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miércoles, 22 de abril de 2020

55. Isla Chichones

A algún lugar en medio del océano, eso fue donde fuimos a parar cuando escapamos nadando por el desagüe de la piscina. ¿Y a quién nos encontramos ahí? 


¡Pues a Michael, jugando al polo acuático con unos delfines!

Por supuesto que arruinamos sus vacaciones. Alpin se zampó la tarta de cumpleaños que Michael tenía preparada para celebrar su cumple con los delfines y se puso a exigir más comida. Michael nos aconsejó que volviésemos a casa si es que queríamos algo más que algas. Lo intentamos. Pero no hubo manera de encontrar el agujerito del desagüe por el que salimos.

Alpin empezó a desfallecer, o a fingir que desfallecía, y tuvimos que nadar hasta la isla más cercana arrastrándole tras nosotros.

Una vez en tierra, se recuperó solo lo suficiente para ordenar a su nuevo guardaespaldas que buscase comida para él.


El Sr. Finn es extraordinariamente ágil para su edad o para cualquier edad y trepó por los cocoteros sin apenas esfuerzo. Saltaba de uno a otro tirando abajo cocos con una habilidad que hubiese sido la envidia de los nativos si le hubiesen visto. Y hablando de los nativos...

Cuando el Sr. Finn bajó de un salto de los árboles, se cortó el pie con un trozo de cristal que había en la arena. Miramos a nuestro alrededor y nos dimos cuenta de que el suelo estaba lleno de pedazos de espejos rotos. Antes de que Michael gritase que teníamos que irnos de esa isla antes de que se pusiese el sol, yo recordé una historia que me había contado mi padre sobre un pueblo terco y de mente estrecha que estaba empeñado en pasar a la historia como el más cazurro de ambos mundos.

“¿Es esta la isla de los Chichones?” pregunté.

“Podrías apostar tus botas si las llevases puestas y no las perdería,” me contestó Michael. “Y ten cuidado donde pisas, que llevas calzado. Alpin, lo siento, pero no puedes seguir comiendo cocos y plátanos. Tenemos que salir de aquí mientras sea posible hacerlo, así que levántate de esa duna sobre la que estás tumbado.”

La decadencia de los chichones comenzó un día malhadado en el que decidieron pelearse con el sol. Hasta entonces habían vivido felizmente en su isla, visitada por muchos turistas. El lugar estaba lleno de flores exóticas y frutas tropicales. Los nativos adoraban al sol, que hacía que todo floreciese y ellos prosperasen. Celebraban festivales de interés cultural y turístico durante los que bailaban blandiendo espejos que reflejaban los rayos del sol.

             
Pero un día un hombre inseguro y vanidoso que tenía gran influencia sobre el resto de su tribu tuvo celos del Sol. Era muy envidioso y sospechoso y siempre tenía que ser el centro de la atención de todos. Cuando vio cómo el Sol se multiplicaba en los espejos durante los festivales celebrados en su honor y escuchó los cánticos de admiración y agradecimiento que le dedicaban los nativos, palideció de envidia y pensó que él, y solamente él, debería ser receptor de todo ese aprecio. Sabía que no tenía poder para lograr que los nativos le adorasen, pero había algo que sí podía hacer. Podía indisponer a su gente con el Sol.

Una semana antes del que iba a ser el último de estos festivales invitó al Sol a bajar del cielo y tomar parte en un almuerzo ceremonial en su honor.

“No puedo,” contestó el Sol. “Me temo que eso es imposible.”

El hombre fingió estar muy ofendido. Le dijo a su gente que el Sol era altivo y soberbio y se creía demasiado bueno para alternar con los isleños.

“No es eso,” les explicó el Sol. “Es que sólo soy una bola de fuego y si bajase del cielo quemaría todo la isla.”

El hombre envidioso convenció a los demás de que el Sol les estaba amenazando. Dijo que el Sol era tan arrogante que resultaba demasiado grande para el cielo en el que brillaba. Iba a expandirse hasta arrasar con toda la isla.

