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martes, 21 de abril de 2020

75. La Cataplasma

Cuando le pregunté a mi madre si podía traer a un amigo a la cena de cumpleaños de mi hermano, ella dijo que claro que sí, siempre que no fuese el zampador monstruoso. Yo la aseguré que este amigo que pretendía llevar no comía mucho en absoluto. Era pequenísimo y no estaba acostumbrado a comer más que gotitas de  tierra y rocío. Expliqué que se trataba de uno de los hojitas del Bosque Triturado y eso le agradó.

“¡Ah, las sámaras del bosque! Rústicos leales que odian el progreso y en el fondo me son leales, aunque no quieran ser mis vecinos. Si todos fuesen como ellos, podría quedarme esta noche en casa y cenar pan con miel y mantequilla. ¡Qué dolor de cabeza me espera! Y no sólo por el tocado que vaya a llevar. Por cierto, ayúdame a decidir que me pongo, tesoro. Elige uno de estos dos conjuntos, Arley.”

Me enseñó los dos únicos conjuntos que todavía no había usado en público, Elegí el que tenía mariposas. Parecía más ligero que el otro, que era bonito también, pero estaba cargado de pedrería.

“Buena elección,” dijo Mamá. “Son mariposas monarca. Me ayudarán a demostrar quién manda. Ahora tendré que descansar para tener buena cara esta noche. Así que si no hay nada más que pueda hacer por ti…”

Dejé que Mamá durmiese la siesta tranquila y me fui a prepararme para la fiesta. Me vestí apropiadamente y fui a recoger a Vicentico. Así que la noche del cumpleaños de Devin, nos presentamos en La Cataplasma.


Por fuera el restaurante no era nada especial. Era más pequeño que grande, un edificio blanco con cristales ahumados de tono oscuro y una alfombra roja bajo un toldo en la calle que llevaba hasta una puerta flanqueada por dos maceteros grandes con pequeños árboles. Pero por dentro era espectacular. Enormes candelabros de múltiples brazos iluminaban las estancias. Todo lo que había sobre los manteles de lino blanco estaba tan pulido que reflejaba su maravillosa luz. Podías verte reflejado en la plata de la cubertería. Floreritos de cristal graciosos y regordetes llenos de rosas pitiminí y diminutos portavelas con velitas de té y sus pequeñas llamas juguetonas adornaban las mesas. Por aquí y por allí encontrabas columnas de mármol blanco cargadas de cestas de porcelana llenas de lirios, camelias y helechos. Las sillas ribeteadas en ormulú estaban tapizadas en colores alegres y elegantes lazos de terciopelo azul rodeaban sus cinturas.


Un coro de camareros cantantes, pequeños amorcillos con voces increíblemente dulces nos recibieron y llevaron hasta la mesa reservada para mi familia.

                                   
Papá ya estaba allí, sentado entre Cardo y Brezo. Devin, el cumpleañero, también había llegado y alrededor de su silla dorada revoloteaban sus seis loros, mascotas de las que rara vez se separaba. Mis otros hermanos, todos mayores que yo, suelen estar demasiado metidos en sus propios asuntos para asistir a fiestas de cumpleaños que no sean las suyas, aunque algunos tienen la deferencia de aparecer durante ciertos acontecimientos familiares y también cuando menos se les espera. Mamá todavía no había llegado y Papá dijo que estaría esperando para hacer una entrada a lo grande. Dijo que hubiese sido más efectivo que hubiésemos entrado todos a la vez como la familia unida que eramos.

                             
Mi hermano Devin cumplía unos 400 y pico ese día. Pero sigue viviendo con nuestros padres y está pasando por lo que ellos dicen que es una adolescencia tardía. Desde que su amiga Ada Byron inventó los ordenadores rehuye la compañía de otras hadas y considera malgastado cualquier momento que pasa alejado de esos aparatos. Vive atrincherado en sus habitaciones en el palacio de mis padres, pues nunca se mudó a su casa ideal. Decía que era un lío trasladar todos sus trastos y que en palacio le subían la comida a su habitaciones y limpiaban cuando él lo consideraba necesario y lo autorizaba. Las habitaciones de Devin parecen un nido de víboras y son casi tan peligrosas por la de cables que hay por el suelo y colgando por todas partes. Ahí dentro tiene ordenadores, monitores, escáneres e impresoras del año que los pidas todo amontonado sin orden alguno. 

Devin estaba de malas esa noche porque Papá le había obligado a apartarse de sus ordenadores y asistir a su fiesta.

“No estamos unidos,” empezó a rabiar. “Sólo los cabeza de chorlito están aquí.”

                           
¡Eh!” contestó Cardo. “Somos siglos menores que tú, pero no somos tontos. Tú eres un malcriado y un aguafiestas y un desagradecido también. Estás intentando reventar tu propia fiesta, cuando tus padres se han molestado en organizarla especialmente para ti. Y nosotros nos hemos molestado en honrarte con nuestra presencia, aunque no te lo mereces.”

“Sólo estoy aquí porque Papá dijo que no me daría el regalo que me prometió si no asistía. Y lo necesito malamente.”

