros ilustrados volaron desde su lugar en las estanterías y se abrieron ante mi jaula para que yo pudiese leerlos. Eran sobre escapismo.
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