“Ahora que sabemos lo que piensa de nosotros, quiere destruirnos,”dijo el mal hombre, “pero somos nosotros los que le vamos a destruir a él.”
                      

Los isleños rompieron todos los espejos que había en la isla para que nunca volviesen a reflejar los rayos del Sol, provocando con este acto insensato, miles de años de mala suerte.

También comenzaron a lanzar piedras al cielo intentando dar al Sol, pero estas nunca le alcanzaron. Presas de la gravedad, volvían a caer, a veces atizando a los que las habían lanzado. Así es como los nativos adquirieron los primeros de los muchos chichones que les iban a caracterizar y acabarían por dar nombre a su raza.

           

El hombre celoso estaba encantado con lo que estaba sucediendo, pero fingió estar más airado que nunca y convenció a los nativos para  que hablasen con el Viento y le pidiesen que apagase al Sol de un soplido.

“No puedo apagar al Sol,” dijo el Viento. “No tengo tanta fuerza. Lo más que puedo hacer es cubrirlo con unas nubes durante un tiempo.”

 “Hazlo,” dijo mal hombre. “Si no puede brillar, quizás se deprima y muera de pena. Es tan presumido que seguro que se hundirá y extinguirá al no poder lucirse.”

El Viento complació a los chichones durante un tiempo, pero tenía mejores cosas que hacer y no podía dedicar su vida a cargarse al Sol, que después de todo nada malo le había hecho a él. Así que el Sol volvió a brillar sobre la isla.

Pero la guerra no había acabado. Para los Chichones, sólo acababa de empezar.

Los chichones reaccionaron publicando un edicto que declaraba que el Sol había dejado de existir. Todos tenían la obligación de ignorarle y adorar a la Luna en vez. Lapidarían a cualquiera que tuviese que ver con el Sol.  


Así que ahora los chichones bailaban a la luz de la luna y canturreaban “¡O dulce y brillante Majestad! ¡No hay luz cómo la tuya! Nadie brilla como tú! ¡Sólo nosotros somos tus iguales en belleza!”

La Luna les informó humildemente que su luz no era más que un reflejo de los rayos del Sol. Pero los chichones se negaban a darse por enterados, porque esto ya lo sabían.

El odio que sentían los chichones por la luz crecía cada día. Comenzaron a vivir de noche, y jamás encendían fuegos porque estos les recordaban a su enemigo odiado, el Sol. Rara vez salían de día, y entonces siempre con los ojos vendados. El resultado de esto fueron más golpes y más chichones. Perdieron montones de neuronas y se volvieron cada vez más tontos. Pero como se negaban a admitir que se estaban portando como unos insensatos y no tomaban medidas para paliar sus problemas como hacen los que padecen de cegueras físicas, sus cuerpos se llenaron de llagas y heridas y quistes y queloides. Su piel era de un blanco enfermizo ahí donde no estaba morada o roja. Pero esto les importaba un bledo. Insistían en que su piel era bella como la de la luna, que era prima inter pares, pero su igual en todo. El hecho de que la  Luna se avergonzase de sus admiradores y nunca bajase a cenar con ellos no les parecía molestar.

Alpin intentó comerse lo más rápidamente posible  todos los cocos y plátanos y demás frutas que había recolectado para él Cascarrabias. Pero como ya era tarde por la tarde cuando llegamos, el sol pronto se estaba poniendo. En cuanto el cielo se volvió de un rojo glorioso, escuchamos revolverse a los nativos. En cuanto el sol cayó, aparecieron por toda la playa, sus ojos todavía vendados, para asegurarse de que no verían ni el último de los rayos del astro.

                            
Sigilosamente, Michael nos hizo una señal para que subiésemos a bordo de un barquito que había en la playa. Y escapamos justo a tiempo, porque no hicimos más que izar la vela cuando algunos de los chichones se quitaron las vendas de los ojos y viendo que un bulto negro se alejaba de la costa comenzaron a lanzar piedras hacia nosotros. Eso es cómo los chichones ahora tratan a sus visitas. ¡Y eso que aún no sabían que no quedaban cocos en la isla gracias a Alpin!

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