“Razón que me das,” dijo Cardo. “Eso confirma lo que he dicho.” 

No parecía que Devin se hubiese vestido para la ocasión. Iba como un monopatinero, con dos camisetas, pantalones demasiado anchos, zapatillas deportivas y una gorra de béisbol puesta del revés. A Papá eso no le gustaba nada.

“No sé cómo te han dejado entrar. Hay que llevar corbata y zapatos decentes en estos sitios.”

“Me han dejado entrar porque tú eres mi padre, y todos saben que no hay quien te diga que no cuando te pones pesado. Sí que me he vestido para la ocasión. Podría haber venido en pijama.”

Eso era cierto. Últimamente Dev pasa la mayor parte de su tiempo en ropa interior o pijama.

“Te tenías que haber puesto alguno de tus sherwanis o churidans de seda,” dijo Papá. “Son elegantes.”

Papá dijo eso porque Devin era hindú y humano antes de que mis padres le adoptasen y convirtiesen en hada, y hubo un tiempo en que le gustaba llevar ropa étnica. Papá le dijo a Devin que como no llevaba turbante, tenía que quitarse la gorra. Los caballeros se quitaban el sombrero cuando entraban en un espacio cerrado. Las damas no se quitaban los sombreros ni los tocados.

“Yo no me quitaré la gorra mientras tu lleves puesto ese sombrero para un rey.”

“Si te refieres a mi corona, es mi privilegio llevarla donde y cuando quiera,” le explicó Papá. “Soy el rey. No sólo puedo hacer esto, se supone que debo hacerlo para dejar claro quien manda.”

Uno de los loros de Devin se tiró a Papá y le picó la nariz. Pero Papá suele tener temple. Rara vez se ofende, tan rara vez que la gente le llama blando. Pero el contesta que le gusta elegir sus peleas y tiene la serenidad necesaria para hacerlo.

 “¿Por qué has traído a todos esos loros?” le susurró a Devin, frotándose la nariz. “Un restaurante como este no es lugar para ellos. Y si sientes la necesidad de decirme algo desagradable, sonríe cuando lo hagas. Como hago yo. Te estoy sonriendo porque todo el mundo nos está mirando. Espero sinceramente que no haya aquí nadie que sepa leer los labios, pero por eso no te digo que por mí te daría una yoya en vez de tu regalo. Cuando tu madre vea como vas vestido, me dirá que tenía que haber dejado que te educase ella. ¿Pero cómo puedo enseñarte a comportarte bien en público si nunca vas a ningún lado? Ni siquiera a los botellones esos a los que van los adolescentes. Bueno, no te debería criticar por eso, y no lo haré.”

Por alguna razón, Papá parecía empeñado en enseñarnos a comportarnos esa noche. De vez en cuando se le mete en la cabeza que tiene que enseñarnos algo útil y esta era una de esas veces.

Cardo se inclinó hacia Brezo y le preguntó, “Brezo, ¿quién nos ha educado a nosotros?”
                             

“Nadie,” contestó Brezo. “Somos hijos menores. Nuestros hermanos y hermanas hicieron que nuestros padres tirasen la toalla antes de que naciéramos. Nos educamos nosotros mismos, observando a los demás y llegando a nuestras propias conclusiones.”

“Lo mejor que podríamos haber hecho, dejaros hacer eso,” dijo Papá, “porque lo estáis haciendo muy bien, todo hay que decirlo. Hay que ser muy listo para educarte a ti mismo. Vosotros lo sois.”


“Yo he aprendido un montón leyendo,” dije. A veces se me ocurre que también tengo derecho a expresar mi opinión.

“Mirad, niños,” dijo Papá señalando el despliegue de tenedores, cucharas y cuchillos que había a cada lado de nuestros platos. “Cuando el camarero traiga lo primero que hayamos encargado, tenéis que empezar por utilizar el cubierto que esté más lejos de vuestro plato. Comer fuera puede contribuir mucho a la educación. Es major aprovechar para probar comidas que nos son nuevas, cosas que no hemos tomado antes.”


“¡Por eso estoy aquí!” exclamó Vicentico orgullosamente. Estaba sentado a mi lado en una miniatura de silla que los camareros habían colocado en la misma mesa. Uno de los floreritos de cristal le daba sombra como si de un árbol en flor se tratase. Había estado mirando por todas partes, respirando el olor de las flores, disfrutando de las luces y del maravilloso ambiente que le rodeaba, ajeno a todas las discusiones que se daban en nuestra mesa.

“Vicentico y yo vamos a compartir el menú de degustación,” dije yo. “Tiene un montón de platos y se tarda cuatro horas en comerlo. Mamá dijo que podíamos pedir eso.”

“Buena elección,” asintió Papá, sonriendo con aprobación.

¿Cuatro horas? ¿Tengo que estar aquí sentado durante cuatro horas?¡No hay derecho!” chilló Devin. “¿A mí qué me importa que hayáis venido aquí a dar la impresión de que podéis controlar a todos los liantes que vienen aquí a comer?”

