Llamamos al timbre y el
mismo Finbar abrió la puerta. Nos miró con los ojos a cuadros, no entendiendo
lo que veía. Cierto es que todos parecíamos un pelín más jóvenes por todo lo
que habíamos dormido bajo la nieve, pero donde no estábamos congelados
estábamos mojados, y donde no estábamos morados, estábamos rojos.
Mientras le contábamos a
Finbar por qué estábamos tan calados, su teléfono sonó. Era su mujer, Lira. Quería saber con quién estaba.
“¡Qué
espanto, Lira! Han estado enterrados aquí mismo delante de mi puerta desde febrero y
yo sin enterarme. ¡No me entero de nada cuando estoy absorto en mi trabajo! Ni
siquiera traían abrigos porque pensaban que sólo iban a estar aquí unos
minutos, y sabían que en mi taller hace un calor agobiantísimo. La gente
siempre dice que es como estar dentro de un horno, pero es que yo siempre tengo
frío. Soy como un lagarto.”
Cuando colgó, Finbar nos
dijo que Lira tardaría un minuto en aparecer por allí. Tardó sólo un segundo.
Cuando cualquier mujer entra en el taller de Finbar, Lira aparece en el acto.
“Pues
sí, Lira, hemos hibernado en una cama de hielo bajo mantas de nieve durante
meses sin que nos echase en falta nadie,” dijo la Sra. Dulajan. “Esto es muy
triste . Muy triste. No le culpo a tu marido porque él no sabía que íbamos a
venir. Pero si no supiese lo despistado que es Ernesto, te juro que me
divorciaría por esto. Y puesto que todo esto sucedió porque Alpin se puso
a gritar, tú deberías comprender por qué necesito lo que te he pedido, mi
querido y favorito dulce sobrino Finbar.”
“No te pases diciéndole a mi
marido lo mucho que le aprecias,” dijo Lira, “porque me pone muy nerviosa oírte
decir eso a la vez que hablas de divorciarte de Tito Ernesto. Por cierto, no es
verdad que nadie sabía que estabais enterrados en la nieve. Mis adivinos os
vieron en sus bolas de cristal. Yo iba a hacer que os rescatasen, pero ellos
dijeron que se ocuparían de eso. Si hubiese sabido que veníais a ver a mi
marido y que estabais ahí mismo en la puerta del taller, no dudes que hubiese
venido a por vosotros yo misma, Aislene.”
“¿Tú consultas a adivinos?”
Finbar preguntó a su mujer.
“Para saber de antemano si
piensas engañarme,” contestó Lira.
“¡Es el colmo! ¡Tendría que
haber adivinado eso yo! Estás perdiendo tiempo y
dinero.”
“Eso me dicen los adivinos. Pero…tantas
muñecas como hay en este taller me ponen de los nervios. Odio abril y mayo,
porque son los meses que te pones a fabricar muñecas.”
“¡Cambio
de tema !” gritó Finbar. “¿Cómo quieres que sea la niñera, Aislene?”
Cuando Alpin oyó la palabra niñera, sus orejas
de elfo se le pusieron de punta.
“¿La qué?¿La qué has dicho? ¿La qué?”
Aislene le guiñó un ojo a
Finbar.
“Lo que quiero para Alpin es...es...es...una
guardaespaldesa. Tiene que ser fuerte y rápida, y de una belleza espectacular.”
Finbar sacó un sombrero de
copa de un armario que había tras él, extrajó una conejita monísima del mismo,
la dio una zanahoria y la volvió a meter en el sombrero.
Removió
durante unos segundos la mano izquierda dentro del sombrero. Entonces
sacudió ambas manos por encima del mismo y dijo “¡Conforme hablo, creo! ¡Aberah Ke Dabar!”
Una nube rosa de polvo de
estrellas estalló del sombrero. De la nube salió la mujer más en forma que yo
había visto en mi vida. Medía dos metros, sus extremidades eran largas y solidas,
su cabello rubio y rizado caía sobe sus hombros anchos y sus enormes ojos
negros nos miraban fijamente. Estaba vestida de pies a cabeza en algo que
parecía el uniforme de un mosquetero. Se quitó su sombrero negro de plumas rosadas
y nos hizo una reverencia.
“Bonjour,” dijo en una voz profunda y provocadora. “Je m’appelle Gregoria Tenoria.”
“¡Saca a esta persona de aquí ahora mismo!”
gritó
Lira.
“Dame un segundo,” rió Finbar.
“Tengo algo para Arley.”
Volvió a meter la mano en el
sombrero y extrajo algo redondo y gris y peludo. No
era un conejo. Era un gato con tres pies.
“No busques líos,” me dijo
cuando me dio el gato. “La vida ya es lo bastante complicada.”
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