No
estábamos siendo paranoicos. Cuando se reúnen personas que creen que el mundo le
debería pertenecer sólo a una de ellas, tiene que haber micrófonos escondidos
en los alrededores. En el sótano del
restaurante elegantón, los topos Ruperto y Suituno, los más hábiles de los
topos espías, estaban muy ocupados grabando todo lo que sucedía en las
distintas mesas.
“Hay una patulea de niños en
la mesa de Titania que me está dejando sordo,” dijo Ruperto. “No sé por qué
traen a niños a restaurantes como este. No se saben comportar.
Apuesto a que están rompiendo y ensuciando todo y acabando con la paciencia de
los demás comensales. ¡Ya no aguanto más! Voy a
espiar otra mesa.”
“Yo estoy con la tres,” dijo Suituno. “Es la mesa
de Adamina. La pobrecita suena como si tuviese una terrible depresión.”
Adamina
era el hada del mercado libre. Su trabajo nunca había sido fácil. Tenía
que solucionar con una mano invisible todos los pequeños errores y contratiempos que personas
moderadas cometen y sufren cuando comercian libremente para que todos pudiesen
beneficiarse de esto. Pero últimamente no estaba tratando con gente moderada.
“No hay más que tontos, egoístas
y sinvergüenzas. Esto empieza a ser demasiado para mí,” se quejaba.
“Entonces estás diciendo que
serías más feliz si sólo los tontos sin vergüenza se quedasen con todo el
dinero y causaran todos los problemas?” el Sr. Adán Smith, filósofo, se estaba
enterando de que sus teorías sobre el libre mercado podrían no ser apropiadas
para una nueva clase de gente que estaba empezando a medrar en el mundo de las
hadas.
“Lo que ella está diciendo
es lo que yo siempre he dicho,” intervino el Sr. Tomás Roberto Malthus. “Hay
demasiada gente, no hay suficientes recursos, y no todo el mundo va a poder
estar satisfecho.”
“Lo que estoy diciendo,”
insistió Adamina, “es que no puedo trabajar con tantos tontos, egoístas y
sinvergüenzas.”
La mesa número dos estaba
conspirando contra Neptuno, el planeta. La mesa cuatro quería fundir el Santo Grial
para fabricar un collar para la querida de alguien. Y en la mesa cinco estaba el
primer ministro Binky.
“Está cenando con lo que
parece ser un niño sabelotodo. ¿Es que está divorciado y le toca pasear al
niño?” preguntó Ruperto.
Suituno se volvió hacia el
monitor que Ruperto estaba utilizando para espiar a Binky.
“Ese niño es el gran mago
Merlín. Vive para atrás en el tiempo, y se vuelve más jovén cada día. Binky ha ido hasta el Polo Sur para encontrarle.”
Merlín
estaba diciendo que no quería ser director de la escuela de Binky para explicar
a las hadas como convivir con los humanos.
“¿Pero por qué no?” insistía el Sr. Binky. “Tú siempre te has interesado por los humanos. Hasta educaste a uno para
que reinase sobre los demás.”
“Eso estuvo bien mientras
duró, pero no dio para mucho,” dijo el niño vestido con camisa blanca y
pantalones y pajarita morados que ahora era Merlín.“No me gusta tener que decir
esto, pero podría ser que a los humanos no haya quien les pueda ayudar.”
“¿Cómo que aquello no sirvió
para nada? La gente aún recuerda Camelot con reverencia.”
“Sí. Y de vez en cuando alguien
intenta usarlo para lograr sus propios propósitos más o menos cuestionables. Pero
la verdad es que nunca he tenido una niñez y esto que me está pasando va a ser
lo más parecido a una y no quiero irme al muy más allá sin haber disfrutado
como un crío.”
“¡Pero si es ahora cuando
tienes la experiencia para hacer las cosas bien!”
Mas el Sr. Binky no pudo
persuadir a Merlín. Tal vez, si lograse renacer, querría volver a intentarlo.
Pero no ahora. Su cuerpo estaba más flexible que nunca y se sentía como si
estuviese hecho de goma. Quería dedicar el tiempo que le quedaba al patinaje
artístico. Podría no tener otra oportunidad de dedicarse a
esto. Por eso le había encontrado Binky en el Ártico.
“¡Ah!”
dijo Suituno. “Fíjate en lo que está pasando en la mesa seis. La buscona que intentó
subastar los tiempos verbales no tiene un céntimo partido por la mitad desde
que la repudió Cascarrabias Finn. El tipo con el que está cenando debe haberla
invitado. No tengo ni idea de quién es. ¿Por qué no tengo
ni idea?”
“Le conoces bien,” dijo
Ruperto. “Ese es el pirata Barbamocos. El que ahora se dedica a combustibles, energías y otros recursos.”
“¿Qué?”
“Adivina por qué no le has
reconocido.”
Resultó que Basiliska Plumapita había logrado interesar a Saladito Barbamocos y le había convencido
para que cambiase su look. Puesto que no podía cerrar los ojos ni para
descansar por miedo a que sus enemigos aprovechasen la ocasión y viniesen a por
él, no podía mejor su aspecto descansando un poco que es como lo hacen la
mayoría de las hadas buenas. Por lo tanto había hecho que un dentista le
arreglase la dentadura y que varios cirujanos plásticos le inyectasen silicona en los labios. También se había afeitado la repugnante barba que utilizaba para
limpiarse los mocos y se había hecho
arreglar la nariz. Ahora era recta y del tamaño correcto para su cara y ya no
estaba continuamente sonándose. Su voz también había
cambiado. Ahora era mucho más sexy.
“Ahora mismo está bajo un
hechizo bellezón. Cada hora que pasa, se vuelve más atractivo,” explicó Ruperto.
“Él cree que si mejora su imagen la gente se olvidará de quién era y cómo hizo
su dinero. Cree que si es guapo y rico nadie le despreciará. Todos querrán ser como él. Quiere parecer un modelo para ser un modelo
de rol.”
“¿Para
jóvenes matones?”
“Saladito, ya parece que
tienes veinte años menos,” suspiró Basiliska. “Y antes de que acabe la cena
podrás acercarte a la mesa de Titania y saludarla para hacer que Oberón sienta
celos. Ya sabes lo guapo que se cree que es.”
“Lo que voy a hacer es
comprarle a esa tipa deprimida algo que beber,” dijo Saladito apuntando a
Adamina con el dedo. “¡Camarero! El vaso más
grande y más caro de jugo de hierba de trigo disponible!"
Un amorcillo de pelo rizado
sacudió sus dorado rizos, batió sus blancas alas y revoloteó alrededor de la
silla de Saladito.
“Soy Angelino, su sumiller. No
recomendamos tomar jugo de hierba de trigo por la noche, señor. Es clorofila
pura y la gente se altera tanto que no conviene.”
“El sumiller debería dejar
que el pirata convide al hada del mercado libre a un vaso de zumo de hierba de
trigo. Podría reaccionar y meter a ese maleante en la
cárcel.”
“¡Oh,
mira!” interrumpió Suituno. “Acaban de entregarle a Oberón su cuenta. Dieciséis
mil euros mortales. Eso no es tan caro si consideras la cantidad de gente que
ha comido en esa mesa y todos los gorrones que se han acercado a tomar postre y
champán con la excusa de saludar a los reyes. Pero su esposa parece enfadada.”
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