Cuando le pregunté a mi
madre si podía traer a un amigo a la cena de cumpleaños de mi hermano, ella
dijo que claro que sí, siempre que no fuese el zampador monstruoso. Yo la
aseguré que este amigo que pretendía llevar no comía mucho en absoluto. Era
pequenísimo y no estaba acostumbrado a comer más que gotitas de tierra y rocío. Expliqué que se trataba de uno
de los hojitas del Bosque Triturado y eso le agradó.
“¡Ah, las sámaras del bosque!
Rústicos leales que odian el progreso y en el fondo me son leales, aunque no
quieran ser mis vecinos. Si todos fuesen como ellos, podría quedarme esta noche
en casa y cenar pan con miel y mantequilla. ¡Qué
dolor de cabeza me espera! Y no sólo por el tocado que vaya a llevar. Por
cierto, ayúdame a decidir que me pongo, tesoro. Elige uno de estos dos
conjuntos, Arley.”
Me enseñó los dos únicos conjuntos
que todavía no había usado en público, Elegí el que tenía mariposas. Parecía
más ligero que el otro, que era bonito también, pero estaba cargado de pedrería.
“Buena
elección,” dijo Mamá. “Son mariposas monarca. Me ayudarán a demostrar quién
manda. Ahora tendré que descansar para tener buena cara esta noche. Así que si
no hay nada más que pueda hacer por ti…”
Dejé que Mamá durmiese la
siesta tranquila y me fui a prepararme para la fiesta. Me
vestí apropiadamente y fui a recoger a Vicentico. Así que la noche del cumpleaños
de Devin, nos presentamos en La Cataplasma.
Por fuera el restaurante no
era nada especial. Era más pequeño que grande, un edificio blanco con cristales
ahumados de tono oscuro y una alfombra roja bajo un toldo en la calle que
llevaba hasta una puerta flanqueada por dos maceteros grandes con pequeños
árboles. Pero por dentro era espectacular. Enormes candelabros de múltiples
brazos iluminaban las estancias. Todo lo que había sobre los manteles de lino
blanco estaba tan pulido que reflejaba su maravillosa luz. Podías verte
reflejado en la plata de la cubertería. Floreritos de cristal graciosos y
regordetes llenos de rosas pitiminí y diminutos portavelas con velitas de té y
sus pequeñas llamas juguetonas adornaban las mesas. Por aquí y por allí
encontrabas columnas de mármol blanco cargadas de cestas de porcelana llenas de
lirios, camelias y helechos. Las sillas ribeteadas en ormulú estaban tapizadas
en colores alegres y elegantes lazos de terciopelo azul rodeaban sus cinturas.
Un coro de camareros
cantantes, pequeños amorcillos con voces increíblemente dulces nos recibieron
y llevaron hasta la mesa reservada para mi familia.
Papá ya estaba allí, sentado entre Cardo y Brezo. Devin, el cumpleañero, también había llegado y alrededor
de su silla dorada revoloteaban sus seis loros, mascotas de las que rara vez se
separaba. Mis otros hermanos, todos mayores que yo, suelen estar demasiado metidos en
sus propios asuntos para asistir a fiestas de cumpleaños que no sean las suyas,
aunque algunos tienen la deferencia de aparecer durante ciertos acontecimientos
familiares y también cuando menos se les espera. Mamá todavía no había llegado
y Papá dijo que estaría esperando para hacer una entrada a lo grande. Dijo que
hubiese sido más efectivo que hubiésemos entrado todos a la vez como la familia
unida que eramos.
Mi hermano Devin cumplía
unos 400 y pico ese día. Pero sigue viviendo con nuestros padres y está pasando
por lo que ellos dicen que es una adolescencia tardía. Desde que su amiga Ada
Byron inventó los ordenadores rehuye la compañía de otras hadas y considera
malgastado cualquier momento que pasa alejado de esos aparatos. Vive atrincherado
en sus habitaciones en el palacio de mis padres, pues nunca se mudó a su casa
ideal. Decía que era un lío trasladar todos sus trastos y que en palacio le subían
la comida a su habitaciones y limpiaban cuando él lo consideraba necesario y lo autorizaba. Las habitaciones de Devin
parecen un nido de víboras y son casi tan peligrosas por la de cables que hay
por el suelo y colgando por todas partes. Ahí dentro tiene
ordenadores, monitores, escáneres e impresoras del año que los pidas todo amontonado sin orden alguno.
Devin estaba de malas esa noche porque Papá le
había obligado a apartarse de sus ordenadores y asistir a su fiesta.
“No estamos unidos,” empezó
a rabiar. “Sólo los cabeza de chorlito están aquí.”
“¡Eh!” contestó Cardo. “Somos siglos
menores que tú, pero no somos tontos. Tú eres un malcriado y un aguafiestas y
un desagradecido también. Estás intentando reventar tu propia fiesta, cuando
tus padres se han molestado en organizarla especialmente para ti. Y nosotros
nos hemos molestado en honrarte con nuestra presencia, aunque no te lo
mereces.”
