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miércoles, 22 de abril de 2020

50. Juicio por jurado tasmano

Tras mucho discutir, se decidió que el jurado consistiría de once primos de Flor de Guisante que habían venido a visitarla desde Tasmania, Australia. Su procedencia de un lugar tan remoto garantizaría su imparcialidad. El doceavo miembro del jurado sería el mismo Sr. Binky, porque, según él, nadie había más imparcial, pues jamás había sentido prejuicios contra nadie. Además, así haría de capataz del jurado y podría explicar el procedimiento local a los extranjeros. Y una vez solucionado este tema, el juicio podía comenzar.

“¡Qué nervios!” Michael sintió un escalofrío al colocarse la peluca de defensor sobre la cabeza. “Este es mi primer caso. Me estreno como defensor. ¿Me he puesto bien la peluca? ¿De verdad tengo que llevarla? Pica un poco.”

“Hijo,” dijo Fergus MacLob O’Toora, “si pierdes este caso serás la vergüenza de tu familia. Tenlo bien presente. Te animará a ganar.”

“Ten en cuenta que si ganas este caso también serás la vergüenza de tu familia,” siseó como una víbora la Sra. Dulajan, tía de Michael, tras el hombro de su sobrino. “Recuerda que ese villano ha intentado matar de hambre a tu primo.”

“¿Seré el único al que le pasan estas cosas?” murmuró Michael, sintiéndose muy alentado por todos. “Haré lo único que puedo hacer, que es justicia.”

“¡Hacer justicia no es tu trabajo!” le chilló Fergus. “Eso es cosa de los jurados y los jueces. Lo que tú tienes que hacer es poner en libertad a ese malhechor, es decir, al acusado.”

Era realmente un caso complejo, este que iba a ser juzgado. A Cascarrabias Finn le acusaban de secuestrar a Alpin Dulajan, a Arley FitzOberon y FitzTitania y al librito alado de la Mitología de Bulfinch. Basiliska Plumapita estaba acusada de apropiarse de bienes del dominio público e intentar su venta a compradores privados. El duende malote Jorge Tirapalante tenía que responder por haber intentado comprar dichos bienes y Urraca, marchante del Páramo Malva, estaba acusada de lo mismo que Jorge. A Lira Anadiómena no la acusaron de nada porque logró convencer al fiscal de que sólo quería comprar los tiempos verbales para devolverlos al dominio público. El primer ministro la agradeció públicamente este gesto de generosidad.  

A Cascarrabias también podrían haberle acusado de acosar y lesionar a Michael y a su casa árbol, pero Michael pensó que era más rentable perdonarle que demandarlo y luego tener que defenderlo de esos mismos cargos. 

“¡Escuchad, todos escuchad! ¡Oigan, oigan! ¡Oyez, oyez, oyez!” resonó la voz de Puck, estentórea en su oficio de ujier. “El Tribunal del Reino de las Hadas abre sesión. Lo presiden los honorables jueces Titania y Oberón. El caso de hoy es el del Pueblo de las Hadas contra Cascarrabias Finn, Basiliska Plumapita, el malote Jorge Tirapalante y Urraca, marchante de Páramo Malva.”

Lo primero que hizo Michael fue pedir a la bibliotecaria Mildiu Finn que subiese al estrado como testigo presencial, pues podría mejor que nadie aclarar lo que había sucedido en la Biblioteca del Santo Job. Como defensor, Michael pensó que al tratarse de la hermana de uno de los acusados, su testimonio sería favorable para la defensa.                     
                 
                                
“Mi hermano es una persona tan ignorante como responsable,” testificó Mildiu. “No quiero decir que sea responsable de las enormidades de las que se le acusa. Por supuesto que no. Lo que quiero decir es que cuando se le asigna una tarea se la toma muy en serio y cumple siempre con su deber. En su ignorancia, ha intentado llevar a cabo las tarea de bibliotecario como lo haría el guardián de un gran tesoro. Ese siempr ha sido su auténtico oficio. No estoy diciendo que los libros no sean grandes tesoros. Como bibliotecaria vocacional que soy, conozco el valor de un libro mejor que nadie. Pero Cascarrabias no tiene ni idea de lo que es un libro porque nunca aprendió a leer ni a escribir. Para ser breve diré que este malentendido se debe a que no tenía ni idea de la naturaleza de lo que estaba protegiendo. Tomó a estos pobres chicos por ladrones y al libro alado por un desertor. Por lo tanto los puso en su lugar, o sea, en una jaula. A decir verdad la culpable aquí soy yo, porque le recomendé para este puesto, pero es que aunque yo sabía que no era culto, jamás imaginé que desempeñaría sus funciones de manera tan desafortunada. En resumen, que todo esto del secuestro es culpa mía y no de él y ruego que le absuelvan porque yo estoy dispuesta a responder de todo esto.”

