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lunes, 20 de abril de 2020

87. La mano de Buda


Era la hora bruja y la electiricidad recién instalada brillaba en la tropical Isla de los Chichones. Allí el chef Santichu Semeurtzi estaba instalando su nueva cocina y comenzando ua nueva vida. Saladito Barbamocos le había fichado como cocinero del lujoso hotel y casino que había construido en la isla.

Santichu era una persona cálida y locuaz,  y cuando no tenía con quien hablar, acostumbraba a hacerlo consigo mismo y en voz alta.

“Crear nuevos platos es mi vocación. Pero crear  y preparar sesenta platos en sólo unas horas va a ser un reto hasta para mí, por muy mágico que sea. Además, he de hacerlo con ingredientes que  no me son familiares.”

Todo esto se decía a sí mismo mientras consideraba lo que podía hacer con una fruta que era nueva para él. Cuando estaba verde, la fruta llamada mano de Buda parecía un manojo de pimientos italianos que habían nacido siameses. Pero en realidad era un cítrico que sabía a limón. Eso se hacía más evidente cuando maduraba y se volvía amarilla.

“Creo que irá bien con un paté de hígado de gansa ponedora de huevos de oro, que ha muerto porque su dueño la ha obligado a trabajar en exceso.”

Y entonces algo ocurrió que hizo que los ojos exteriores e interiores de Santichu saltasen. La fruta que estaba estudiando cobró vida. Sus dedos se movieron para formar el gesto de docencia. Y una voz que tenía que ser la del Buda se oyó decir, “Ten la amabilidad de devolverme mi mano. No está hecha para ser comida con carne.”


Ahora sucedió que Santichu admiraba al Buda enormemente. Era uno de esos vascos que creían que sus antepasados tenían raíces tibetanas. Comenzó a charlar con el Buda.

“Siempre he preparado platos totalmente vegetarianos para el pueblo de las hadas,” dijo. “Pero no he tenido otro remedio que trabajar aquí ahora, en está deprimente isla. El dueño y sus clientes son todos muy del lado oscuro, y odian la luz a pesar de la electricidad que se ha instalado aquí. Estoy aquí porque un niño gafe que tiene una obsesión enfermiza con mi comida acabó con mi restaurante y no puedo ganarme la vida en otra parte porque allá dónde voy me sigue y hunde mi negocio. Saco algo de un horno y allí está el azeri ese con la servilleta alrededor del cuello y un tenedor y un cuchillo en los puños. Pero entre la gente abominable que hay aquí, puede que esté a salvo. Lo más probable es que defiendan su comida con tenedores y cuchillos también.”

                           
En ese momento Saladito Barbamocos irrumpió en la cocina, exigiendo saber que estaba pasando ahí.

Esos que le habían conocido unos meses atrás no le reconocerían. Los cirujanos plásticos feéricos le habían convertido en un joven modelo más, salido directamente de la página de una revista de moda. Parecía tener unos veinte años, sus ojos azules estaban rodeados de pestañas gruesas y largas, su boca estaba hinchada a lo sexy como mandaba la moda y sus orejas y nariz tenían la mitad del tamaño que antes tenían.

El nuevo casino y hotel de Saladito iban a ser inaugurados en poco más de veinticuatro horas y las cosas iban mucho más despacio de lo que él hubiese deseado. Cuando Saladito vio que el Buda estaba visitando su cocina, reaccionó de modo muy distinto al de Santichu.

“Mire usted, Doña Beatona,” le dijo el pirata al Buda, nada impresionado por su presencia, “¿A usted que le importa todo esto? ¿Acaso no eres el tipo que dice que todo es ilusión? Pues mire hacia otra parte y vea algo que prefiera contemplar.”

                               
La mano del Buda hizo el gesto de alejar el mal.

“¿Dónde están los ceniceros?” gritó Saladito, su mente ya en otros asuntos.

“¡Tres mil enormes ceniceros de cristal de roca y plata que procuré para mi casino y no veo ni uno por ninguna parte! Y eso que los conseguí muy pesados para que no les sea fácil a los ladrones de suvenires birlarlos. Es inaudito que tenga que preocuparme por estos detalles cuando poseo esclavos comprados con tarjeta de crédito.”

Saladito había invitado a la mitad de la Asociación de Villanos Empedernidos a la inauguración. No había invitado a la otra mitad para que sintiesen envidia. Eso podría no ser bueno para su negocio, pero le hacía feliz. Sin embargo, sabía que si no estaba todo en orden cuando abriese al público, sería el hazmerreír de sus colegas.

“¿Se ha acordado alguien de invitar a las aspiradoras?” gritó Saladito.

Uno de los nativos de la isla era el director del hotel. Era muy joven y acababa de ser entrenado para ejercer de ejecutivo. Alto y delgado, vestía para su papel con un traje transparente de última moda y llevaba gafas oscuras de marca carísima. Su nombre era Tropez, pero Saladito le llamaba Moratones porque era un chichón y estaba tan plagado de moratones como cualquier otro.

                       
“¿Las aspiradoras?” preguntó Tropez. “Pues están en el cuarto donde las kellys guardan los útiles de la limpieza. ¿Es que no las han usado hoy?”

“¡No, mentecato, no!” grito Barbamocos. “LAS AS-PI-RA-DO-RAS son los vampiros psíquicos. Tenemos que invitar a unos cuantos para que se traguen la energÍa negativa que va a haber aquí mañana. Si no asisten, no habrá quien respire aquí.”

