“¡O
Amor, envuelto en rojos pétalos!
¡Dí! ¿Qué hay
en el corazón de la rosa?
¿Oro en polvo
que atormentará mi frágil aliento
O un trono en
el que mi anhelo ya reposa?”
“¡Orate!” gritó Alpin. “Eso es lo que tú eres.
¡Un loco! Aléjate de esas flores antes
de que te pongas a estornudar.¡Eres alérgico, memo! ¿Cómo puedes enamorarte de
alguien que ni siquiera has visto? ¿Cómo sabes que debajo de esa capita roja
con capucha no hay un monstruo que planea comerte vivo? Cosas como esa ocurren
en los bosques. ¡Los
cuentos de hadas nos advierten de peligros!”
Pero nada de lo que Alpin pudiese decir pudo disuadirme. Por una vez, yo no era el más prudente de los dos.
“Tiempo tendré de
desenamorarme si no me gusta lo que encuentro. Está
decidido. Penetraré en las profundidades del bosque en busca desesperada de mi
verdadero amor. Irrumpiré por zarzas y zarzales, enfrentándome a espinas y
cualquier otra cosa que intente detenerme y no dejaré una piedra sin levantar
hasta que la encuentre.”
Como no había manera de
disuadirme, Alpin me acompañó en esta aventura, pero, como dijo él, sólo por si
había más comida gratis esparcida por ahí.
“Cuando encuentres a tu
amorcito,” me dijo,”hazme un favor y dile a esa que sea tan amable de dejar un
salero junto a los huevos duros que reparte. No
me gusta tener que traer uno conmigo. Odio cargar con cosas. Si me llevo uno de
la cocina de tu madre, ¿lo cargarás para mí?”
Yo accedí y entramos en el
Bosque Triturado. Esta vez nos movíamos en silencio. Penetramos más y más
profundamente, tan profundamente que las hojas muertas nos llegaban a las rodillas y
nuestras caras llevaban tupidas barbas de telarañas.
Susurrando le pregunté a Alpin
si le daban miedo las arañas, y el dijo
que no desde que se había enterado de que la mayoría eran comestibles.
Me di cuenta de que por eso
estaba tan callado. Se estaba tragando enteras a las que entraban en su boca. Conforme
avanzábamos, todo se volvía más y más oscuro. Eran las doce del mediodía de un
día muy soleado, pero podría haber sido medianoche, por lo oscuro y negro que
estaba aquel lugar. No se veía ni torta y avanzábamos a ciegas. Nos picaba la
piel por los rasguños provocados por las ramas y por las mordeduras de los
insectos. Y teníamos arañazos y heridas que se nos
estaban hinchando. Fue una experiencia horrible, pero entonces no me
importaba. Me parecía algo que había que hacer para merecer el amor verdadero.
Entonces vimos una luz débil,
un rayo tenue que se colaba por el tremendo espesor de los árboles. Venía de
una linterna encendida que había en un mantel nuevo con un cesto de picnic
enorme y lleno de comida. También había mapas y un kit de primeros auxilios y más
linternas, estas apagadas. Pensé que Alpin se tiraría al cesto, pero me fijé en
que estaba mirando más allá del mismo.
“¿Crees
que estará hecho de chocolate?” murmuró.
Lo que había llamado su atención era una especie de domo que parecía un huevo de pascua medio enterrado en la tierra. Estaba cubierto de grafitos de muchos colores, y los dibujos parecían ser símbolos extraños. Negros, rojos, turquesas, hacían que pareciese que estuviese envuelto el huevo en papel metálico, y sí, había algo que hacía que pareciese comestible, pero no, no creía que fuese de chocolate y así se lo hice saber a Alpin.
“Este tiene que ser el
bunker de los genios encapuchados. O por lo menos la entrada al bunker,”
venturé.
No podíamos ver puerta
alguna. Por supuesto que podíamos intentar atravesar las paredes, pero parecía
una grosería no llamar primero. Yo di en el domo un golpecito simbólico con los
nudillos, aunque no pensaba que nos oirían.
Pero alguien nos oyó.
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