“Si tu madre no aparece ya, puede que sean seis horas,” dijo Papá.

Devin tenía razón en una cosa. Papá y Mamá habían elegido cenar en La Cataplasma para ver y ser vistos. Se estaba convirtiendo en un lugar de encuentro para hadas que iban camino de convertirse en brujas oscuras que intentaban ser más importantes que la realeza. Mamá y Papá lo sabían bien, y querían frenar a cualquiera que fuese demasiado lejos.

Yo intenté cambiar el tema de conversación pidiéndole a Vicentico que recitase el menú de degustación en voz alta. Aunque era tan largo e historiado como se podría esperar, el hojita se lo sabía de memoria. ¡Ah! Y la razón por la que el restaurante llevaba el nombre de cataplasma era porque la mayoría de los platos se servían sobre un lecho comestible.

                      

“Cáscaras de huevos de pájaros cantores rellenas de pimpollos de girasol al vapor envueltas en pétalos de pensamientos ligados con baba de caracol sobre lecho de repollo con lazos de pasta verde de espinacas.

Zumalacárregui de pimientos del piquillo rellenos de ajos, ajas y guindillas tailandesas, con borlón de flor rosa de cacto.

Paté de pepitas de girasol calientes, bellotas ibéricas templadas y garbanzos libaneses helados servido sobre pan ácimo.

Dátiles y gladiolos rellenos de setas amarillas silvestres, crema de diente de león, mermelada de liquen de la tundra ártica y guisantes sobre lecho de musgo decorado con pasifloras.

Ensalada de manzanas plateadas de la luna y doradas del sol con umbelas de flor de zanahoria y siete variedades de lechuga ligeramente hervidas en caldo de cardo benedicto aliñada con aceite de almendras y perlas disueltas en vinagre de Módena.

Picatostes de conchas de chicharra rellenos de queso azul afinado en cueva de dragón galo sobre lecho de pétalos de hibisco Amarillo anisado untados con puré de castañas glaseadas.

Berenjenas lacadas con pimentón y miel, rellenas de arroz nepalés, piñones, pistachos, pasas sultanas y cardamomo, sobre lecho de hojas de parra salpicado de judías mágicas y pintado con mostazas negra, verde y amarilla.

Migas del leñador de pan de centeno con moho verde que han trasnochado en sendero de selva centroeuropea bajo los rayos de una luna azul, sobre tortilla de telarañas impregnada de rocío estival.

Sorbete de rododendro con barquillos de corteza de pino finlandés, servido sobre plancha de merengue sans rival con virutas de avellana sabia y crepa flambeada con ron jamaicano por pájaros de fuego eslavos.

Melusina de algas del Canal de la Mancha estofadas con coles de Bruselas y patatas primaverales de Tir Nan Og sobre papiro de nenúfares macerado en zumo de lima y hervido en cerveza egipcia bimilenaria.

Tacitas de lechuga rellenas de calabaza halowini asada a la leña de olivo en salsa de habichuelas de vainilla tahitiana sobre panqueque de jengibre azul untado con mantequilla morada.

Milhojas de panal de rica miel de vara de oro rellenas de anacardos salados y cebolla violeta caramelizada sobre lecho de pétalos de boquita de dragon de tinte lavanda cosidos con huevo hilado.

Loukoumia de rosas de La Alhambra sobre trenza de jazmín de Madagascar flotando en sopa de melomel.

Y para finalizar, una sorpresa de chocolate azteca.”

Todos escucharon en silencio mientras Vicentico recitaba el menú de degustación entero. Cuando acabó, aplaudimos. Después, fue Brezo quien rompió el silencio.

“Todo eso suena riquísimo, Vicentico,” dijo mi hermana, “pero, Arley, ten cuidado cuando lo comas. Recuerda lo que pasó cuando mordiste la manzana mutante.”

“Oh, Brezito,” dijo Papá, “¿qué haríamos sin ti? Eres un cielo, cariño. Come despacio, Arley. Por lo menos sabremos que es lo que te ha sentado mal si es que algo lo hace.”

“¿Y Vicentico?” dijo Cardo. “No está acostumbrado a comer. No puede saber que comidas le sientan mal. Tal vez debería tener cuidado también.”

“No le va a pasar nada,” dijo Devin. “A pesar de todos los pesticidas y otras basuras que alimentan a las plantas hoy en día, siguen vivas. Esta comida al menos se supone que es de excelente calidad. No es que me importe.Yo hubiese preferido encargar deli pizza.”

“Ni mentes eso aquí,” saltó Papá. “Quedarás como un ignorante.”

                              
¡Mirad! ¡Ahí viene Mamá!” exclamó Cardo. “Con montones de mariposas en el pelo. Podrán jugar con tus loros, Devin.”

“No te preocupe que nos escuchen, Papá,” susurró Brezo. “Devin, si has traído a esos loros para que creen confusión, que lo hagan. Diles a los loros que revoloteen alrededor nuestro repitiendo palabras sueltas, Dev. Nadie podrá seguir el hilo si reñimos.

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