¡Pues a
Michael, jugando al polo acuático con unos delfines!
Por supuesto que arruinamos
sus vacaciones. Alpin se zampó la tarta de cumpleaños que Michael tenía preparada
para celebrar su cumple con los delfines y se puso a exigir más comida. Michael
nos aconsejó que volviésemos a casa si es que queríamos algo más que algas. Lo
intentamos. Pero no hubo manera de encontrar el agujerito del desagüe por el
que salimos.
Alpin
empezó a desfallecer, o a fingir que desfallecía, y tuvimos que nadar hasta la
isla más cercana arrastrándole tras nosotros.
Una vez en tierra, se
recuperó solo lo suficiente para ordenar a su nuevo guardaespaldas que buscase
comida para él.
El Sr. Finn es
extraordinariamente ágil para su edad o para cualquier edad y trepó por los
cocoteros sin apenas esfuerzo. Saltaba de uno a otro tirando abajo cocos con
una habilidad que hubiese sido la envidia de los nativos si le hubiesen visto. Y hablando de los nativos...
Cuando el Sr. Finn bajó de
un salto de los árboles, se cortó el pie con un trozo de cristal que había en
la arena. Miramos a nuestro alrededor y nos dimos cuenta de que el suelo estaba
lleno de pedazos de espejos rotos. Antes de que Michael gritase que teníamos
que irnos de esa isla antes de que se pusiese el sol, yo recordé una historia
que me había contado mi padre sobre un pueblo terco y de mente estrecha que
estaba empeñado en pasar a la historia como el más cazurro de ambos mundos.
“¿Es esta la isla de los
Chichones?” pregunté.
“Podrías apostar tus botas
si las llevases puestas y no las perdería,” me contestó Michael. “Y ten cuidado
donde pisas, que llevas calzado. Alpin, lo siento, pero no puedes seguir
comiendo cocos y plátanos. Tenemos que salir de aquí mientras sea posible
hacerlo, así que levántate de esa duna sobre la que estás tumbado.”
La decadencia de los
chichones comenzó un día malhadado en el que decidieron pelearse con el sol.
Hasta entonces habían vivido felizmente en su isla, visitada por muchos
turistas. El lugar estaba lleno de flores exóticas y frutas tropicales. Los
nativos adoraban al sol, que hacía que todo floreciese y ellos prosperasen.
Celebraban festivales de interés cultural y turístico durante los que bailaban
blandiendo espejos que reflejaban los rayos del sol.
Pero un día un hombre
inseguro y vanidoso que tenía gran influencia sobre el resto de su tribu tuvo
celos del Sol. Era muy envidioso y sospechoso y siempre tenía que ser el centro
de la atención de todos. Cuando vio cómo el Sol se multiplicaba en los espejos
durante los festivales celebrados en su honor y escuchó los cánticos de
admiración y agradecimiento que le dedicaban los nativos, palideció de envidia
y pensó que él, y solamente él, debería ser receptor de todo ese aprecio. Sabía
que no tenía poder para lograr que los nativos le adorasen, pero había algo que
sí podía hacer. Podía indisponer a su gente con el Sol.
Una semana antes del que iba
a ser el último de estos festivales invitó al Sol a bajar del cielo y tomar
parte en un almuerzo ceremonial en su honor.
“No puedo,” contestó el Sol.
“Me temo que eso es imposible.”
El hombre fingió estar muy
ofendido. Le dijo a su gente que el Sol era altivo y soberbio y se creía
demasiado bueno para alternar con los isleños.
“No es eso,” les explicó el
Sol. “Es que sólo soy una bola de fuego y si bajase del cielo quemaría todo la
isla.”
El hombre envidioso convenció
a los demás de que el Sol les estaba amenazando. Dijo que el Sol era tan
arrogante que resultaba demasiado grande para el cielo en el que brillaba. Iba a expandirse hasta arrasar con toda la isla.
