Era la hora bruja y la
electiricidad recién instalada brillaba en la tropical Isla de los Chichones.
Allí el chef Santichu Semeurtzi estaba instalando su nueva cocina y comenzando
ua nueva vida. Saladito Barbamocos le había fichado como cocinero del lujoso hotel
y casino que había construido en la isla.
Santichu
era una persona cálida y locuaz, y
cuando no tenía con quien hablar, acostumbraba a hacerlo consigo mismo y en voz
alta.
“Crear
nuevos platos es mi vocación. Pero crear y
preparar sesenta platos en sólo unas horas va a ser un reto hasta para mí, por
muy mágico que sea. Además, he de hacerlo con ingredientes que no me son familiares.”
Todo esto se decía a sí
mismo mientras consideraba lo que podía hacer con una fruta que era nueva para él.
Cuando estaba verde, la fruta llamada mano de Buda parecía un manojo de
pimientos italianos que habían nacido siameses. Pero
en realidad era un cítrico que sabía a limón. Eso se hacía más evidente cuando
maduraba y se volvía amarilla.
“Creo que irá bien con un
paté de hígado de gansa ponedora de huevos de oro, que ha muerto porque su
dueño la ha obligado a trabajar en exceso.”
Y entonces algo ocurrió que
hizo que los ojos exteriores e interiores de Santichu saltasen. La fruta que
estaba estudiando cobró vida. Sus dedos se movieron para formar el gesto de
docencia. Y una voz que tenía que ser la del Buda se oyó decir, “Ten la
amabilidad de devolverme mi mano. No está hecha para ser comida con carne.”
Ahora sucedió que Santichu
admiraba al Buda enormemente. Era uno de esos vascos que creían que sus
antepasados tenían raíces tibetanas. Comenzó a charlar con
el Buda.
“Siempre he preparado platos
totalmente vegetarianos para el pueblo de las hadas,” dijo. “Pero no he tenido
otro remedio que trabajar aquí ahora, en está deprimente isla. El dueño y sus
clientes son todos muy del lado oscuro, y odian la luz a pesar de la
electricidad que se ha instalado aquí. Estoy aquí porque un niño gafe que tiene
una obsesión enfermiza con mi comida acabó con mi restaurante y no puedo
ganarme la vida en otra parte porque allá dónde voy me sigue y hunde mi
negocio. Saco algo de un horno y allí está el azeri ese con la servilleta
alrededor del cuello y un tenedor y un cuchillo en los puños. Pero entre la
gente abominable que hay aquí, puede que esté a salvo. Lo más
probable es que defiendan su comida con tenedores y cuchillos también.”
En ese momento Saladito
Barbamocos irrumpió en la cocina, exigiendo saber que estaba pasando ahí.
Esos que le habían conocido
unos meses atrás no le reconocerían. Los cirujanos plásticos feéricos le habían
convertido en un joven modelo más, salido directamente de la página de una
revista de moda. Parecía tener unos veinte
años, sus ojos azules estaban rodeados de pestañas gruesas y largas, su boca
estaba hinchada a lo sexy como mandaba la moda y sus orejas y nariz tenían la
mitad del tamaño que antes tenían.
El nuevo casino y hotel de
Saladito iban a ser inaugurados en poco más de veinticuatro horas y las cosas iban mucho
más despacio de lo que él hubiese deseado. Cuando Saladito vio que el Buda
estaba visitando su cocina, reaccionó de modo muy distinto al de Santichu.
“Mire usted, Doña Beatona,” le
dijo el pirata al Buda, nada impresionado por su presencia, “¿A usted que le
importa todo esto? ¿Acaso no eres el tipo que dice que todo es ilusión? Pues
mire hacia otra parte y vea algo que prefiera contemplar.”
La mano del Buda hizo el gesto
de alejar el mal.
“¿Dónde están los ceniceros?”
gritó Saladito, su mente ya en otros asuntos.
“¡Tres mil enormes ceniceros
de cristal de roca y plata que procuré para mi casino y no veo ni uno por
ninguna parte! Y eso que los conseguí muy pesados para que no les sea fácil a
los ladrones de suvenires birlarlos. Es inaudito que tenga que preocuparme por
estos detalles cuando poseo esclavos comprados con tarjeta de crédito.”
Saladito había invitado a la
mitad de la Asociación
de Villanos Empedernidos a la inauguración. No había invitado a la otra mitad
para que sintiesen envidia. Eso podría no ser bueno para su negocio, pero le
hacía feliz. Sin embargo, sabía que si no estaba todo en orden cuando abriese
al público, sería el hazmerreír de sus colegas.
“¿Se ha acordado alguien de
invitar a las aspiradoras?” gritó Saladito.
Uno de los nativos de la
isla era el director del hotel. Era muy joven y acababa de ser entrenado para
ejercer de ejecutivo. Alto y delgado, vestía para su papel con un traje
transparente de última moda y llevaba gafas oscuras de marca carísima. Su
nombre era Tropez, pero Saladito le llamaba Moratones porque era un chichón y
estaba tan plagado de moratones como cualquier otro.
“¿Las aspiradoras?” preguntó
Tropez. “Pues están en el cuarto donde las kellys guardan los útiles de la
limpieza. ¿Es que no las han usado hoy?”
