Desde que conocimos a Don
Alonso y Sancho Panza, Brezo y Cardo y Alpin y yo escribimos cartas a los Reyes
Magos. Doña Estrella nos enseñó a dejar hierba y raíces para los camellos y turrón y cava para sus majestades. Y dejamos un zapato junto a una ventana
para que depositen en él, o cerca de él, nuestros regalos.
Alpin siempre es el último
en mandar sus cartas. Suele dejarlas para el último minuto por si se le ocurre
algo más que añadir a sus interminables listas de peticiones. Sus cartas no
sólo son mucho más larga que las nuestras. También van dirigidas a muchísimos
más donantes. Mientras que nosotros sólo escribimos a San Nicolás y a los reyes
magos, no hay donante que él conozca al que no se dirija.
Una mañana de diciembre Mamá
y yo pasamos por delante de la casa de Alpin camino de hacer unas compras
estacionales. Era un día frío pero soleado y Alpin y la Sra. Dulajan estaban
fuera en el jardín, sentados ante una mesa de hierro forjado pintada de blanco
repleta de papeles, plumas y tinta. Mamá y yo paramos a saludarles.
“¡Salve y bien halladas,
hadas amigas!” cantamos Mamá y yo al unisono. A las hadas nos gusta a veces
hablar como si fuésemos un coro griego, diciendo todas lo mismo y a la
vez.
Aislene estaba escribiendo
sobre papel perfumado con esencias de canela, chocolate y naranjas y un algo
misterioso que era tan cautivador como ella. Nos dijo que escribía a su sobrino
Finbar, el juguetero, contándole lo mucho que necesitaba un guardaespaldas para
Alpin ahora que Cascarrabias salía demasiado caro y no se lo podía permitir.
“Ah,
ya lo sé,” asintió Mamá. “El exanalfabeto ese ahora trabaja para el repugnante
kapre de baniano que quiere explotar una absurda isla de zoquetes y poner allí
un casino o no sé que otro disparate,” asintió Mamá. “Sí, ese nuevo rico seguro
que le pagará bien a Finn. Tiene fama de derrochador y de agarrado a la vez. Según
de lo que se trate.
“¡Qué va!” dijo la Sra. Dulajan. “Cascarrabias ha
recibido una oferta todavía más lucrativa. Barbamocos me lo robó bajo mi
chatita nariz y Lira se lo robó a Saladito bajo sus asquerosas napias. Finn
está ganando una fortuna espiando al marido de Lira y garantizando que ninguna
mujer se acerque a su supuestamente irresistible juguetero.”
“El único hombre absolutamente irresistible es tu hijo Darcy,” dijo Mamá. “Supongo que ha
salido a ti, todo hay que decirlo. Sobre todo si es verdad de la buena, que no
lo digo para adularos.”
“Los jugueteros deben ganar
un montón de dinero para que la mujer de Finbar haya podido mejorar la oferta
de Saladito,” interrumpió Alpin.
Tenía varios rollos de papel
de cocina ante él y estaba escribiendo su carta a los magos en uno. Me di
cuenta de que había otros rollos dirigidos al hada italiana La Bofana , al monje japonés Hoteiosho,
a San Basilio de Grecia, a la
Cabra Navideña , etcétera.
Alpin, por supuesto, ya
había escrito a San Nicolás de Bari, bajo todos los nombres por los que es
conocido, tales como Papá Noel, Kris Kringle, Juanito de la Chimenea , Padre Invierno,
Abuelito Heladas, etc. Los únicos donantes a los que Alpin no había escrito
eran los Muchachos Islandeses, unos duendes golosos con los que estaba muy resentido
por razones sobre las que escribiré en otra ocasión.
“Los jugueteros ganan bien,”explicó
la Sra. Dulajan
a su hijo, “ y Finbar gana más que cualquier otro, pero no es tu primo Finbar
quién paga a Cascarrabias para que le espíe. Finbar es muy rarito, pero no está
tan loco como para eso. El papá de Lira es el rey de los mares y Saladito sólo
es un pirata más, por muy emprendedor que sea. Lira está muy mimada y puede
pagar lo que quiera por cualquier capricho que la apetezca. Por lo tanto, Cascarrabias ahora es su empleado.”
“Bueno, pues entonces a parte
de un papi pirata que me regale monos y caballos y cofres llenos de monedas de
oro, que es parte de lo que voy a pedir porque Arley me leyó el libro de Pipi
Calzaslargas, pediré también una novia sirena como Lira que esté dispuesta a
gastar una fortuna en mí. Por cierto, ¿quién les trae
regalos a las hadas marinas?”
Yo sabía que se trataba de
un pececillo llamado Platino, pero dije que no tenía ni idea, porque el
pobrecito ya tenía bastante con contentar a los ballenatos. Alpin entonces le
dijo a su madre que le hiciese esa pregunta a Lira, ya que ninguno de nosotros
parecía estar enterado.
“No quiero preguntarla esto
yo mismo por si se asusta y no me lo dice,” nos explicó.
Entonces Alpin se volvió a mí
porque quería saber que era lo que yo les iba a pedir a los magos por si le
interesaba pedirlo a él también.
“Yo...yo no creo que te
interese,” tartamudeé. No era que quisiese evitar que Alpin tuviese el mismo
regalo que yo. Es que no quería que nadie, sobre todo mi madre, supiese lo que
realmente deseaba. Se trataba de algo muy delicado.
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