Sí, mi madre no estaba nada
contenta con la cuenta. Se colocó unas gafas de ver de cerca de nácar y la
examinó detenidamente.
“¿¿¿¡¡¡Seiscientos
euros por un guisante!!!???”
Sí, eso decía la cuenta. Seiscientos
euros por un guisante.
“¿Quién pidió ese guisante?”
preguntó Mamá.
“Me temo que yo,” dijo Brezo
alzando la mano. “Pensé que al ser un guisante sería lo más barato de la carta.
Lo siento. La carta no tenía puestos los precios.”
“No es tu culpa, cariño,”dijo
Papá, acariciándola el hombro.“Los restaurantes de primera no ponen los precios
en la carta para que los convidados no se corten y no se atrevan a pedir. A
veces los precios sólo figuran en la copia de la carta que se le entrega al
anfitrión y otras, ni eso.”
El maître, un amorcillo
llamado Tomasino, nos explicó que el guisante en cuestión no era
cualquier guisante. Una auténtica princesa había dado tumbos sobre él.
“¿Mi hija ha comido un sucio
guisante sobre el que una puerca ha sudado?” Mamá no podía estar más indignada.
Tomasino explicó que entre
la princesa y el guisante había una montaña de colchones. Pero el guisante era
tan caro porque la pobre princesa no había pegado ojo en toda la noche por lo
molesto que le resultaba dormir sobre un guisante.
“¡Sandeces!” exclamó Mamá. “Ningún
guisante es capaz de quitarle el sueño a mis hijas y no hay princesas más mimadas
que mis niñas.”
Más tarde, cuando nos íbamos
a casa en la carroza que conduce Darcy, Mamá le dijo a Papá que nos
arruinaríamos seguro si tuviésemos que frecuentar ese restaurante para mantener
a los facinerosos bajo control.
Sugirió contactar con los
topos y comprarles información. Eso saldría más barato. Así es cómo me enteré
de las conversaciones que había habido esa noche en las distintas mesas del restaurante.
También le dijo a Papá que
iba a haber que pedir a las hadas que tomasen todas las precauciones posibles
para no ser secuestradas, ya que no iba a haber dinero para los rescates hasta
que no se pagase del todo la cuenta de La Cataplasma
y los servicios de los topos. Papá tendría que decirle al Sr. Binky que se
olvidase de la escuela y de otros de sus proyectos porque no habría dinero para
nada de eso.
Vicentico tosió. Una tos muy
bajita, pero se le escuchó. Nos volvimos a ver que le pasaba y él se puso de
pie e hizo una reverencia ante mis padres.
“Majestades, creo que sé
cómo devolverles el gran favor que me han hecho esta noche,” dijo con orgullo.
A la mañana siguiente
Vicentico le estaba contando a Alpin su cena en el restaurante la noche antes.
“He venido directamente a
contarte mi experiencia, porque sé que eres una especie de gastrónomo. Un auténtico gourmet. Créeme, no te puedes perder esto.”
Al mediodía de ese mismo día
había un cartel en la entrada de La Cataplasma que decía, “Cerrado por Alpin.”
“Ha
sido un placer que no tiene precio. Prometo volver.”
Y el dueño se vio forzado a
añadir unas palabras al cartel: “Para siempre jamás.”
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