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lunes, 20 de abril de 2020

84. La Petalia

               
Todos los años en mayo o junio, los árboles en flor del Bosque Triturado celebran un antiguo festival. Lo llaman La Petalia, porque en ese evento los árboles sacuden sus ramas causando que los pétalos de sus flores salgan volando por doquier al ritmo de pequeños tambores blancos tocados por los duendes de las setas venenosas locales, todos ataviados de un alegre rojo. La gente mágica viene de lejos y de cerca para disfrutar del espectáculo y recoger pétalos frescos que luego utilizan en la artesanía y la hechicería o incluso en la cocina. A mis padres les gusta asistir y nos llevan con ellos todos los años. Todo el mundo aporta comida que se deposita en unas mesas de piedra muy largas y todo el mundo la comparte. Se dice que los que bailan bajo la lluvía de pétalos tendrán suerte en el amor al menos por un año. Pero nunca llueve a gusto de todos.

                           
“¡Qué aburrimiento!” exclamó Alpin. “Debería estar lloviendo gominolas y no está bazofia que puedes encontrar bajo tus pies cualquier día. Sólo sirve para pisarla, porque acolchona un poco si la tierra está muy dura y hay basura suficiente para ello. Si hay poca y llueve, lo más probable es que te haga resbalar y acabar tumbado en el sucio suelo tú mismo.”


Tais-toi! Tais-toi, petite bête affamée!” Gregoria regañó a Alpin.

Estábamos sentados en una de las mesas que ofrecían toda clase de refrescos y ella estaba escogiendo lo que le permitiría comer a Alpin.

“¿Por qué no puede está mujer hablar un idioma que la gente civilizada pueda entender? ¿Acaso es demasiado torpe para aprender?” protestó Alpin a su primo Finbar, creador de la guardaespaldesa.

                        
“Mi criatura habla doce idiomas con gran fluencia y hasta puede contar cuentos de advertencia en verso en cualquiera de ellos,” dijo Finbar, que no dudo en defender su trabajo. “Se supone que tú eres el que tiene que aprender de ella.”

“Dí algo sabio para demostrar que Finbar te hizo lista, Gregoria,” Alpin ordenó a la guardaespaldesa.

“Estas son lentejas. Las tomas o las dejas.”

Gregoria empujó un plato de lentejas bajo la barbilla de Alpin y le metío una gran cucharada en la boca por la fuerza.

Casi ahogándose, Alpin escupió las lentejas y gritó, “¡Eh, señora! No necesito que me animen a comer!”

“Creo que lo que te está queriendo decir es que no habrá dulces para ti hoy,” bostezó Finbar, que siempre se aburría cuando no estaba creando. “Espero que puedas entender eso.”
                           
“No importa lo que diga,” intervine yo. “Es tan guapa que sólo verla alimenta el alma.”

Gregoria es realmente agradable de ver y con su ancho sombrero repleto de hermosos lirios del valle y otras flores primaverales, estaba aun más guapa ese día.

“Si te gusta tanto, ¿por qué no me la cambias por tu cheque en blanco? Yo estoy dispuesto. ¡Hagámoslo!”

“Tú sabes que yo no puedo hacer eso, Alpin,” dije muy bajito. Esperaba que Gregoria no se sintiese ofendida porque no me pudiese permitir adquirir sus servicios. Pero no podía disponer del cheque de ese modo.

Antes de que Alpin pudiese responder,  el sonido de unos golpecitos en el tronco de un árbol que había detrás de nosotros nos hizo volvernos para ver que pasaba. Esperabamos ver un pájaro carpintero, pero no se trataba de eso. De detrás de un cerezo cargado de delicadas flores blancas asomaba una rara avis humana que nunca habíamos visto antes.

“¿Quién es ese?”susurró Alpin.

Finbar frunció el ceño.


“Buenas noches, damas y caballeros,” dijo Jemanías Ansioso apoyandose en el cerezo. “Hola, Lira. A tu servicio.”

