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miércoles, 22 de abril de 2020

59. El Kapre Errante

    
“¡Binky a la vista!” chilló el hojita Magnus, que hacía de centinela ese día.

El Sr. Binky había entrado en el Bosque Triturado y estaba paseando hacia uno de los claros que había allí. Brezo y Cardo se materializaron en ese lugar, justo detrás del primer ministro.

      
 ¡Primer ministro! ¡Alto o disparo!” grito Cardo.

El Sr. Binky se detuvo en seco, con las manos arriba.

“¿Qué está pasando?” gritó alarmado.

“¿Cuando vas a rescatar a Arley?”

El Sr. Binky bajó las manos y escuchó todo lo atentamente que pudo  a Brezo explicar que un pirata tenía preso a Arley y exigía encontrarse con una autoridad para negociar el rescate. No había tiempo que perder. El Sr. Binky contestó que le encantaría resolver el problemilla de las niñas tan pronto como fuese posible, pero que iba camino del País de las Maravillas para verse con otro funcionario que no sabía lo que era esperar.

“Usted, señor,” dijo Brezo, “sólo va a ir a Isla Ananas.”

“Esa isla no figura en ningún mapa. Es la primera vez que la oigo mencionar. Quizas se trate de una broma de tu hermanito, algún jueguecillo.”

“Está junto a la Isla Chichones, y todo el mundo ha oido de esa isla ridícula,” dijo Brezo. “Mi hermano es más serio que yo. Lee mucho, juega poco y nunca bromea con cosas graves como secuestros.”

“¡Ay, sí! Esa isla infame es legendaria. Pero ya sabes lo que ocurre con los sitios legendarios. Nadie realmente sabe donde están. Nos podría llevar semanas encontrarla.”
           

“Nos meteremos en la piscina de Alpin y saldremos al mar por el desagüe,” dijo Brezo. “Pediremos a los primeros delfines que veamos que nos lleven a Ananas.”

“Nenas, si queréis resultados no recurráis al Binky. Hablad con Fergus MacLob O’Toora. Los léprecans son los mejores negociadores de rescates. Para eso tienen marmitas llenas de oro.”

“¡Cierto!” exclamó el Sr. Binky. “Eso es lo que tenéis que hacer. Adelante, pues. Pero antes de partir debéis recordar que os tengo que proporcionar pasaportes. No podéis ir a ningun lugar peligroso indocumentadas. El consulado no se haría cargo de vosotras.”

“¿Pero que consulado? ¡Si no sabes dónde está esta isla! ¿A quién has podido mandar a defender nuestros derechos allí?”

¡Barco a la vista! chilló Magnus a todo meter.

El Sr. Binky miró a Magnus. 
                                                                                            

 “¿Barco a la vista? ¿En un claro en medio de un bosque? No, no lo creo.”

Harto de esperar a que el Sr. Binky se autorizase a si mismo para salir del reino de las hadas y viajar a Isla Ananas, y con buenas razones para temer que Alpin acabaría irremediablemente con el desarrollo sostenible de su isla, el pirata Saladito Barbamocos se había hecho a la mar en su buque fantasma, El Kapre Errante, tripulado por una galera de esqueletos animados. Con él viajaban también su loro Jacques y sus cuatro prisioneros, uno de los cuales era un prometedor aprendiz de tirano.
                       

Alpin había insistido en ser quién tocase el tambor para marcar el ritmo al que debían remar los esqueletos. “¡Remad! ¡Remad, he dicho, miserables perdedores! Halloween y sus dulces me aguardan. ¡No quiero perderme ni uno por vuestra sangrante incompetencia, vagos inutiles!”

                         
   
Bajo amenaza de un motín, porque el contramaestre había informado al Capitán Barbamocos que iba a haber uno, el pirata había tenido que ordenar a Alpin que dejase de incordiar a su tripulación. Ellos no encontraban al niño tan divertido como el Capitán Barbamocos.

Y en cuanto a Michael, cuando el pobre oyó a Alpin mencionar Halloween, se dió cuenta de que ya era Octubre y tal vez llegase a casa justo a tiempo de celebrar su fiesta anual. Temblando, alzó los ojos al cielo y comenzó a invocar a Santa Barbara. “¡Santita bonita y bendita! ¡Veinte euros te doy si permites que un rayo hunda este barco!” rogaba. “Serán cincuenta si no permites que llegue a casa a tiempo para la fiesta!”
                           
Por si no sabéis por qué apeló a Santa Barbara, os diré que es a ella a quién hay que rezar durante una tormenta, aunque precisamente para lo contrario de lo que la pedía Michael. La gente la reza para que les mantenga a salvo de los rayos.


Como una estrella, la hermosa carita de Santa Barbara apareció en el cielo entre las nubes y sacudió su cabeza aureolada. Dijo que lo sentía, pero que era demasiado tarde. Tal vez en otra ocasión.

Y el Kapre Errante se alzó volando por los tormentosos cielos y en cuestión de dos segundos aterrizó en el claro del Bosque Triturado donde se encontraban las niñas y el Sr. Binky.

“¿Habéis visto eso?” murmuró el hojita Franciscus. “La nave casi aplasta al Binky.”

“Pero no lo ha hecho,” respondió Vincentius secamente.

“Bueno, yo le advertí que se quitase de en medio,” dijo Magnus haciendo un puchero. No parecía estar seguro de si había hecho bien o mal.


“¡Albricias, autoridades del puerto!” rugió Barbamocos. “Cuando hay agua, navegamos. Cuando no la hay, volamos. ¿No han oido ustedes hablar del legendario Kapre Errante?”

“Francamente, esperaba nunca saber de él,” dijo el Sr. Binky. “No me gusta que me den sustos como este. ¿Qué puedo hacer por usted?”
                                          
La respuesta de Barbamocos no podía ser más misteriosa. “No me preguntes lo que puedes hacer por mí. Pregúntame lo que yo puedo hacer por ti. Te va a encantar lo que tengo que decirte, Ministro Binky”

“¡Eh, marineros! ¡Eh, todos! ¡Tragos gratis!” chilló Alpin de pronto. “¡Contádselo a todos y seguidme derecho al pub de la Sirena Celosa! Mi primo Michael va a celebrar su fiesta de Halloween allí!”
                          
                              
¡Qué se extienda la noticia como el fuego! rugió Magnus.

¡Y vaya que si se extendió!

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