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martes, 21 de abril de 2020

76. Bajo las mesas



No estábamos siendo paranoicos. Cuando se reúnen personas que creen que el mundo le debería pertenecer sólo a una de ellas, tiene que haber micrófonos escondidos en los alrededores. En el sótano del restaurante elegantón, los topos Ruperto y Suituno, los más hábiles de los topos espías, estaban muy ocupados grabando todo lo que sucedía en las distintas mesas.


“Hay una patulea de niños en la mesa de Titania que me está dejando sordo,” dijo Ruperto. “No sé por qué traen a niños a restaurantes como este. No se saben comportar. Apuesto a que están rompiendo y ensuciando todo y acabando con la paciencia de los demás comensales. ¡Ya no aguanto más! Voy a espiar otra mesa.”

“Yo estoy con la tres,” dijo Suituno. “Es la mesa de Adamina. La pobrecita suena como si tuviese una terrible depresión.”

                                   
Adamina era el hada del mercado libre. Su trabajo nunca había sido fácil. Tenía que solucionar con una mano invisible todos los pequeños errores y contratiempos que personas moderadas cometen y sufren cuando comercian libremente para que todos pudiesen beneficiarse de esto. Pero últimamente no estaba tratando con gente moderada.

“No hay más que tontos, egoístas y sinvergüenzas. Esto empieza a ser demasiado para mí,” se quejaba.

                             
“Entonces estás diciendo que serías más feliz si sólo los tontos sin vergüenza se quedasen con todo el dinero y causaran todos los problemas?” el Sr. Adán Smith, filósofo, se estaba enterando de que sus teorías sobre el libre mercado podrían no ser apropiadas para una nueva clase de gente que estaba empezando a medrar en el mundo de las hadas.


“Lo que ella está diciendo es lo que yo siempre he dicho,” intervino el Sr. Tomás Roberto Malthus. “Hay demasiada gente, no hay suficientes recursos, y no todo el mundo va a poder estar satisfecho.”

“Lo que estoy diciendo,” insistió Adamina, “es que no puedo trabajar con tantos tontos, egoístas y sinvergüenzas.”

La mesa número dos estaba conspirando contra Neptuno, el planeta. La mesa cuatro quería fundir el Santo Grial para fabricar un collar para la querida de alguien. Y en la mesa cinco estaba el primer ministro Binky.

“Está cenando con lo que parece ser un niño sabelotodo. ¿Es que está divorciado y le toca pasear al niño?” preguntó Ruperto.

Suituno se volvió hacia el monitor que Ruperto estaba utilizando para espiar a Binky.

“Ese niño es el gran mago Merlín. Vive para atrás en el tiempo, y se vuelve más jovén cada día. Binky ha ido hasta el Polo Sur para encontrarle.”

Merlín estaba diciendo que no quería ser director de la escuela de Binky para explicar a las hadas como convivir con los humanos.


“¿Pero por qué no?” insistía el Sr. Binky. “Tú siempre te has interesado por los humanos. Hasta educaste a uno para que reinase sobre los demás.”


“Eso estuvo bien mientras duró, pero no dio para mucho,” dijo el niño vestido con camisa blanca y pantalones y pajarita morados que ahora era Merlín.“No me gusta tener que decir esto, pero podría ser que a los humanos no haya quien les pueda ayudar.”

“¿Cómo que aquello no sirvió para nada? La gente aún recuerda Camelot con reverencia.”

“Sí. Y de vez en cuando alguien intenta usarlo para lograr sus propios propósitos más o menos cuestionables. Pero la verdad es que nunca he tenido una niñez y esto que me está pasando va a ser lo más parecido a una y no quiero irme al muy más allá sin haber disfrutado como un crío.”

“¡Pero si es ahora cuando tienes la experiencia para hacer las cosas bien!”

Mas el Sr. Binky no pudo persuadir a Merlín. Tal vez, si lograse renacer, querría volver a intentarlo. Pero no ahora. Su cuerpo estaba más flexible que nunca y se sentía como si estuviese hecho de goma. Quería dedicar el tiempo que le quedaba al patinaje artístico. Podría no tener otra oportunidad de dedicarse a esto. Por eso le había encontrado Binky en el Ártico.

“¡Ah!” dijo Suituno. “Fíjate en lo que está pasando en la mesa seis. La buscona que intentó subastar los tiempos verbales no tiene un céntimo partido por la mitad desde que la repudió Cascarrabias Finn. El tipo con el que está cenando debe haberla invitado. No tengo ni idea de quién es. ¿Por qué no tengo ni idea?”

“Le conoces bien,” dijo Ruperto. “Ese es el pirata Barbamocos. El que ahora se dedica a  combustibles, energías y otros recursos.”

¿Qué?

“Adivina por qué no le has reconocido.”

Resultó que Basiliska Plumapita había logrado interesar a Saladito Barbamocos y le había convencido para que cambiase su look. Puesto que no podía cerrar los ojos ni para descansar por miedo a que sus enemigos aprovechasen la ocasión y viniesen a por él, no podía mejor su aspecto descansando un poco que es como lo hacen la mayoría de las hadas buenas. Por lo tanto había hecho que un dentista le arreglase la dentadura y que varios cirujanos plásticos le inyectasen silicona en los labios. También se había afeitado la repugnante barba que utilizaba para limpiarse los mocos  y se había hecho arreglar la nariz. Ahora era recta y del tamaño correcto para su cara y ya no estaba continuamente sonándose. Su voz también había cambiado. Ahora era mucho más sexy.

“Ahora mismo está bajo un hechizo bellezón. Cada hora que pasa, se vuelve más atractivo,” explicó Ruperto. “Él cree que si mejora su imagen la gente se olvidará de quién era y cómo hizo su dinero. Cree que si es guapo y rico nadie le despreciará. Todos querrán ser como él. Quiere parecer un modelo para ser un modelo de rol.”

“¿Para jóvenes matones?”


“Saladito, ya parece que tienes veinte años menos,” suspiró Basiliska. “Y antes de que acabe la cena podrás acercarte a la mesa de Titania y saludarla para hacer que Oberón sienta celos. Ya sabes lo guapo que se cree que es.”


“Lo que voy a hacer es comprarle a esa tipa deprimida algo que beber,” dijo Saladito  apuntando a Adamina con el dedo. “¡Camarero! El vaso más grande y más caro de jugo de hierba de trigo disponible!" 

Un amorcillo de pelo rizado sacudió sus dorado rizos, batió sus blancas alas y revoloteó alrededor de la silla de Saladito.

                                 
“Soy Angelino, su sumiller. No recomendamos tomar jugo de hierba de trigo por la noche, señor. Es clorofila pura y la gente se altera tanto que no conviene.”

“El sumiller debería dejar que el pirata convide al hada del mercado libre a un vaso de zumo de hierba de trigo. Podría reaccionar y meter a ese maleante en la cárcel.”

“¡Oh, mira!” interrumpió Suituno. “Acaban de entregarle a Oberón su cuenta. Dieciséis mil euros mortales. Eso no es tan caro si consideras la cantidad de gente que ha comido en esa mesa y todos los gorrones que se han acercado a tomar postre y champán con la excusa de saludar a los reyes. Pero su esposa parece enfadada.”

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