“¡Qué
nervios!” Michael sintió un escalofrío al colocarse la peluca de defensor sobre
la cabeza. “Este es mi primer caso. Me estreno como
defensor. ¿Me he puesto bien la peluca? ¿De verdad tengo que llevarla? Pica un
poco.”
“Hijo,”
dijo Fergus MacLob O’Toora, “si pierdes este caso serás la vergüenza de tu
familia. Tenlo bien presente. Te animará a ganar.”
“Ten en cuenta que si ganas
este caso también serás la vergüenza de tu familia,” siseó como una víbora la Sra. Dulajan , tía de
Michael, tras el hombro de su sobrino. “Recuerda que ese villano ha intentado
matar de hambre a tu primo.”
“¿Seré el único al que le
pasan estas cosas?” murmuró Michael, sintiéndose muy alentado por todos. “Haré lo único que puedo hacer, que es justicia.”
“¡Hacer
justicia no es tu trabajo!” le chilló Fergus. “Eso es cosa de los jurados y los
jueces. Lo que tú tienes que hacer es poner en libertad a ese malhechor, es
decir, al acusado.”
Era realmente un caso
complejo, este que iba a ser juzgado. A Cascarrabias Finn le acusaban de secuestrar
a Alpin Dulajan, a Arley FitzOberon y FitzTitania y al librito alado de la Mitología de Bulfinch.
Basiliska Plumapita estaba acusada de apropiarse de bienes del dominio público
e intentar su venta a compradores privados. El duende malote Jorge Tirapalante
tenía que responder por haber intentado comprar dichos bienes y Urraca, marchante del
Páramo Malva, estaba acusada de lo mismo que Jorge. A Lira Anadiómena no la
acusaron de nada porque logró convencer al fiscal de que sólo quería comprar
los tiempos verbales para devolverlos al dominio público. El primer ministro la
agradeció públicamente este gesto de generosidad.
A Cascarrabias también
podrían haberle acusado de acosar y lesionar a Michael y a su casa árbol, pero
Michael pensó que era más rentable perdonarle que demandarlo y luego tener que
defenderlo de esos mismos cargos.
“¡Escuchad,
todos escuchad! ¡Oigan, oigan! ¡Oyez, oyez,
oyez!” resonó la voz de Puck, estentórea en su oficio de ujier. “El Tribunal
del Reino de las Hadas abre sesión. Lo presiden los honorables jueces Titania y
Oberón. El caso de hoy es el del Pueblo de las Hadas contra Cascarrabias Finn,
Basiliska Plumapita, el malote Jorge Tirapalante y Urraca, marchante de Páramo
Malva.”
Lo primero que hizo Michael
fue pedir a la bibliotecaria Mildiu Finn que subiese al estrado como testigo
presencial, pues podría mejor que nadie aclarar lo que había sucedido en la Biblioteca del Santo
Job. Como defensor, Michael pensó que al tratarse de la hermana de uno de los
acusados, su testimonio sería favorable para la defensa.
“Mi hermano es una persona
tan ignorante como responsable,” testificó Mildiu. “No quiero decir que sea
responsable de las enormidades de las que se le acusa. Por
supuesto que no. Lo que quiero decir es que cuando se le asigna una tarea se la toma muy
en serio y cumple siempre con su deber. En su ignorancia, ha intentado llevar a
cabo las tarea de bibliotecario como lo haría el guardián de un gran tesoro. Ese siempr ha sido su auténtico oficio. No estoy diciendo que los
libros no sean grandes tesoros. Como bibliotecaria vocacional que soy, conozco
el valor de un libro mejor que nadie. Pero Cascarrabias no tiene ni idea de lo
que es un libro porque nunca aprendió a leer ni a escribir. Para ser breve diré
que este malentendido se debe a que no tenía ni idea de la naturaleza de lo que
estaba protegiendo. Tomó a estos pobres chicos por ladrones y al libro alado
por un desertor. Por lo tanto los puso en su lugar, o sea, en una jaula. A
decir verdad la culpable aquí soy yo, porque le recomendé para este puesto,
pero es que aunque yo sabía que no era culto, jamás imaginé que desempeñaría
sus funciones de manera tan desafortunada. En resumen, que todo esto del
secuestro es culpa mía y no de él y ruego que le absuelvan porque yo estoy
dispuesta a responder de todo esto.”
“La defensa,” objetó Ernesto
Dulajan, el fiscal, “está intentando haceros creer que el acusado, Cascarrabias
Finn, no es un perverso secuestrador, malvado artífice de un crimen horrendo,
sino sólamente un cazurro analfabeto destinado por fuerza mayor a meter la
pata. Pero yo os pregunto, ¿quién en el reino de las hadas no es un cazurro
analfabeto?”
“¡Protesto!” saltó Titania.
“Yo no soy una cazurra analfabeta y el memo de mi marido támpoco.”
