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miércoles, 22 de abril de 2020

74. Ciudad Gris


     
Llevé a Vicentico a la ciudad donde a veces duermo en un coche. Uno podía jugar a la lotería del trébol ahí. Se trataba de una ciudad tranquila y estábamos tan a salvo ahí como podríamos estarlo en cualquier otra.

Cuando partimos para la ciudad, llevábamos gorras y mochilas y gafas de sol. Era muy temprano por la tarde de un día muy caluroso y no había casi nada de sombra y el sol era de justicia y podría haber secado y arrugado a Vicentico. Para evitar esto, le proporcione una botellita diminuta de rocío y él bebía de ella de vez en cuando. A pesar del calor, era mejor salir a esa tórrida hora porque había menos gente en las calles.

“Es cierto,” dijo Vicentico, que nunca había estado en una ciudad antes, “que el suelo aquí es como un río de piedra, flanqueado por largas hileras de roca aplanada. No hay ni hierba ni hojas caídas en las riberas y todo es tan duro como los corazones de los horribles humanos. ¿Es cierto que los humanos escupen monstruosas trampas al suelo y que cosas delicadas y livianas como yo quedan pegadas para siempre a ellas si pisan en una y que luego nos pisan a nosotros, ahí atrapados?”

Eché un vistazo a las grasientas manchas de lo que una vez había sido chicle que se veían en el pavimento. No quería asustar a Vicentico más de lo necesario para que sobreviviera así que le dije que no pensase mucho en esas cosas horribles y se mantuviese alejado del suelo. “Tú quédate sentado en mi hombro, o en mi gorra si estás más cómodo ahí. No vueles de un lado para otro con tus orejas. No queremos que nos tomen por insectos.”

“Estas no son mis orejas,” dijo Vicentico. “Son mis alas. Soy alicéfalo. Si veo a un mortal saldré disparado en dirección opuesta, pero sí, sí, sé que no debo perder la cabeza. Tengo que estar tan frío y tan alerta como me sea posible y moverme rápidamente y con intención entre los mortales.”

Lo siguiente en lo que se fijó Vicentico era un árbol muy pequeñito plantado en la esquina de una plazoleta. Estaba atado a un palo para que creciese recto y rodeado de ladrillos.

                                          
“¡Qué horrible!” gritó Vicentico. “¿Por qué han puesto a ese arbolito en la picota?”

“Ese es un árbol de ciudad,” dije yo. “No ha hecho nada malo. El palo es para ayudarle a estar erguido. Para que el árbol tenga algo en lo que apoyarse hasta que sus raíces se acostumbren a este lugar al que ha sido transplantado y puedan sostenerlo ellas solas.”

Pero Vicentico no quedó tranquilo. “¡Claro que necesita algo en lo que apoyarse! Debe estar asustadísimo creciendo aquí. Solo y atado a un palo cuando debería estar entre sus parientes y vecinos. Tú me estás mintiendo. Sí que está en la picota. ¡Mira! ¡Hasta le han tirado basura! Mira toda la que hay a su alrededor.”

Sí que había un montón de envoltorios de caramelos y colillas y otras cosas más asquerosas dentro de los cuatro limites que marcaban los ladrillos alrededor del arbolito. Le aseguré a Vicentico que algunos humanos gustaban de las plantas y las echaban de menos y por eso habían traído a este arbolito a la ciudad. Era también cierto que otros eran odiosos y sucios y tiraban basura por todas partes y eso incluía los alrededores del árbol. Por eso tantas hadas suelen decir que donde hay humanos hay basura.

“¿Qué le pasa a las hojas que caen al suelo?” preguntó Vicentico. “Pueden volver a la tierra fusionándose con este suelo de piedra?”

“Pagan a ciertas personas para que vengan y se las lleven a otra parte donde se puedan fundir con el entorno.”

No mencioné a los basureros por su nombre para no alterar a Vicentico aun más. Tampoco quise hablar de los vertederos.

Vicentico dijo que le gustaría conocer el lugar al que se llevaban las hojas. ¿Podíamos visitarlo? Le dije que sería mejor dejar eso para otra ocasión. De momento teníamos que concentrarnos en nuestro propósito.

  
Encontré una tienda que vendía lotería y miré dentro. La vendedora que estaba detrás del mostrador no parecía antipática. Y parecía que íbamos a ser los únicos clientes.Yo crecí hasta el tamaño de un niño mortal y le dije a Vicentico que creciese hasta el tamaño de un muñeco pequeño y se sentase en mi gorra y permaneciese tan quieto como le fuese posible, fingiendo ser un pin o algún otro tipo de adorno. Antes de que entrásemos en la tienda Vicentico sacó de su mochila una moneda mortal que ocupaba casi todo el espacio que había ahí dentro. Quería que yo comprase un boleto con esa moneda. Le dije que yo me ocuparía de todo y que no se preocupase por el dinero, pero se empeñó en que usase la moneda. Entramos en la tienda de la lotera. Pero…

“¡Por supuesto que no!” dijo la lotera frunciendo el ceño. “Eres un menor de edad. No puedes jugar.”                

Esto era algo que yo no había previsto. Vicentico estaba tan indignado que se olvido de estar callado.
                     
“¿Cómo que es un menor? Tiene más de siete años,” grito Vincentius.

¡Uy! ¿Pero qué es eso?” exclamó la lotera muy sorprendida. “Eres ventriloquo?”