“La defensa,” objetó Ernesto Dulajan, el fiscal, “está intentando haceros creer que el acusado, Cascarrabias Finn, no es un perverso secuestrador, malvado artífice de un crimen horrendo, sino sólamente un cazurro analfabeto destinado por fuerza mayor a meter la pata. Pero yo os pregunto, ¿quién en el reino de las hadas no es un cazurro analfabeto?”

“¡Protesto!” saltó Titania. “Yo no soy una cazurra analfabeta y el memo de mi marido támpoco.”

“Gracias,” dijo Oberon, “¡Cierto, muy cierto! Pero creo que tú no puedes protestar, Titania. Tú eres juez. Es el defensor el que tiene que objetar.”

“Bueno, pues por lo que a mí respecta, el defensor ha protestado,” dijo Titania. “Y yo acepto la protesta. Y digo que aunque sea verdad que la mayoría de las hadas prefieren bailar y retozar en los campos a leer, y seguro que yo debería animar a mis súbditos a leer más, pero no lo hago porque es más fácil hacerles felices si son frívolos que si empiezan a tener extrañas ideas y comienzan a molestarme con sugerencias sobre cómo hacer esto o aquello de manera novedosa, y ya tengo al Sr. Blinky para que me de la tabarra, pues no somos ignorantes. Por favor intentad comprenderme. Yo tengo que descansar, y no puedo hacerlo si me dan dolores de cabeza. Bueno, lo que quiero decir es que Oberon y yo, como el resto de las hadas, somos muy populares entre escritores y artistas y gente culta. Y nosotros también les queremos. Y les inspiramos. Y no hay un hada que sea tonta. Así que esta persona llamada Atrabiliario –“

“Se llama Cascarrabias,” la susurró mi padre.

“Ya. Bueno. Pues este tal Gruñón, debe ser la excepción que confirma la regla, porque tiene que ser único, si es que es tonto, porque las hadas no lo somos.”

El público aplaudió a Mamá. Mucho.

“Creo que ese hecho ha quedado establecido,” asintió mi padre. “No somos tontos.”

Y el publico volvió a aplaudir.

“No era mi intención ofender,” el Sr. Dulajan se excusó. “Yo también soy hada. Sólo quería dejar claro que una cosa es ser ignorante y otra ser un delincuente.”

“Pues si son dos cosas distintas y el acusado es la primera, ¿acaso no podría ser que no fuese la segunda?” sugirió Michael.

“¡No intentes confundirme, sobrino! ¡Sé lo que estoy diciendo, y tú eres un liante!” rugió el Cochero de la Muerte.

“Antes de que deje el estrado, quiero decir que es cierto que mi hermano me pidió en varias ocasiones que escribiese notas dirigidas al buen léprecán que ahora ha accedido tan generosamente a defender a mi hermano. Finn quería que el léprecan cerrase su blog porque las fotos que publicaba de libros podrían incitar a las hadas a querer leerlos. Estas podrían aparecer por la biblioteca y pretender llevarse algún libro y eso era lo que más temía. Hasta el punto de la paranoia. Lo que yo hice fue escribir notitas que elogiaban al léprecan, animándole a que siguiese con su buena labor. Como Cascarrabias no sabe leer, pensé que no se enteraría nunca de mi pequeña decepción. Lo que yo no sabía era que mi hermano tenía una manera muy violenta de hacer entrega de las notas. Jamás pensé que utilizaría su tirachinas de hasta siete leguas para hacerlas llegar a su destinatario. Así que quiero pedir perdón también por los lanzamientos de ladrillos. Pienso que yo podría haber evitado esto, porque a los ignorantes se les enseña y yo nunca me tomé la ignorancia de Cascarrabias muy en serio. Señores, yo soy la verdadera responsable del daño provocado por mi hermano. Si yo hubiese actuado de forma responsable, nada de esto hubiese ocurrido. ”
  
“Ya basta de recriminarse, señora. Calle y bájese del estrado,” ordenó el fiscal, “o acabará usted haciéndonos creer que es la culpable de la quema de Troya.”

Entonces me llamaron a testificar, pues yo era una de las victimas.

                               
Yo declaré que me lo había pasado genial siendo secuestrado.

Ente otras cosas dije que había descubierto que no soy alérgico al polvo de los libros, que es la razón por la que nunca había estado antes en la biblioteca del paciente Job. Dije que me había propuesto hacerlo a diario a partir de entonces.

También dije que lo sentía por Alpin porque está acostumbrado a que le den todo lo que pide y el Sr. Finn parecía sordo a sus quejas. Pero también dije que yo no estaba enfadado con el Sr. Finn, sino que sentía una gran lastima por él. Porque vivía en una biblioteca y no tenía la menor idea de cómo disfrutar de ella. En mi opinión, eso era un castigo más que suficiente. Ahora que Alpin estaba en libertad yo ya no sentía pena por él, sino por el Sr. Finn.

Los hojitas aplaudieron como locos al escucharme hablar con compasión del Sr. Finn.  

