Llevé a Vicentico a la
ciudad donde a veces duermo en un coche. Uno podía jugar a la lotería del
trébol ahí. Se trataba de una ciudad tranquila y estábamos tan a salvo ahí como
podríamos estarlo en cualquier otra.
Cuando partimos para la
ciudad, llevábamos gorras y mochilas y gafas de sol. Era muy temprano por la
tarde de un día muy caluroso y no había casi nada de sombra y el sol era de
justicia y podría haber secado y arrugado a Vicentico. Para evitar esto, le
proporcione una botellita diminuta de rocío y él bebía de ella de vez en
cuando. A pesar del calor, era mejor salir a esa tórrida hora porque había
menos gente en las calles.
“Es cierto,” dijo Vicentico,
que nunca había estado en una ciudad antes, “que el suelo aquí es como un río
de piedra, flanqueado por largas hileras de roca aplanada. No hay ni hierba ni
hojas caídas en las riberas y todo es tan duro como los corazones de los
horribles humanos. ¿Es cierto que los humanos escupen monstruosas trampas al
suelo y que cosas delicadas y livianas como yo quedan pegadas para siempre a
ellas si pisan en una y que luego nos pisan a nosotros, ahí atrapados?”
Eché un vistazo a las
grasientas manchas de lo que una vez había sido chicle que se veían en el
pavimento. No quería asustar a Vicentico más de lo necesario para que
sobreviviera así que le dije que no pensase mucho en esas cosas horribles y se
mantuviese alejado del suelo. “Tú quédate sentado en mi hombro, o en mi gorra
si estás más cómodo ahí. No vueles de un lado para otro con tus orejas. No
queremos que nos tomen por insectos.”
“Estas
no son mis orejas,” dijo Vicentico. “Son mis alas. Soy alicéfalo. Si veo a un
mortal saldré disparado en dirección opuesta, pero sí, sí, sé que no debo
perder la cabeza. Tengo que estar tan frío y tan alerta como me sea posible y
moverme rápidamente y con intención entre los mortales.”
Lo siguiente en lo que se
fijó Vicentico era un árbol muy pequeñito plantado en la esquina de una
plazoleta. Estaba atado a un palo para que creciese recto y rodeado de
ladrillos.
“¡Qué horrible!” gritó
Vicentico. “¿Por qué han puesto a ese arbolito en la picota?”
“Ese es un árbol de ciudad,”
dije yo. “No ha hecho nada malo. El palo es para ayudarle a estar erguido. Para
que el árbol tenga algo en lo que apoyarse hasta que sus raíces se acostumbren
a este lugar al que ha sido transplantado y puedan sostenerlo ellas solas.”
Pero
Vicentico no quedó tranquilo. “¡Claro que necesita algo en lo que apoyarse! Debe
estar asustadísimo creciendo aquí. Solo y atado a un palo cuando debería estar
entre sus parientes y vecinos. Tú me estás mintiendo. Sí
que está en la picota. ¡Mira! ¡Hasta le han tirado basura! Mira toda la
que hay a su alrededor.”
Sí que había un montón de
envoltorios de caramelos y colillas y otras cosas más asquerosas dentro de los
cuatro limites que marcaban los ladrillos alrededor del arbolito. Le aseguré a
Vicentico que algunos humanos gustaban de las plantas y las echaban de menos y
por eso habían traído a este arbolito a la ciudad. Era también cierto que otros
eran odiosos y sucios y tiraban basura por todas partes y eso incluía los
alrededores del árbol. Por eso tantas hadas suelen decir que donde hay humanos
hay basura.
“¿Qué le pasa a las hojas
que caen al suelo?” preguntó Vicentico. “Pueden volver a la tierra fusionándose
con este suelo de piedra?”
“Pagan a ciertas personas
para que vengan y se las lleven a otra parte donde se puedan fundir con el
entorno.”
No mencioné a los basureros
por su nombre para no alterar a Vicentico aun más. Tampoco
quise hablar de los vertederos.
Vicentico dijo que le gustaría
conocer el lugar al que se llevaban las hojas. ¿Podíamos
visitarlo? Le dije que sería mejor dejar eso para otra ocasión. De momento
teníamos que concentrarnos en nuestro propósito.
Encontré una tienda que
vendía lotería y miré dentro. La vendedora que estaba detrás del mostrador no
parecía antipática. Y parecía que íbamos a ser los únicos clientes.Yo crecí hasta el tamaño de un
niño mortal y le dije a Vicentico que creciese hasta el tamaño de un muñeco
pequeño y se sentase en mi gorra y permaneciese tan quieto como le fuese
posible, fingiendo ser un pin o algún otro tipo de adorno. Antes de que entrásemos
en la tienda Vicentico sacó de su mochila una moneda mortal que ocupaba casi todo el espacio que había ahí dentro. Quería que yo comprase un boleto con esa
moneda. Le dije que yo me ocuparía de todo y que no se preocupase por el
dinero, pero se empeñó en que usase la moneda. Entramos en la tienda de la
lotera. Pero…
“¡Por supuesto que no!” dijo
la lotera frunciendo el ceño. “Eres un menor de edad. No puedes jugar.”
Esto era algo que yo no
había previsto. Vicentico estaba tan indignado que se olvido de estar callado.
“¿Cómo que es un menor? Tiene más de siete años,” grito Vincentius.
“¡Uy!
