Mañana será otro día y la
tuerta encontrará espárragos.
Una noche, Michael estaba
vagando por un campo iluminado por la luz de la luna, buscando sus zapatos. No
se trataba de un campo cualquiera.
Había habido una batalla muy
sangrienta allí, en tiempos del medievo y todavía se podían encontrar rastros
de esta si sabías que buscar.
Las luciérnagas se alteraron
muchísimo cuando brillaron sobre una moneda muy antigua.
“¡Quién
lo encuentra se lo queda! ¡Quién lo encuentra se lo queda!” piaban entusiasmadas,
ya pensando en gastársela en golosinas. “¡Quién
la pierda que llore!”
“Me temo que no,” dijo
Michael. “Primero tenemos que intentar localizar a su dueño.”
“¡Ella
dirá que es suya! ¡Sí que lo hará!” protestaron las
luciérnagas.
Estaban iluminando a una
ancianita vestida de negro con encaje alrededor del cuello y un cesto colgado
del brazo que las miraba fijamente con un sólo ojo. Un parche negro cubría el
otro.
“No, no diré eso. De hecho,
digo que no lo digo,” se reía la ancianita, que se divertía viendo lo ansiosas
que estaban las luciérnagas. “Pero debo decir que creo saber de quién podría
ser. Hay un fantasma que a veces visita este campo. Tiene dos monedas iguales a
esa en su barriga. Es bastante transparente en esa zona. Pensé que podría estar
buscando sus botas, pues se las cortaron con las piernas dentro. Pero podría
ser que lo que busca es esa moneda.”
“¿Anda por aquí ahora? Se lo
preguntaremos directamente,” dijo Michael.
“Hay noches en las que estos
campos están repletos de las almas de soldados,” dijo la viejecita. “Pero no he
visto ninguna hoy.”
“Perdone que cambie de tema
por un momento, pero si usted frecuenta este campo, tal vez haya visto un
zapato o dos como este que llevo puesto.”
“No. Ningún zapato. Ninguno
en absoluto.”
“¿Estás buscando el ojo que
te falta?” preguntaron las luciérnagas con descaro.
Michael sacudió la linterna
por que estaban siendo muy impertinentes.
“Recojo espárragos,” dijo la
señora sin inmutarse. “Eso es lo que hago aquí. Mi ojo está debajo del parche.
Veo con él tan bien como con el otro. Pero una noche me lo arañé con una rama. Temí que iba a perderlo. Pero se curó pronto y muy bien. Mas ahora nunca vengo aquí
sin un parche. Pienso que los rayos siempre caen sobre el mismo lugar y no
quiero arriesgarme.”
Michael preguntó más sobre
el fantasma de las monedas. Se enteró de que su nombre era Nuño Páez. Era un
caballero de la Orden
de Calatrava. Llevaba una túnica blanca con una cruz roja en el pecho.
“Yo te he visto a ti antes,”
dijo la señora. “Tú eres el duende verde que visita a Don Alonso. Esta vez no
es él el único que ve visiones. Yo también puedo verte. Así que tú no debes ser
sólo producto de su imaginación, ¿verdad? Siempre hemos recelado de la
imaginación del amo porque es muy abundante.”
Michael dio su nombre y sus razón para tratar
con el Hidalgo Quijano.
La ancianita dijo que ella
era el ama de llaves del hidalgo y que podían llamarla Señora Estrella. Era un
nombre muy bonito, y las luciérnagas así se lo hicieron saber. Como ellas relucen, les gusta todo lo que reluce. Ella dijo que
ahora que estaba segura de que Don Alonso no hablaba sólo en un idioma raro,
serviría chocolate cuando Michael viniese a dar sus clases de inglés. Por
supuesto, las luciérnagas también querían. Chocolate, no clases, claro.
“¡Buuu!”
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