“Gracias,” dijo Oberon, “¡Cierto,
muy cierto! Pero creo que tú no puedes protestar, Titania. Tú eres juez. Es el defensor el que tiene que objetar.”
“Bueno, pues por lo que a mí
respecta, el defensor ha protestado,” dijo Titania. “Y yo acepto la protesta. Y
digo que aunque sea verdad que la mayoría de las hadas prefieren bailar y
retozar en los campos a leer, y seguro que yo debería animar a mis súbditos a
leer más, pero no lo hago porque es más fácil hacerles felices si son frívolos
que si empiezan a tener extrañas ideas y comienzan a molestarme con sugerencias
sobre cómo hacer esto o aquello de manera novedosa, y ya tengo al Sr. Blinky
para que me de la tabarra, pues no somos ignorantes. Por
favor intentad comprenderme. Yo tengo que descansar, y no puedo hacerlo si me
dan dolores de cabeza. Bueno, lo que quiero decir es que Oberon y yo, como
el resto de las hadas, somos muy populares entre escritores y artistas y gente
culta. Y nosotros también les queremos. Y les inspiramos. Y
no hay un hada que sea tonta. Así que esta persona llamada Atrabiliario –“
“Se llama Cascarrabias,” la
susurró mi padre.
“Ya. Bueno. Pues este tal
Gruñón, debe ser la excepción que confirma la regla, porque tiene que ser
único, si es que es tonto, porque las hadas no lo somos.”
El público aplaudió a Mamá. Mucho.
“Creo que ese hecho ha
quedado establecido,” asintió mi padre. “No somos tontos.”
Y el publico volvió a
aplaudir.
“No era mi intención
ofender,” el Sr. Dulajan se excusó. “Yo también soy hada. Sólo quería dejar
claro que una cosa es ser ignorante y otra ser un delincuente.”
“Pues si son dos cosas
distintas y el acusado es la primera, ¿acaso no podría ser que no fuese la
segunda?” sugirió Michael.
“¡No
intentes confundirme, sobrino! ¡Sé lo que estoy diciendo, y tú eres un liante!” rugió el
Cochero de la Muerte.
“Antes de que deje el
estrado, quiero decir que es cierto que mi hermano me pidió en varias ocasiones
que escribiese notas dirigidas al buen léprecán que ahora ha accedido tan
generosamente a defender a mi hermano. Finn quería que el léprecan cerrase su
blog porque las fotos que publicaba de libros podrían incitar a las hadas a
querer leerlos. Estas podrían aparecer por la biblioteca y pretender llevarse
algún libro y eso era lo que más temía. Hasta el punto de la
paranoia. Lo que yo hice fue escribir notitas que elogiaban al léprecan,
animándole a que siguiese con su buena labor. Como Cascarrabias no sabe
leer, pensé que no se enteraría nunca de mi pequeña decepción. Lo que yo no
sabía era que mi hermano tenía una manera muy violenta de hacer entrega de las
notas. Jamás pensé que utilizaría su tirachinas de hasta siete leguas para
hacerlas llegar a su destinatario. Así que quiero pedir perdón también por los
lanzamientos de ladrillos. Pienso que yo podría haber evitado esto, porque a
los ignorantes se les enseña y yo nunca me tomé la ignorancia de Cascarrabias
muy en serio. Señores, yo soy la verdadera responsable del daño provocado por
mi hermano. Si yo hubiese actuado de forma responsable, nada de esto hubiese
ocurrido. ”
“Ya basta de recriminarse, señora.
Calle y bájese del estrado,” ordenó el fiscal, “o acabará usted haciéndonos
creer que es la culpable de la quema de Troya.”
Entonces me llamaron a
testificar, pues yo era una de las victimas.
Yo declaré que me lo había
pasado genial siendo secuestrado.
Ente otras cosas dije que
había descubierto que no soy alérgico al polvo de los libros, que es la razón
por la que nunca había estado antes en la biblioteca del paciente Job. Dije que
me había propuesto hacerlo a diario a partir de entonces.
También dije que lo sentía
por Alpin porque está acostumbrado a que le den todo lo que pide y el Sr. Finn
parecía sordo a sus quejas. Pero también dije que yo no estaba enfadado con el
Sr. Finn, sino que sentía una gran lastima por él. Porque vivía en una
biblioteca y no tenía la menor idea de cómo disfrutar de ella. En mi opinión,
eso era un castigo más que suficiente. Ahora que Alpin estaba en libertad yo ya
no sentía pena por él, sino por el Sr. Finn.
Los hojitas aplaudieron como
locos al escucharme hablar con compasión del Sr. Finn.
“Correcto, chaval, correcto!” gritaban. “¡Así se testifica!”
Y exigieron que se les
dejase subir al estrado como testigos de carácter a favor del Sr. Finn.
