“¿No nos estarían pagando de
menos?”dijo Cardo, que era muy práctica, contando el dinero con sus dedos. “Yo
creía que los guisantes valían seiscientos euros la pieza. ¡Oh, ya veo! Los otros doscientos son la ganancia del restaurador.”
Cuando volví a ver a mis
hermanas, Brezo y Cardo se estaban arrastrando a La
Cataplasma. Cuando digo que se estaban
arrastrando, no exagero. Casi no se podían tener en
pie. Tenían
un aspecto horrible. Estaban más que pálidas. Estaban grises. Y con ojeras que
las llegaban hasta la punta de sus narices. Nunca había visto a mis hermanas
con peor cara. En verdad, nunca las había visto con mala cara antes. Tampoco
parecían poder con sus almas. Se turnaban cargando una bandejita con cuatro
guisantes en ella, y al verlas hacerlo, creerías que estaban transportando un
saco lleno de rocas.
Comprendí que las niñas
habían estado durmiendo sobre guisantes durante dos noches seguidas y que esto
realmente podía baldar a auténticas princesas.
Atónito ante lo que veía y
temiendo que se desmayasen antes de llegar al restaurante, hice que me entregasen la bandeja para cargarla yo
hasta allí.
Entonces es cuando vimos el
cartel que decía que el restaurante había cerrado para siempre.
“Lo
siento, altezas,” dijo Santichu Semeurtzi, el hada vasco-española que era el
dueño del restaurante. “Sé que prometí comprar los guisantes, pero no
puedo cumplir mi promesa.”
Santichu era un tiarrón alto
y fuerte al que le encantaba bromear y que siempre estaba canturreando y
silbando mientras trabajaba, pero ese día parecía que había estado en un
funeral.
“Pues
sí. En el funeral de mi restaurante. Un hada hambrona ha puesto
fin a mi negocio.”
Fuera del restaurante se
encontraban Michael y Fergus. Michael quería saber por qué Santichu no había
reservado el derecho de admisión.
“El chico vino con el Cochero
de la Muerte ,
que me dijo que yo tenía prejuicios por no dejar entrar a hadas hambronas en mi
restaurante. Añadió que me llevaría de paseo si su hijo no entraba. Así que
pensé que lo más prudente era dejarles pasar. Pero cuando habían acabado de
zamparse la mitad de lo que había en mi despensa, les pedí que se fuesen.
Entonces apareció Darcy el Guapo, que me pidió que dejase que su hermano
terminase de comer. Como no hay quien diga que no a Darcy, se quedaron. El niño
ese acabó hasta con el último grano de arroz negro que había aquí.Y entonces me dijeron que
como mi comida no tenía precio, me pagarían con un hadapenique símbolico. Ni me
moleste en discutir. Los hadapeniques son como dinero de juguete, una ilusión
del primer ministro. Aquí todos pagan con lingotes de oro, piedras preciosas o
dinero mortal. El niño dijo que había sido un placer inigualable comer aquí y
que volvería a diario, convirtiéndose en mi cliente más fiel. Con una amenaza
como esa colgando como un espada de Damocles sobre mi restaurante, jamás podré
volver a abrir este lugar. Y ahora tendré que apuntarme al paro. ¿Ha inventado
ya Binky el hadaparo?”
Y así es cómo Vicentico
acabó con este lugar de reunión para gente malvada. Pero Fergus sintió pena por
Santichu, que en realidad era buena persona, y decidió darle la oportunidad de
recuperarse al menos un poco.
“Mi hijo va a dar una fiesta
de Halloween. Lo deja todo para el último minuto y hasta la fecha no se ha
ocupado del catering. ¿Podrías encargarte tú de eso, Santichu? Michael, sé
amable con este cocinero desempleado y contrátalo inmediatamente.”
Michael
dijo que si dejaba los preparativos para el último minuto era con la esperanza
de no tener que dar la fiesta de Halloween. Pero como parecía que no iba a
tener más remedio que darla, Santichu podía considerarse contratado.
Y
Santichu aceptó. Era cocinero de vocación y la idea de organizar una fiesta le
animó mucho. Dijo que se pondría inmediatamente a buscar víveres. Estaba seguro de
que encontraría calabazas, pero como no había llovido mucho, igual no había
tantas setas. Y como era tarde, tal vez las ardillas ya se habrían llevado
todas las nueces del Bosque Triturado. Lo que sí podía garantizar era la
bebida. Tenía dos bodegas y Alpin sólo había visitado una. Puesto que nunca
vendía alcohol a menores, Alpin sólo había acabado con la leche, las gaseosas y
los zumos de fruta. En la segunda bodega, que Alpin no conocía, Santichu además
guardaba distintas variedades de aguamiel y barriles enteros de jugo de hierba
de trigo.
“¡Pero si la fiesta es de
noche!” exclamó Michael, asustado. “Si sirves jugo de hierba de trigo verde los
invitados se pondrán como motos. ¡Arderá Troya! ¡Lo veo venir!”
Pero Fergus y los hojitas se
unieron en un enorme “¡HURRAAAAAAAAA!”
Cuando les conté a mis
padres como Cardo y Brezo habían intentado ayudarles a pagar la cuenta, Papá y
Mamá se conmovieron.
“Así que habéis estado sin
dormir durante noches y no habéis ganado nada con eso,” dijo mi padre. “Pero
estoy seguro de que es mejor que Alpin haya acabado con vuestro negocio de
guisantes marca Una Princesa Durmió Sobre
Mí. Tenéis un aspecto horrible con esas caras de
cansadas. Titania, hay que hacer algo. Alguien las podría tomar por
espantapájaros.”
“Guardaremos los cuatro
guisantes en la caja fuerte, como si fuesen esmeraldas,” dijo Mamá. “Más tarde
o más temprano nos podrían ser de utilidad. Siempre pensé que esa historia de
que los guisantes podían causar insomnia a las princesas era absurda. ¡Qué equivocada estaba! Pero os diré algo, niñas. Algo hemos ganado. Estáis tan feas
que podéis ahorrar en disfraces de Halloween. Id
así como estáis a la fiesta de Michael. Los zombis se morirán de envidia.”
“¡Oh,
no!” exclamó Papá.
“¿No eres tú el que siempre
ve el lado alegre de la vida, Obi? ¡Pues
velo!” respondió Mamá. “Si no te gusta que vayan de
zombis, irán de espantapájaros, como tú has sugerido.”
“¿Yo?”
“¡Sí! ¡Tú!
Tu has dicho que eso es lo que
parecen. Ahora no lo niegues.”
“¿Y después de eso podremos
volver a dormir todo lo que queramos y volvernos guapas otra vez?” preguntó
Brezo.
“Después de la fiesta debéis dormir más de lo que os
apetezca,” dijo Mamá. “No queremos hijas feas
después de Halloween. No hay excusa para tenerlas. ¿Verdad, Obi?”
Papa
alzó las cejas y sacudió la cabeza.
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