“Sólo estoy aquí porque Papá
dijo que no me daría el regalo que me prometió si no asistía. Y lo necesito
malamente.”
“Razón que me das,” dijo
Cardo. “Eso confirma lo que he dicho.”
No parecía que Devin se
hubiese vestido para la ocasión. Iba como un monopatinero, con dos camisetas,
pantalones demasiado anchos, zapatillas deportivas y una gorra de béisbol
puesta del revés. A Papá eso no le gustaba nada.
“No sé cómo te han dejado
entrar. Hay que llevar corbata y zapatos decentes en estos sitios.”
“Me han dejado entrar porque
tú eres mi padre, y todos saben que no hay quien te diga que no cuando te pones
pesado. Sí que me he vestido para la ocasión. Podría haber venido en pijama.”
Eso era cierto. Últimamente
Dev pasa la mayor parte de su tiempo en ropa interior o pijama.
“Te tenías que haber puesto
alguno de tus sherwanis o churidans de seda,” dijo Papá. “Son elegantes.”
Papá dijo eso porque Devin
era hindú y humano antes de que mis padres le adoptasen y convirtiesen en hada,
y hubo un tiempo en que le gustaba llevar ropa étnica. Papá le dijo a Devin que
como no llevaba turbante, tenía que quitarse la gorra. Los caballeros se
quitaban el sombrero cuando entraban en un espacio cerrado. Las damas no se
quitaban los sombreros ni los tocados.
“Yo
no me quitaré la gorra mientras tu lleves puesto ese sombrero para un rey.”
“Si te refieres a mi corona,
es mi privilegio llevarla donde y cuando quiera,” le explicó Papá. “Soy el rey. No sólo puedo hacer esto, se supone que debo hacerlo
para dejar claro quien manda.”
Uno de los loros de Devin se
tiró a Papá y le picó la nariz. Pero Papá suele tener temple. Rara vez se
ofende, tan rara vez que la gente le llama blando. Pero el contesta que le
gusta elegir sus peleas y tiene la serenidad necesaria para hacerlo.
“¿Por qué has traído a todos esos loros?” le
susurró a Devin, frotándose la nariz. “Un restaurante como este no es lugar
para ellos. Y si sientes la necesidad de decirme algo desagradable, sonríe
cuando lo hagas. Como hago yo. Te estoy sonriendo porque todo el mundo nos está
mirando. Espero sinceramente que no haya aquí nadie que sepa leer los labios,
pero por eso no te digo que por mí te daría una yoya en vez de tu regalo.
Cuando tu madre vea como vas vestido, me dirá que tenía que haber dejado que te
educase ella. ¿Pero cómo puedo enseñarte a comportarte bien en público si nunca
vas a ningún lado? Ni siquiera a los botellones esos a los que van los
adolescentes. Bueno, no te debería criticar por eso, y no lo haré.”
Por alguna razón, Papá
parecía empeñado en enseñarnos a comportarnos esa noche. De vez en cuando se le
mete en la cabeza que tiene que enseñarnos algo útil y esta era una de esas
veces.
Cardo se inclinó hacia Brezo
y le preguntó, “Brezo, ¿quién nos ha educado a nosotros?”
“Nadie,”
contestó Brezo. “Somos hijos menores. Nuestros hermanos y hermanas hicieron que
nuestros padres tirasen la toalla antes de que naciéramos. Nos educamos
nosotros mismos, observando a los demás y llegando a nuestras propias
conclusiones.”
“Lo mejor que podríamos
haber hecho, dejaros hacer eso,” dijo Papá, “porque lo estáis haciendo muy
bien, todo hay que decirlo. Hay que ser muy listo para educarte a ti mismo.
Vosotros lo sois.”
“Yo he aprendido un montón
leyendo,” dije. A veces se me ocurre que también tengo derecho a expresar mi
opinión.
“Mirad,
niños,” dijo Papá señalando el despliegue de tenedores, cucharas y cuchillos
que había a cada lado de nuestros platos. “Cuando el camarero traiga
lo primero que hayamos encargado, tenéis que empezar por utilizar el cubierto
que esté más lejos de vuestro plato. Comer fuera puede
contribuir mucho a la educación. Es major aprovechar para probar comidas que
nos son nuevas, cosas que no hemos tomado antes.”
“¡Por eso estoy aquí!” exclamó
Vicentico orgullosamente. Estaba sentado a mi lado en una miniatura de silla
que los camareros habían colocado en la misma mesa. Uno de los floreritos de
cristal le daba sombra como si de un árbol en flor se tratase. Había estado
mirando por todas partes, respirando el olor de las flores, disfrutando de las
luces y del maravilloso ambiente que le rodeaba, ajeno a todas las discusiones
que se daban en nuestra mesa.
“Vicentico y yo vamos a compartir
el menú de degustación,” dije yo. “Tiene un montón de platos y se tarda cuatro
horas en comerlo. Mamá dijo que podíamos pedir eso.”
“Buena elección,” asintió
Papá, sonriendo con aprobación.