¿Pero
qué es eso?” exclamó la lotera muy sorprendida. “Eres
ventriloquo?”
“Es un muñeco
coleccionable,” mentí. “Va a ser la sensación estas navidades. Mi abuelo es juguetero. Por cierto, está esperando fuera. ¿Puedo decirle
que entre y compre él mismo el boleto?”
Afotunadamente la señora me
creyó y Vicentico no volvió a meter la pata. Mantuvo la boca cerrada hasta que
salimos de la tienda. Entonces empezó a gritar, “¿Qué quieres decir con eso de
que tu abuelo está aquí fuera?”
“Tú deja que yo me ocupe de
esto. Tú limitate a fingir que eres un juguete y estate tan quieto como puedas.
Casi nos metes en un lío ahí dentro.”
Un poco de abracadabra
después, yo me había convertido en un viejo. Tenía un gran bigote blanco y mi
pelo también era canoso. Parecía un San Nicolás regordete pero sin barba y
vestido con bermudas de color naranja y una camiseta morada. Me sentía un poco
ridículo, pero no se podía negar que parecía un viejecito.
“Vicentico,
no debes decir que estoy mintiendo. No le digas nada a la lotera. Lo que estoy
haciendo no es mentir. Se llama diplomacia. Estoy
consiguiendo lo que nosotros queremos sin causar un incidente entre nosotros y
los mortales. Tenemos costumbres demasiado diferentes para intentar hacer esto
de otra manera.”
Y así conseguimos que la
lotera nos vendiese un boleto para el juego del trebolito que se iba a jugar
esa noche.
“¿Lo quiere de la maquina o
prefiere elegir usted los números con los que va a jugar?” nos preguntó la
lotera.
Yo estaba preparado para
contestar a eso. Vicentico me había dicho cuales eran los números con los que
quería jugar. Eran el número uno, porque siempre va el primero, el dos para que no
se sintiese mal por quedar siempre segundo, el siete porque era el número de la
suerte, el veintisiete porque era el número de la seta en la que a Vicentico le gustaba
tumbarse para dormir la siesta, el treinta y cinco porque se había cerrado los ojos y
apuntado con mi boli a una lista de números y había salido ese, y en último
lugar el cincuenta porque era el último de los números con los que se podía jugar y a
veces los últimos podrían ser los primeros.
“¿He ganado?” me preguntó
Vicentico, muy excitado, cuando salimos de la administración de lotería.
Y el resultado fue que
Vicentico se ahogaba en un mar de lagrimas unas cuantas horas más tarde.
“¡Buaaaaa! ¡Oh, que disgusto!” berreaba Vicentico. Soltaba más lágrimas por los ojos que gotas de rocío
se había bebido. “¿Cómo puede ser que no haya ganado? Todo el
mundo dice que soy un hojita muy suertudo. No, no intentes consolarme. Me estoy
viniendo abajo. Es la primera ve que pierdo algo. ¡Tenía
que haber tenido la suerte de los principiantes! Es la primera vez que juego.
¿Por qué no he ganado?”
Yo le pedí que no se lo
tomase así. Todos sabían que era casi imposible ganar la lotería del trebolito.
En realidad, el juego no era más que una extraña manera que tenían los mortales
de cobrar impuestos o hacer caridad o mostrarse solidarios. Le pregunté si sabía eso.
“No, no lo sabía,” me
replicó entre sollozos. “Estaba seguro de que iba a ganar. Si no, ¿de que iba a
jugarme la moneda que encontré en el bosque y que tenía el deber de entregar al
FPERDHS.”
“¿Qué es el FPERDHS?” pregunté.
Me explicó que los hojitas
cedían todo el dinero mortal que encontraban a ese fondo. “Pero...yo…yo
necesitaba la moneda para comer. Eso justifica que me la haya quedado, ¿no?”
“¿Para comer? ¿No tienes nada
que comer?” No podía creer lo que estaba oyendo. “¡No tenía ni idea! ¿Pero que exactamente es lo que comes?”
Él dijo que los hojitas rara
vez comían algo más que una sopa de tierra y agua, aunque recolectaban nueces y
bayas para ayudar a las criaturas del bosque a sobrevivir en los duros
inviernos. Lo que pasaba era que una vez le habían mandado espiar al primer
ministro y Binky se fue a almorzar a un restaurante de una estrella con siete
puntas, que es la distinción que se le concede a los restaurantes más lujosos.
Cuanto más puntas tiene la estrella, más bueno es el restaurante.
El
lugar en cuestión se llamaba La Cataplasma. Era un restaurante nuevo, así que
Binky y sus convidados pidieron el menú de degustación. Durante cuatro horas,
Vicentico vio desfilar toda clase de platos de lujuria, a cual más historiado. Y
se enganchó. Esa noche, soñó con esa comida. Y días después todavía no se la había
podido quitar de la cabeza. Sabía que se sentiría como un fracasado si no
conseguía invitarse a si mismo a probar esas delicias. Esta obsesión, más
perder en el juego del trebolito, había acabado con su autoestima.
¡Ah, pero a veces hay premios de consolación!
“¡Oh, Vicentico, pero si
estás de suerte!” exclamé con alegría. “Mis padres quieren celebrar el
cumpleaños de mi hermano Devin en ese restaurante nuevo. Considérate invitado.”
“Sniff.
¿De verdad?”













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