“Ahora que sabemos lo que
piensa de nosotros, quiere destruirnos,”dijo el mal hombre, “pero somos
nosotros los que le vamos a destruir a él.”
Los isleños rompieron todos
los espejos que había en la isla para que nunca volviesen a reflejar los rayos
del Sol, provocando con este acto insensato, miles de años de mala suerte.
También comenzaron a lanzar
piedras al cielo intentando dar al Sol, pero estas nunca le alcanzaron. Presas
de la gravedad, volvían a caer, a veces atizando a los que las habían lanzado. Así
es como los nativos adquirieron los primeros de los muchos chichones que les
iban a caracterizar y acabarían por dar nombre a su raza.
El hombre celoso estaba
encantado con lo que estaba sucediendo, pero fingió estar más airado que nunca
y convenció a los nativos para que
hablasen con el Viento y le pidiesen que apagase al Sol de un soplido.
“No puedo apagar al Sol,”
dijo el Viento. “No tengo tanta fuerza. Lo más que puedo hacer es cubrirlo con
unas nubes durante un tiempo.”
“Hazlo,” dijo mal hombre. “Si no puede
brillar, quizás se deprima y muera de pena. Es tan presumido que seguro que se
hundirá y extinguirá al no poder lucirse.”
El Viento complació a los
chichones durante un tiempo, pero tenía mejores cosas que hacer y no podía
dedicar su vida a cargarse al Sol, que después de todo nada malo le había hecho
a él. Así que el Sol volvió a brillar sobre la isla.
Pero la guerra no había
acabado. Para los Chichones, sólo acababa de empezar.
Los chichones reaccionaron
publicando un edicto que declaraba que el Sol había dejado de existir. Todos
tenían la obligación de ignorarle y adorar a la Luna en vez. Lapidarían a cualquiera que tuviese
que ver con el Sol.
Así que ahora los chichones
bailaban a la luz de la luna y canturreaban “¡O
dulce y brillante Majestad! ¡No hay luz cómo la tuya! Nadie brilla como tú! ¡Sólo
nosotros somos tus iguales en belleza!”
El odio que sentían los
chichones por la luz crecía cada día. Comenzaron a vivir de noche, y jamás
encendían fuegos porque estos les recordaban a su enemigo odiado, el Sol. Rara
vez salían de día, y entonces siempre con los ojos vendados. El resultado de
esto fueron más golpes y más chichones. Perdieron montones de neuronas y se
volvieron cada vez más tontos. Pero como se negaban a admitir que se estaban
portando como unos insensatos y no tomaban medidas para paliar sus problemas
como hacen los que padecen de cegueras físicas, sus cuerpos se llenaron de
llagas y heridas y quistes y queloides. Su
piel era de un blanco enfermizo ahí donde no estaba morada o roja. Pero esto
les importaba un bledo. Insistían en que su piel era bella como la de la luna,
que era prima inter pares, pero su igual en todo. El hecho de que la Luna
se avergonzase de sus admiradores y nunca bajase a cenar con ellos no les
parecía molestar.
Alpin intentó comerse lo más
rápidamente posible todos los cocos y
plátanos y demás frutas que había recolectado para él Cascarrabias. Pero como
ya era tarde por la tarde cuando llegamos, el sol pronto se estaba poniendo. En
cuanto el cielo se volvió de un rojo glorioso, escuchamos revolverse a los
nativos. En cuanto el sol cayó, aparecieron por toda la playa, sus ojos todavía
vendados, para asegurarse de que no verían ni el último de los rayos del astro.
Sigilosamente, Michael nos
hizo una señal para que subiésemos a bordo de un barquito que había en la
playa. Y escapamos justo a tiempo, porque no hicimos más que izar la vela
cuando algunos de los chichones se quitaron las vendas de los ojos y viendo que
un bulto negro se alejaba de la costa comenzaron a lanzar piedras hacia
nosotros. Eso es cómo los chichones ahora tratan a sus
visitas. ¡Y eso que aún no sabían que no quedaban cocos en la isla gracias a
Alpin!
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