Moratones sacó el móvil de su bolsillo y le preguntó a Saladito si las aspiradoras podían ser localizadas en el club de la Asociación de Villanos Empedernidos. A esta clase de gente le encanta juntarse y alternar. O mejor dicho, juntarse para altercar.

“Sus números están en la agenda negra que te he dado,” gruñó Barbamocos. “Léela. ¿Es que no sabes? Y lee la lista de invitados, chichón de caca. Tal vez si te quitases esas gafotas verías algo. ¿Para qué os he bendecido con luz eléctrica, tribu terca y cavernícola? ¡Todos parecéis ciegos, pero ya no lo sois! ¡Ahora veis! Gracias a mí. He mostrado la luz a una gente que vivía en la oscuridad. ¿Es mi culpa que no queráis ver?Una buena acción al día al menos hago. Siempre. Por lo general, sin darme cuenta, pero la hago.”

Tropez dijo que estaba ahí para contarle a Saladito las últimas noticias, incluidos los rumores extraoficiales. Esto era algo que hacía a diario para su jefe. Le informó de que había habido este desastre y también aquel otro y otra docena o más. Todo era más caro que el día anterior excepto aquello de lo que había sobrantes, y esos sobrantes habían ido a parar a las profundidades del mar para mantener los precios en alza.

Saladito dijo que le importaba un bledo que los precios subiesen. No tenía que ver con él. Él no pagaba, cogía lo que quería.

“Tu nuevo complejo turístico aquí en Isla Chichones es noticia de primera página en todos los medios salvo el Canal de Sólo Buenas Noticias.”

“¡El Canal de Sólo Buenas Noticias!” se burló Saladito. ¡Qué les den!

 “Y por último, pero no por ello menos interesante, hay una leyenda urbana que cuenta que un niño tiene el poder de cargarse el cándido negocio de las ilusiones navideñas.”

Saladito acarició su suave e imberbe barbilla.

“Ese crío hambrón que los Jinetes del Apocalipsis están pensando fichar está listo para atacar a la empresa polar?”

“¡No!” dijo Tropez. “No se trata del no cambiadito. Es uno de los hijos menores de Titania. Aunque no prometía nada, parece que ha logrado camelar a los Tres Capos Magos para que le diesen un cheque en blanco.”

“Bueno, bueno, bueno. Eso es lo que yo llamo una imprudencia,” musitó Saladito. “Esos viejos deben estar chocheando. ¿Sabes lo difícil que es copiar la letra de esos tres tíos? Lo que no está en chino está en siríaco, o arameo, o etíope, yo que sé. En cualquier idioma que hoy sólo hablan los energúmenos. Nadie ha sido capaz de falsificar las tres firmas de esos canicas a la vez. Porque estoy ocupado como una abeja que zumba ahora mismo, que si no, ya verías tú el golpe que le daría a la empresa del regalo gratis ahora que sé que existe ese cheque.”

La carita nueva del pirata vuelto dueño de casino se estaba poniendo roja como un tomate, tal era su hostilidad hacia los reyes magos. Saladito estaba tan alterado que su cabello, tan limpio que crujía, se puso de punta y empezó a enredarse y formar lo que parecían ser cuernos.
                         
                        
“¿Por qué demonios tienen que recibir regalos los que no saben robar lo que quieren? Al menos deberían hacer un esfuerzo para aprender, como hice yo. ¿Tú sabes cuanto tiempo llevo yo estudiando todo esto que tengo planeado y montado y a lo que he dado vida aquí? ¿Es que mi esfuerzo vale menos que la ñoñería de tres bobos manirrotos? Además, si hay algo que odio es que mientan a los niños. Ya va siendo hora de que alguien les de el pasaporte a esos ancianos.


De pronto la mano del Buda hizo el gesto de impavidez. Santichu lo vio. Se arrancó el delantal y lo lanzó a la isla que había en medio de la cocina.

¡Yo soy el que ha visto la luz!” gritó. “Las hadas no viven sólo de gansos maltratados. Tiene que haber algo más importante que la comida basura, tenga el precio que tenga. ¡Y lo pienso buscar! ¡Dimito! Me voy al Tíbet a aprender más sobre mis antepasados tibetanos.”

Saladito Barbamocos se quedó primero sin habla y luego estalló en gritos.

“¿Pero qué dice este zumbado? Nadie sabe de dónde vienen las hadas vascas. ¡Puede que hayan venido de Marte! ¿Qué crees que te vas a encontrar en el Tibet? ¡La misma mierda que aquí, sólo que más cutre! ¿Piensas dejarme plantado en la noche de la inauguración de mi casino porque se te ha aparecido el Buda? ¡Da un paso hacía esa puerta y te arrancaré la glándula pineal y me la zamparé como un cacahuete asado!

Por si no sabéis lo que es la glándula pineal, es una parte del cerebro que tiene forma de piña. Se dice que es el asiento del alma.

Y los cuchillos de cocina brillaron. Pero afortunadamente no se derramó sangre en la sopa que estaba hirviendo. ¿Por qué? Porque Barbamocos había pagado una fortuna por su nueva cara y no quería arriesgarse a que se la rompiesen antes de la inauguración.

“Muy bien,” dijo el pirata, “te puedes ir. Pero ya verás. Llegará el momento. Lamentarás haberme llamado labios de avispa lasciva. Conocerás mi ira en cuanto esté menos ocupado y mi cara sea menos cara.”

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