“¿Cuatro horas? ¿Tengo que
estar aquí sentado durante cuatro horas?¡No
hay derecho!” chilló Devin. “¿A mí qué me importa que hayáis venido aquí a
dar la impresión de que podéis controlar a todos los liantes que vienen aquí a
comer?”
“Si tu madre no aparece ya,
puede que sean seis horas,” dijo Papá.
Devin tenía razón en una
cosa. Papá y Mamá habían elegido cenar en La
Cataplasma para ver y ser vistos. Se estaba convirtiendo
en un lugar de encuentro para hadas que iban camino de convertirse en brujas
oscuras que intentaban ser más importantes que la realeza. Mamá y Papá lo
sabían bien, y querían frenar a cualquiera que fuese demasiado lejos.
Yo intenté cambiar el tema
de conversación pidiéndole a Vicentico que recitase el menú de degustación en
voz alta. Aunque era tan largo e historiado como se podría
esperar, el hojita se lo sabía de memoria. ¡Ah! Y la razón por la que el
restaurante llevaba el nombre de cataplasma era porque la mayoría de los platos
se servían sobre un lecho comestible.
“Cáscaras de huevos de pájaros cantores rellenas de pimpollos de girasol
al vapor envueltas en pétalos de pensamientos ligados con baba de caracol sobre
lecho de repollo con lazos de pasta verde de espinacas.
Zumalacárregui de pimientos del piquillo rellenos de ajos, ajas y
guindillas tailandesas, con borlón de flor rosa de cacto.
Paté de pepitas de girasol calientes, bellotas ibéricas templadas y
garbanzos libaneses helados servido sobre pan ácimo.
Dátiles y gladiolos rellenos de setas amarillas silvestres, crema de
diente de león, mermelada de liquen de la tundra ártica y guisantes sobre lecho
de musgo decorado con pasifloras.
Ensalada de manzanas plateadas de la luna y doradas del sol con umbelas
de flor de zanahoria y siete variedades de lechuga ligeramente hervidas en
caldo de cardo benedicto aliñada con aceite de almendras y perlas disueltas
en vinagre de Módena.
Picatostes de conchas de chicharra rellenos de queso azul afinado en
cueva de dragón galo sobre lecho de pétalos de hibisco Amarillo anisado untados
con puré de castañas glaseadas.
Berenjenas lacadas con pimentón y miel, rellenas de arroz nepalés,
piñones, pistachos, pasas sultanas y cardamomo, sobre lecho de hojas de parra
salpicado de judías mágicas y pintado con mostazas negra, verde y amarilla.
Migas del leñador de pan de centeno con moho verde que han trasnochado
en sendero de selva centroeuropea bajo los rayos de una luna azul, sobre
tortilla de telarañas impregnada de rocío estival.
Sorbete de rododendro con barquillos de corteza de pino finlandés,
servido sobre plancha de merengue sans rival con virutas de avellana sabia y
crepa flambeada con ron jamaicano por pájaros de fuego eslavos.
Melusina de algas del Canal de la Mancha estofadas con coles de Bruselas
y patatas primaverales de Tir Nan Og sobre papiro de nenúfares macerado en zumo
de lima y hervido en cerveza egipcia bimilenaria.
Tacitas de lechuga rellenas de calabaza halowini asada a la leña de
olivo en salsa de habichuelas de vainilla tahitiana sobre panqueque de jengibre
azul untado con mantequilla morada.
Milhojas de panal de rica miel de vara de oro rellenas de anacardos
salados y cebolla violeta caramelizada sobre lecho de pétalos de boquita de
dragon de tinte lavanda cosidos con huevo hilado.
Loukoumia de rosas de La Alhambra sobre trenza de jazmín de Madagascar
flotando en sopa de melomel.
Y para finalizar, una sorpresa de chocolate azteca.”
Todos escucharon
en silencio mientras Vicentico recitaba el menú de degustación entero. Cuando acabó, aplaudimos. Después, fue Brezo quien
rompió el silencio.
“Todo eso suena riquísimo,
Vicentico,” dijo mi hermana, “pero, Arley, ten cuidado cuando lo comas. Recuerda lo que pasó cuando mordiste la manzana mutante.”
“Oh,
Brezito,” dijo Papá, “¿qué haríamos sin ti? Eres un cielo, cariño. Come
despacio, Arley. Por lo menos sabremos que es lo que te ha sentado mal si es que algo lo
hace.”
“¿Y Vicentico?” dijo Cardo. “No
está acostumbrado a comer. No puede saber que comidas le sientan mal. Tal vez
debería tener cuidado también.”
“No le va a pasar nada,”
dijo Devin. “A pesar de todos los pesticidas y otras basuras que alimentan a
las plantas hoy en día, siguen vivas. Esta comida al menos se supone que es de excelente
calidad. No es que me importe.Yo hubiese preferido
encargar deli pizza.”
“Ni mentes eso aquí,” saltó
Papá. “Quedarás como un ignorante.”
“¡Mirad! ¡Ahí viene Mamá!” exclamó
Cardo. “Con montones de mariposas en el pelo. Podrán jugar con tus loros, Devin.”
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