Pero el siguiente en subir
fue Alpin, a quien llamó el fiscal.
“Por culpa de ese paleto me he
perdido la fiesta de mi primo Michael y otras comilonas, grandes y pequeñas. Eso debería bastar para que se la cargue ese malandrín. ¿Es qué vamos a
estar aquí para siempre? ¡Quiero irme a casa y asaltar mi nevera! ¡Ahora!”
“¡Si eso es lo que quieres,
mi cielo, nos iremos a casa ahora mismo!” exclamó la ex-Novia Diabólica. “Y tú,
Ernesto, te vienes a casa con nosotros porque quiero que nos sentemos todos juntos
alrededor de la mesa para celebrar el retorno de nuestro bebé.”
“Ya me gustaría,” dijo
Ernesto Dulajan, “pero no puedo. Soy el fiscal.”
“Pues entonces que lo sea
otro,” urgió Aislene.
“¡Yo!” chilló el hojita llamado Vicentico, saltando ansiosamente al
hombro del Sr. Dulajan y tirando de su peluca.
“Delega en esa hoja, Erni,”
sugirió la Sra.Dulajan .
“Si es lo que deseas, cariño...”
“¡Ahora!,” sonrió la Sra. Dulajan
con un susurro profundo y prometedor. Parecía que sus labios habían besado al
fiscal.
El Sr. Dulajan encogió la
peluca de fiscal hasta una talla diminuta y se la entregó al joven y decidido
hojita que casi se la arrancó de las manos.
“Toda
tuya,” dijo Ernesto.
“¡Retiro todos los cargos!” vociferó
Vicentico en cuanto se puso la peluca.
“¡No tan rápido!”
El jurado de Tasmania quería
pronunciarse. Los primos de Flor de Guisante no habían estado sentados ahí
pacientemente atentos a todo lo que ocurría para quedarse sin intervenir. Les llevó dos minutos llegar a un veredicto.
El capataz, que era el Sr. Binky,
fue quien lo leyó.
“Encontramos al acusado, Cascarrabias
Finn, culpable sólo de ser un vulgar chapuzas. Encontramos a su cómplice,
Basiliska, culpable de pensar más en sí misma que en lo tonto que es su
prometido. ¡Menudo nong! Ella, el
malote Jorge y la pájara Urraca son culpables de intento de apropiación
indebida de propiedad pública delante de cientos de testigos.Y no hay quien niegue esto.”
Entonces el Sr. Binky dijo
que quería añadir unas palabras. Conforme hablaba, el jurado comenzó a tararear
Waltzing Matilda, bajito y suavemente.
“¡La, la, la. la, la! ¡La,
la, la, la, la! ¡La la la la la la la la la la!”
“Nada de esto hubiese ocurrido y no estaríamos
aquí hoy si hubiese una escuela para educar a las hadas, tal y como siempre he
recomendado que hubiese. La ignorancia es la raíz de
cualquier crimen. Estoy firmemente convencido de –”
“¡Oh,
cállate!” exclamó Titania. “Oberón, sentenciemos a los culpables y pongamos fin
a esto. Tenemos mejores cosas que hacer.”
Los jueces condenaron a
Cascarrabias Finn a ser educado por el Sr. Binky hasta que supiese lo bastante
como para ser director de cualquier clase de escuela que el primer ministro
pudiese crear.
Sentenciaron a Basiliska a
ejercer de guardiana de los gallineros reales durante un periodo no determinado
de tiempo porque se olvidaron de decir hasta cuando.
Sentenciaron al duende
malote Jorge a volver de inmediato al desagradable lugar del que tenía que
haber salido y no salir de ahí durante mucho tiempo.
En cuanto a Urraca, para
sorpresa de todos, la sentenciaron a devolver a Michael el zapato de léprecan
del que ella se había apropiado indebidamente.
También dijeron que por
haber retenido el zapato a pesar de saber quién era su legítimo dueño, debería
regalar a Michael algo bueno, bonito y nada barato que él mismo elegiría de
entre todo lo que había en la tienda de Urraca, compensándole así por no
haberle devuelto el zapato antes.
“¡A
mis brazos, hijo mío! ¡Deja que te abrace!” gritó Fergus MacLob O’Toora
a Michael. “Eres el orgullo y la alegría de tu familia!”
Y los hojitas formaron una
piña y y sacaron a Michael en hombros del tribunal, para celebrar que
Cascarrabias no había sido desterrado del mundo de las hadas. Había vítores y
hurras y el público presente cantó Waltzing
Matilda a pleno pulmón, cambiando un poco la letra.
"¡Dios salve al jurado que evito que ladrones de palabras nos esquilasen!
¡Dios salve a los jueces que fueron inmisericordes con ellos!
¡Dios salve a la buena gente que defendió el dominio público,
Para que todos podamos hablar libremente y gratis!"
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