“¡Binky a la vista!” chilló
el hojita Magnus, que hacía de centinela ese día.
El Sr. Binky había entrado
en el Bosque Triturado y estaba paseando hacia uno de los claros que había
allí. Brezo y Cardo se materializaron en ese lugar, justo detrás del primer
ministro.
El Sr. Binky se detuvo en
seco, con las manos arriba.
“¿Qué
está pasando?” gritó alarmado.
“¿Cuando vas a rescatar a Arley?”
El Sr. Binky bajó las manos
y escuchó todo lo atentamente que pudo a
Brezo explicar que un pirata tenía preso a Arley y exigía encontrarse con una
autoridad para negociar el rescate. No había tiempo que
perder. El Sr. Binky contestó que le encantaría resolver el problemilla de las
niñas tan pronto como fuese posible, pero que iba camino del País de las
Maravillas para verse con otro funcionario que no sabía lo que era esperar.
“Usted, señor,” dijo Brezo,
“sólo va a ir a Isla Ananas.”
“Esa isla no figura en
ningún mapa. Es la primera vez que la oigo mencionar. Quizas se trate de una
broma de tu hermanito, algún jueguecillo.”
“Está junto a la Isla Chichones , y
todo el mundo ha oido de esa isla ridícula,” dijo Brezo. “Mi hermano es más
serio que yo. Lee mucho, juega poco y nunca bromea con cosas graves como
secuestros.”
“¡Ay,
sí! Esa isla infame es legendaria. Pero ya sabes lo que ocurre con los sitios
legendarios. Nadie realmente sabe donde están. Nos podría
llevar semanas encontrarla.”
“Nos meteremos en la piscina
de Alpin y saldremos al mar por el desagüe,” dijo Brezo. “Pediremos a los
primeros delfines que veamos que nos lleven a Ananas.”
“Nenas, si queréis
resultados no recurráis al Binky. Hablad con Fergus MacLob O’Toora. Los
léprecans son los mejores negociadores de rescates. Para
eso tienen marmitas llenas de oro.”
“¡Cierto!” exclamó el Sr.
Binky. “Eso es lo que tenéis que hacer. Adelante,
pues. Pero antes de partir debéis recordar que os tengo que proporcionar
pasaportes. No podéis ir a ningun lugar peligroso indocumentadas. El consulado
no se haría cargo de vosotras.”
“¿Pero que consulado? ¡Si no
sabes dónde está esta isla! ¿A quién has podido mandar a defender nuestros
derechos allí?”
“¡Barco a la vista!” chilló Magnus a todo meter.
El Sr. Binky miró a Magnus.
“¿Barco a la vista? ¿En un claro en medio de un
bosque? No, no lo creo.”
Harto de esperar a que el
Sr. Binky se autorizase a si mismo para salir del reino de las hadas y viajar a
Isla Ananas, y con buenas razones para temer que Alpin acabaría
irremediablemente con el desarrollo sostenible de su isla, el pirata Saladito
Barbamocos se había hecho a la mar en su buque fantasma, El Kapre Errante, tripulado
por una galera de esqueletos animados. Con él viajaban también su loro Jacques
y sus cuatro prisioneros, uno de los cuales era un prometedor aprendiz de
tirano.
Alpin había insistido en ser
quién tocase el tambor para marcar el ritmo al que debían remar los esqueletos.
“¡Remad! ¡Remad, he dicho, miserables perdedores! Halloween y sus dulces me
aguardan. ¡No quiero perderme ni uno por vuestra sangrante incompetencia, vagos
inutiles!”
Bajo amenaza de un motín,
porque el contramaestre había informado al Capitán Barbamocos que iba a haber
uno, el pirata había tenido que ordenar a Alpin que dejase de incordiar a su
tripulación. Ellos no encontraban al niño tan divertido como el Capitán
Barbamocos.
Y en cuanto a Michael,
cuando el pobre oyó a Alpin mencionar Halloween, se dió cuenta de que ya era
Octubre y tal vez llegase a casa justo a tiempo de celebrar su fiesta anual.
Temblando, alzó los ojos al cielo y comenzó a invocar a Santa Barbara.
“¡Santita bonita y bendita! ¡Veinte euros te doy si permites que un rayo hunda
este barco!” rogaba. “Serán cincuenta si no permites que llegue a casa a tiempo
para la fiesta!”
Por si no sabéis por qué
apeló a Santa Barbara, os diré que es a ella a quién hay que rezar durante una
tormenta, aunque precisamente para lo contrario de lo que la pedía Michael. La
gente la reza para que les mantenga a salvo de los rayos.
Como una estrella, la
hermosa carita de Santa Barbara apareció en el cielo entre las nubes y sacudió
su cabeza aureolada. Dijo que lo sentía, pero que
era demasiado tarde. Tal vez en otra ocasión.
Y el Kapre Errante se alzó
volando por los tormentosos cielos y en cuestión de dos segundos aterrizó en el
claro del Bosque Triturado donde se encontraban las niñas y el Sr. Binky.
“¿Habéis visto eso?” murmuró
el hojita Franciscus. “La nave casi aplasta al
Binky.”
“Pero
no lo ha hecho,” respondió Vincentius secamente.
“Bueno, yo le advertí que se
quitase de en medio,” dijo Magnus haciendo un puchero. No parecía estar seguro
de si había hecho bien o mal.
“¡Albricias,
autoridades del puerto!” rugió Barbamocos. “Cuando hay agua, navegamos.
Cuando no la hay, volamos. ¿No han oido ustedes hablar del legendario Kapre Errante?”
“Francamente, esperaba nunca
saber de él,” dijo el Sr. Binky. “No me gusta que me den sustos como este. ¿Qué puedo hacer por usted?”
La respuesta de Barbamocos
no podía ser más misteriosa. “No me preguntes lo que puedes hacer por mí.
Pregúntame lo que yo puedo hacer por ti. Te va a encantar lo que tengo que decirte,
Ministro Binky”
“¡Eh, marineros! ¡Eh, todos!
¡Tragos gratis!” chilló Alpin de
pronto. “¡Contádselo a todos y seguidme derecho al pub de la Sirena Celosa ! Mi
primo Michael va a celebrar su fiesta de Halloween allí!”
“¡Qué se extienda la noticia como el fuego!” rugió Magnus.
¡Y vaya que si se extendió!
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