“Es un muñeco coleccionable,” mentí. “Va a ser la sensación estas navidades. Mi abuelo es juguetero. Por cierto, está esperando fuera. ¿Puedo decirle que entre y compre él mismo el boleto?”

Afotunadamente la señora me creyó y Vicentico no volvió a meter la pata. Mantuvo la boca cerrada hasta que salimos de la tienda. Entonces empezó a gritar, “¿Qué quieres decir con eso de que tu abuelo está aquí fuera?”

“Tú deja que yo me ocupe de esto. Tú limitate a fingir que eres un juguete y estate tan quieto como puedas. Casi nos metes en un lío ahí dentro.”

                               
Un poco de abracadabra después, yo me había convertido en un viejo. Tenía un gran bigote blanco y mi pelo también era canoso. Parecía un San Nicolás regordete pero sin barba y vestido con bermudas de color naranja y una camiseta morada. Me sentía un poco ridículo, pero no se podía negar que parecía un viejecito.

“Vicentico, no debes decir que estoy mintiendo. No le digas nada a la lotera. Lo que estoy haciendo no es mentir. Se llama diplomacia. Estoy consiguiendo lo que nosotros queremos sin causar un incidente entre nosotros y los mortales. Tenemos costumbres demasiado diferentes para intentar hacer esto de otra manera.”

Y así conseguimos que la lotera nos vendiese un boleto para el juego del trebolito que se iba a jugar esa noche.

“¿Lo quiere de la maquina o prefiere elegir usted los números con los que va a jugar?” nos preguntó la lotera.

Yo estaba preparado para contestar a eso. Vicentico me había dicho cuales eran los números con los que quería jugar. Eran el número uno, porque siempre va el primero, el dos para que no se sintiese mal por quedar siempre segundo, el siete porque era el número de la suerte, el veintisiete porque era el número de la seta en la que a Vicentico le gustaba tumbarse para dormir la siesta, el treinta y cinco porque se había cerrado los ojos y apuntado con mi boli a una lista de números y había salido ese, y en último lugar el cincuenta porque era el último de los números con los que se podía jugar y a veces los últimos podrían ser los primeros.

“¿He ganado?” me preguntó Vicentico, muy excitado, cuando salimos de la administración de lotería.

“Lo sabrás esta noche. Podemos ver los números ganadores en mi ordenador portátil.”




Y el resultado fue que Vicentico se ahogaba en un mar de lagrimas unas cuantas horas más tarde.
                                      
“¡Buaaaaa! ¡Oh, que disgusto!” berreaba Vicentico. Soltaba más lágrimas por los ojos que gotas de rocío se había bebido. “¿Cómo puede ser que no haya ganado? Todo el mundo dice que soy un hojita muy suertudo. No, no intentes consolarme. Me estoy viniendo abajo. Es la primera ve que pierdo algo. ¡Tenía que haber tenido la suerte de los principiantes! Es la primera vez que juego. ¿Por qué no he ganado?”
                                                   
Yo le pedí que no se lo tomase así. Todos sabían que era casi imposible ganar la lotería del trebolito. En realidad, el juego no era más que una extraña manera que tenían los mortales de cobrar impuestos o hacer caridad o mostrarse solidarios. Le pregunté si sabía eso.



“No, no lo sabía,” me replicó entre sollozos. “Estaba seguro de que iba a ganar. Si no, ¿de que iba a jugarme la moneda que encontré en el bosque y que tenía el deber de entregar al  FPERDHS.”

“¿Qué es el FPERDHS?” pregunté.




“El Fondo Para El Rescate De Hojitas Secuestrados,” me explicó.

Me explicó que los hojitas cedían todo el dinero mortal que encontraban a ese fondo. “Pero...yo…yo necesitaba la moneda para comer. Eso justifica que me la haya quedado, ¿no?”


¿Para comer? ¿No tienes nada que comer?” No podía creer lo que estaba oyendo. “¡No tenía ni idea! ¿Pero que exactamente es lo que comes?”

Él dijo que los hojitas rara vez comían algo más que una sopa de tierra y agua, aunque recolectaban nueces y bayas para ayudar a las criaturas del bosque a sobrevivir en los duros inviernos. Lo que pasaba era que una vez le habían mandado espiar al primer ministro y Binky se fue a almorzar a un restaurante de una estrella con siete puntas, que es la distinción que se le concede a los restaurantes más lujosos. Cuanto más puntas tiene la estrella, más bueno es el restaurante.

El lugar en cuestión se llamaba La Cataplasma. Era un restaurante nuevo, así que Binky y sus convidados pidieron el menú de degustación. Durante cuatro horas, Vicentico vio desfilar toda clase de platos de lujuria, a cual más historiado. Y se enganchó. Esa noche, soñó con esa comida. Y días después todavía no se la había podido quitar de la cabeza. Sabía que se sentiría como un fracasado si no conseguía invitarse a si mismo a probar esas delicias. Esta obsesión, más perder en el juego del trebolito, había acabado con su autoestima.  

¡Ah, pero a veces hay premios de consolación!

“¡Oh, Vicentico, pero si estás de suerte!” exclamé con alegría. “Mis padres quieren celebrar el cumpleaños de mi hermano Devin en ese restaurante nuevo. Considérate invitado.”

                            

                                   Sniff. ¿De verdad?”


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