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domingo, 26 de abril de 2020

5. Señora Estrella


                                      Mañana será otro día y la tuerta encontrará espárragos.                     
        
Una noche, Michael estaba vagando por un campo iluminado por la luz de la luna, buscando sus zapatos. No se trataba de un campo cualquiera.

Había habido una batalla muy sangrienta allí, en tiempos del medievo y todavía se podían encontrar rastros de esta si sabías que buscar.

Las luciérnagas se alteraron muchísimo cuando brillaron sobre una moneda muy antigua.

“¡Quién lo encuentra se lo queda! ¡Quién lo encuentra se lo queda!” piaban entusiasmadas, ya pensando en gastársela en golosinas. “¡Quién la pierda que llore!”

“Me temo que no,” dijo Michael. “Primero tenemos que intentar localizar a su dueño.”

“¡Ella dirá que es suya! ¡Sí que lo hará!” protestaron las luciérnagas.

Estaban iluminando a una ancianita vestida de negro con encaje alrededor del cuello y un cesto colgado del brazo que las miraba fijamente con un sólo ojo. Un parche negro cubría el otro.

“No, no diré eso. De hecho, digo que no lo digo,” se reía la ancianita, que se divertía viendo lo ansiosas que estaban las luciérnagas. “Pero debo decir que creo saber de quién podría ser. Hay un fantasma que a veces visita este campo. Tiene dos monedas iguales a esa en su barriga. Es bastante transparente en esa zona. Pensé que podría estar buscando sus botas, pues se las cortaron con las piernas dentro. Pero podría ser que lo que busca es esa moneda.”

“¿Anda por aquí ahora? Se lo preguntaremos directamente,” dijo Michael.

“Hay noches en las que estos campos están repletos de las almas de soldados,” dijo la viejecita. “Pero no he visto ninguna hoy.”

“Perdone que cambie de tema por un momento, pero si usted frecuenta este campo, tal vez haya visto un zapato o dos como este que llevo puesto.”

“No. Ningún zapato. Ninguno en absoluto.”

“¿Estás buscando el ojo que te falta?” preguntaron las luciérnagas con descaro. 

Michael sacudió la linterna por que estaban siendo muy impertinentes.

“Recojo espárragos,” dijo la señora sin inmutarse. “Eso es lo que hago aquí. Mi ojo está debajo del parche. Veo con él tan bien como con el otro. Pero una noche me lo arañé con una rama. Temí que iba a perderlo. Pero se curó pronto y muy bien. Mas ahora nunca vengo aquí sin un parche. Pienso que los rayos siempre caen sobre el mismo lugar y no quiero arriesgarme.”

Michael preguntó más sobre el fantasma de las monedas. Se enteró de que su nombre era Nuño Páez. Era un caballero de la Orden de Calatrava. Llevaba una túnica blanca con una cruz roja en el pecho.

“Yo te he visto a ti antes,” dijo la señora. “Tú eres el duende verde que visita a Don Alonso. Esta vez no es él el único que ve visiones. Yo también puedo verte. Así que tú no debes ser sólo producto de su imaginación, ¿verdad? Siempre hemos recelado de la imaginación del amo porque es muy abundante.”

 Michael dio su nombre y sus razón para tratar con el Hidalgo Quijano.

La ancianita dijo que ella era el ama de llaves del hidalgo y que podían llamarla Señora Estrella. Era un nombre muy bonito, y las luciérnagas así se lo hicieron saber. Como ellas relucen, les gusta todo lo que reluce. Ella dijo que ahora que estaba segura de que Don Alonso no hablaba sólo en un idioma raro, serviría chocolate cuando Michael viniese a dar sus clases de inglés. Por supuesto, las luciérnagas también querían. Chocolate, no clases, claro.
                         
 
                                                        “¡Buuu!”

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