Llevaba flores en el pelo también, un  ramillete de pimpollos de un lila pálido. Todos los que vienen a La Petalia llevan un tocado de flores o un sombrero decorado con flores.

                           
“Quiero saber si mi marido va a conocer a alguien en esta fiesta,” dijo Lira, la sirena celosa.

¡Sí!” exclamó Jemanías. “Nos va a conocer a nosotros. ¿Dónde está el primer ministro Binky? Tú nos citaste aquí y hoy con él.

                                    
“Oh, estoy aquí mismo,” sonrió el Sr. Binky, sacudiendo pétalos de su chaqueta mientras emergía de entre los árboles. “¡Hola a todos! Mi segunda resolución de año nuevo es consultar con adivinos y Lira me ha dicho que los suyos son los mejores. ¿Me voy a llevar dos por el precio de uno?”

                               
Mínafer Ominoso se materializó junto a Jemanías inmerso en una lluvia de pétalos de margaritas y Binky aplaudió al ver lo bien que lo había hecho. “¡Esplendido, esplendido!” dijo.

“¿Qué le vamos a decir a este individuo?” escuché al Sr. Ansioso susurrar al Sr. Ominoso.

“Algo fácil,” Mínafer susurró de vuelta, ajustando la corona de margaritas que llevaba en la cabeza, porque tendía a ladearse.

“Hmmm,”dijo Jemanías, “Sr. Binky, hoy, miércoles,  no es favorable. Vuelva usted mañana.”

“¿Qué? ¡Pero si dijisteis que debía venir hoy!”

“Usted, dada su profesión, debería entender mejor que nadie que es absolutamente necesario que le digamos que vuelva usted mañana, y para eso le hemos citado hoy.”

“No, no vuelva usted mañana,” Finbar aconsejó al Sr. Binky. Había estado parado ahí de pie detrás de su mujer con cara de pocos amigos. “No hace falta que vuelvas, Mungo. Acabas de consultar a unos futurólogos, así que has cumplido la segunda de tus resoluciones. Ve con la tercera.”

“A usted, Sr. Finbar,” sonrió Mínafer Ominoso, “le vemos mudando su taller a oriente.”

“Ya me han sugerido que haga eso. Pero yo no estoy en esto por el dinero. Así que para nada.”

“Entonces su cambio de dirección tendrá que ver con el calentamiento global. Ahora, que nos aspen si no somos los más profesionales. Le hemos dicho a usted, Sr. Binky, la radiante verdad. Los astros no son propicios. Y podemos prever que mañana tampoco lo serán. Y así se lo diremos hoy para que no tenga que hacer usted eso que tanto le molesta de volver mañana para oir lo que podríamos haberle dicho, y le decimos, hoy. Pero le vamos a cobrar por dos sesiones, porque le hemos dicho dos veces que vuelva usted en otra ocasión.”  Jemanias Ansioso hizo una reverencia y añadió al alzarse, “Doscientos dólares canadienses. Eso es lo que queremos que nos pague hoy por nuestros servicios. Incluye lo de mañana, por supuesto.”

“Nuestro consejo es que aprenda usted a esperar, Sr. Binky,” sonrió Mínafer antes de que el Sr. Binky pudiese abrir la boca. “Toda clase de  cosas buenas le llegan al que espera. Así de generoso es el universo. En el futuro, no nos llame. Nosotros le llamaremos a usted cuando la ocasión sea benigna.”

“Espero que eso no sea cuando os quedéis sin blanca,” se burló Finbar. “Aunque gracias a mi mujer no creo que eso os pase nunca.”

“¡Eh, Sr. Finbar!” protestó Mínafer suavemente. “¡Como si no le dijésemos la verdad a su señora!”

Finbar le devolvió la sonrisa.

“Como si no se la dijese yo,” respondió.

Y entonces me uní a la conversación. No estaba seguro de que los adivinos estos fuesen auténticos profetas, pero se veía que eran listos. Me armé de valor, y les pregunté, “Por favor, señores, podría hacer una consulta yo?”

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