Como no queríamos que nos
volviese a atrapar el corpulento Sr. Finn, guardián absurdamente celoso de
tesoros escritos, los cuatro salimos de la biblioteca con gran sigilo.
Cuando llegamos al jardín,
vimos que estaba llegando gente de todas partes que se reunía alrededor de una
plataforma en la que se hallaba de pie el hada que parecía una serpiente y una
gallina.
Se había vestido para la
ocasión. Su cresta ahora era roja pero seguía pareciendo una coronita sobre su
pelo plumoso y amarillento. Llevaba una túnica roja y lo que podíamos ver de su
largo y serpentil cuello tenía más escamas que un dragón. También las tenía en una
cola muy larga que asomaba bajo su falda. Encima del hada colgaba un cartel que
decía Caveat Emptor. Eso está en
latín y significa Ojo con el vendedor.
Mildiu frunció el ceño. “Yo
escribí eso,” dijo. “Me pidió que escribiese algo elegante en latín para una
subasta que pensaba a celebrar en este jardín.”
Nos encogimos todo lo que
pudimos y nos escondimos como insectos entre frondosos arbustos. En susurros
indignados, Mildiu nos explicó lo que estaba pasando ahí.
“Esta desagradable mujer se
llama Basiliska. Es también guardiana de tesoros y dice ser la prometida de mi
hermano. Cierto es que le ha hechizado, pero no creo que él realmente la
interese, porque es una interesada. En cuanto encuentre alguien que la convenga
más, le partirá el corazón. Basiliska ha tenido la brillante idea de subastar
los tiempos verbales. Dice que son res
nullius, lo que significa en latín que algo no le pertenece a nadie y
cualquiera que lo coja se lo puede quedar. Dice que ha reclamado todos los
tiempos verbales para sí misma y que ahora se los puede vender al mejor postor.
Dice que merece la pena comprarlos, porque desde ahora en adelante cualquiera
que escriba o hable utilizándolos tendrá que pagar al dueño por hacer ese uso
de ellos.
Pero los tiempos verbales no
son una res nullius en absoluto. Lo
que son es de dominio público. Eso significa que nos pertenecen a todos y cualquiera
tiene derecho a utilizarlos. Ella siempre decía que iba a hacer esto de
subastarlos, pero yo nunca la creí. Pensé que sólo se trataba de una tontería
que se la había ocurrido. Pero ahí la tenéis, haciendo lo que nunca pensé que
se atrevería a hacer. Y tiene la jeta de hacerlo aquí, en un santuario de la
palabra escrita dedicada al servicio del público.”
Mildiu
pausó para sacudir la cabeza y suspirar. Entonces continuó con su discurso.
Hasta que Alpin la interrumpió.
“¿Cuánto dinero puedes
prestarme, Arley?” preguntó Alpin. “Podría ser buena idea invertir en un tiempo
verbal. ¿Cuál es el que haría más dinero?”
“No sé. Posiblemente el
pasado,” respondí. “Pero no vamos a participar en esta infamia, Alpin. Esto no es un problema personal nuestro. Esto va más allá de los
mejores intereses de todos. Voy a invocar a mis padres.
Puede que puedan parar esto.”
“Buen niño,” dijo Mildiu, y
me acarició la cabeza.
Mientras yo intentaba
concentrarme en alcanzar telepáticamente a Mamá y Papá, Mildiu y Alpin
observaban lo que estaba sucediendo, ella, con el propósito de declarar ante un
tribunal y Alpin por ver si merecía la pena participar en aquello.
Muchos de los personajes
tenebrosos del mundo de las hadas estaban ahí presentes. Basiliska había hecho una lista de personajes sin escrúpulos y los había invitado a todos. También había allí hadas inocentonas que
vivían en los jardines de la biblioteca. Quitando estas últimas, allí por ser vecinas del lugar y carentes de invitación, nadie de bien había acudido a este acto.
Jorge Tirapalante, el duende malote al que Fiona había atizado en la nariz con el zapato de Michael, fue
quién hizo la primera apuesta, incluso antes de que Basiliska abriese la
subasta. Y lo hizo sin saber siquiera por cuál de los tiempos estaba pujando.
“¡Empieza ya!” gritó
Jorge. “¡Nuestro tiempo es oro! ¡Yo ofrezco cincuenta!”
“¿Cincuenta qué?” quiso
saber Urraca del Páramo Malva, deslizándose hasta su lado.
“¡Libras
esterlinas!”
“¡Dinero
mortal!” murmuró la muchedumbre. Había hadas ahí presentes que estaban
genuinamente escandalizadas.
“¡Yo ofrezco sesenta! ¿Pero por qué estamos
pujando exactamente?” preguntó Urraca.
“Por el presente simple,”
cloqueó Basiliska. “Empezaré con ese tiempo. Sesenta, he oído
sesenta. ¿Setenta? ¿Alguien ofrece setenta?”
“Yo ofrezco dos contenedores
de esmeraldas colombianas!” cantó una voz tan melodiosa como la de una sirena.
La muchedumbre comenzó a
moverse, dejando a la vista, para nuestra sorpresa, a Lira Anadiómena, que
emergió del mar de hadas como la mejor postora. Y no había quien pudiese contra
sus pujas. Siempre mejoraba inauditamente las de los demás.
Cada vez que Lira pujaba, la
muchedumbre rugía y aplaudía. Yo no estaba seguro si la estaban apoyando o
burlándose de ella, o si simplemente odiaban a los demás participantes. Supongo
que habría de todo.
Frustrados por las
temerarias pujas de Lira, Jorge y Urraca comenzaron a insultar a la sirena.
Dijeron que como su padre era el rey de los mares, poseedor de todo lo que le apetecía robar,
ella creía que podía arruinar las posibilidades de los demás de hacer un
poquito de dinero. La llamaron hija de un vil pirata a lo grande. Dijeron todo
esto de forma mucho más maleducada de lo que lo digo yo por escrito. Lo más
suave que la llamaron fue monopolista. Y pronto empezamos a tener la sensación
de que iba a haber más que palabras.
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