“Correcto, chaval, correcto!” gritaban. “¡Así se testifica!”

Y exigieron que se les dejase subir al estrado como testigos de carácter a favor del Sr. Finn.

Pero el siguiente en subir fue Alpin, a quien llamó el fiscal.

                                     
“Por culpa de ese paleto me he perdido la fiesta de mi primo Michael y otras comilonas, grandes y pequeñas. Eso debería bastar para que se la cargue ese malandrín. ¿Es qué vamos a estar aquí para siempre? ¡Quiero irme a casa y asaltar mi nevera! ¡Ahora!

“¡Si eso es lo que quieres, mi cielo, nos iremos a casa ahora mismo!” exclamó la ex-Novia Diabólica. “Y tú, Ernesto, te vienes a casa con nosotros porque quiero que nos sentemos todos juntos alrededor de la mesa para celebrar el retorno de nuestro bebé.”     

“Ya me gustaría,” dijo Ernesto Dulajan, “pero no puedo. Soy el fiscal.”

“Pues entonces que lo sea otro,” urgió Aislene.

¡Yo!” chilló el hojita llamado Vicentico, saltando ansiosamente al hombro del Sr. Dulajan y tirando de su peluca.

“Delega en esa hoja, Erni,” sugirió la Sra.Dulajan.

“Si es lo que deseas, cariño...”

¡Ahora!,” sonrió la Sra. Dulajan con un susurro profundo y prometedor. Parecía que sus labios habían besado al fiscal.

El Sr. Dulajan encogió la peluca de fiscal hasta una talla diminuta y se la entregó al joven y decidido hojita que casi se la arrancó de las manos.

“Toda tuya,” dijo Ernesto.

                                      
¡Retiro todos los cargos!” vociferó Vicentico en cuanto se puso la peluca.

“¡No tan rápido!”

El jurado de Tasmania quería pronunciarse. Los primos de Flor de Guisante no habían estado sentados ahí pacientemente atentos a todo lo que ocurría para quedarse sin intervenir. Les llevó dos minutos llegar a un veredicto.

El capataz, que era el Sr. Binky, fue quien lo leyó.


“Encontramos al acusado, Cascarrabias Finn, culpable sólo de ser un vulgar chapuzas. Encontramos a su cómplice, Basiliska, culpable de pensar más en sí misma que en lo tonto que es su prometido. ¡Menudo nong! Ella, el malote Jorge y la pájara Urraca son culpables de intento de apropiación indebida de propiedad pública delante de cientos de testigos.Y no hay quien niegue esto.”

Entonces el Sr. Binky dijo que quería añadir unas palabras. Conforme hablaba, el jurado comenzó a tararear Waltzing Matilda, bajito y suavemente.

“¡La, la, la. la, la! ¡La, la, la, la, la! ¡La la la la la la la la la la!”

 “Nada de esto hubiese ocurrido y no estaríamos aquí hoy si hubiese una escuela para educar a las hadas, tal y como siempre he recomendado que hubiese. La ignorancia es la raíz de cualquier crimen. Estoy firmemente convencido de –”

“¡Oh, cállate!” exclamó Titania. “Oberón, sentenciemos a los culpables y pongamos fin a esto. Tenemos mejores cosas que hacer.”

Los jueces condenaron a Cascarrabias Finn a ser educado por el Sr. Binky hasta que supiese lo bastante como para ser director de cualquier clase de escuela que el primer ministro pudiese crear.

Sentenciaron a Basiliska a ejercer de guardiana de los gallineros reales durante un periodo no determinado de tiempo porque se olvidaron de decir hasta cuando.

Sentenciaron al duende malote Jorge a volver de inmediato al desagradable lugar del que tenía que haber salido y no salir de ahí durante mucho tiempo.

En cuanto a Urraca, para sorpresa de todos, la sentenciaron a devolver a Michael el zapato de léprecan del que ella se había apropiado indebidamente.

También dijeron que por haber retenido el zapato a pesar de saber quién era su legítimo dueño, debería regalar a Michael algo bueno, bonito y nada barato que él mismo elegiría de entre todo lo que había en la tienda de Urraca, compensándole así por no haberle devuelto el zapato antes.

“¡A mis brazos, hijo mío! ¡Deja que te abrace!” gritó Fergus MacLob O’Toora a Michael. “Eres el orgullo y la alegría de tu familia!”

Y los hojitas formaron una piña y y sacaron a Michael en hombros del tribunal, para celebrar que Cascarrabias no había sido desterrado del mundo de las hadas. Había vítores y hurras y el público presente cantó Waltzing Matilda a pleno pulmón, cambiando un poco la letra.

"¡Dios salve al jurado que evito que ladrones de palabras nos esquilasen!
¡Dios salve a los jueces que fueron inmisericordes con ellos!
¡Dios salve a la buena gente que defendió el dominio público,
Para que todos podamos hablar libremente y gratis!"

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