“¡No, mentecato, no!” grito Barbamocos. “LAS AS-PI-RA-DO-RAS son los vampiros psíquicos. Tenemos que invitar a unos cuantos para
que se traguen la energÍa negativa que va a haber aquí mañana. Si no asisten,
no habrá quien respire aquí.”
Moratones sacó el móvil de
su bolsillo y le preguntó a Saladito si las aspiradoras podían ser localizadas
en el club de la Asociación
de Villanos Empedernidos. A esta clase de gente le encanta juntarse y alternar.
O mejor dicho, juntarse para altercar.
“Sus números están en la agenda
negra que te he dado,” gruñó Barbamocos. “Léela.
¿Es que no sabes? Y lee la lista de invitados, chichón de caca. Tal vez si te
quitases esas gafotas verías algo. ¿Para qué os he bendecido con luz eléctrica,
tribu terca y cavernícola? ¡Todos parecéis ciegos, pero ya no lo sois! ¡Ahora
veis! Gracias a mí. He mostrado la luz a una gente que vivía en la
oscuridad. ¿Es mi culpa que no queráis ver?Una
buena acción al día al menos hago. Siempre. Por lo general, sin darme cuenta,
pero la hago.”
Tropez dijo que estaba ahí
para contarle a Saladito las últimas noticias, incluidos los rumores
extraoficiales. Esto era algo que hacía a diario para su jefe. Le informó de
que había habido este desastre y también aquel otro y otra docena o más. Todo
era más caro que el día anterior excepto aquello de lo que había sobrantes, y
esos sobrantes habían ido a parar a las profundidades del mar para mantener los
precios en alza.
Saladito dijo que le
importaba un bledo que los precios subiesen. No
tenía que ver con él. Él no pagaba, cogía lo que quería.
“Tu nuevo complejo turístico
aquí en Isla Chichones es noticia de primera página en todos los medios salvo
el Canal de Sólo Buenas Noticias.”
“¡El Canal de Sólo Buenas
Noticias!” se burló Saladito. “¡Qué les den!”
“Y por último, pero no por ello menos
interesante, hay una leyenda urbana que cuenta que un niño tiene el poder de
cargarse el cándido negocio de las ilusiones navideñas.”
Saladito acarició su suave e
imberbe barbilla.
“Ese
crío hambrón que los Jinetes del Apocalipsis están pensando fichar está listo
para atacar a la empresa polar?”
“¡No!” dijo Tropez. “No se
trata del no cambiadito. Es uno de los hijos menores de Titania. Aunque no
prometía nada, parece que ha logrado camelar a los Tres Capos Magos para que le
diesen un cheque en blanco.”
“Bueno,
bueno, bueno. Eso es lo que yo llamo una imprudencia,” musitó Saladito. “Esos viejos
deben estar chocheando. ¿Sabes lo difícil que es copiar la letra de esos tres
tíos? Lo que no está en chino está en siríaco, o arameo, o etíope, yo que sé.
En cualquier idioma que hoy sólo hablan los energúmenos. Nadie ha sido capaz de
falsificar las tres firmas de esos canicas a la vez. Porque estoy ocupado como
una abeja que zumba ahora mismo, que si no, ya verías
tú el golpe que le daría a la empresa del regalo gratis ahora que sé que existe
ese cheque.”
La carita nueva del pirata
vuelto dueño de casino se estaba poniendo roja como un tomate, tal era su
hostilidad hacia los reyes magos. Saladito estaba tan
alterado que su cabello, tan limpio que crujía, se puso de punta y empezó a
enredarse y formar lo que parecían ser cuernos.
“¿Por qué demonios tienen
que recibir regalos los que no saben robar lo que quieren? Al menos deberían
hacer un esfuerzo para aprender, como hice yo. ¿Tú sabes cuanto tiempo llevo yo
estudiando todo esto que tengo planeado y montado y a lo que he dado vida aquí?
¿Es que mi esfuerzo vale menos que la ñoñería de tres bobos manirrotos? Además,
si hay algo que odio es que mientan a los niños. Ya va siendo hora de que
alguien les de el pasaporte a esos ancianos.
De pronto la mano del Buda
hizo el gesto de impavidez. Santichu lo vio. Se arrancó el
delantal y lo lanzó a la isla que había en medio de la cocina.
“¡Yo soy el que ha visto la luz!” gritó. “Las hadas no viven sólo de
gansos maltratados. Tiene que haber algo más importante que la comida basura,
tenga el precio que tenga. ¡Y lo pienso buscar! ¡Dimito! Me voy al Tíbet a aprender
más sobre mis antepasados tibetanos.”
Saladito
Barbamocos se quedó primero sin habla y luego estalló en gritos.
“¿Pero
qué dice este zumbado? Nadie sabe de dónde vienen las hadas vascas. ¡Puede
que hayan venido de Marte! ¿Qué crees que te vas a encontrar en el Tibet? ¡La
misma mierda que aquí, sólo que más cutre! ¿Piensas dejarme plantado en la
noche de la inauguración de mi casino porque se te ha aparecido el Buda? ¡Da un paso hacía esa puerta y te arrancaré
la glándula pineal y me la zamparé como un cacahuete asado!”
Por si no sabéis lo que es
la glándula pineal, es una parte del cerebro que tiene forma de piña. Se dice que es el asiento del alma.
Y los cuchillos de cocina
brillaron. Pero afortunadamente no se derramó sangre en la sopa que estaba
hirviendo. ¿Por qué? Porque Barbamocos había pagado una fortuna por su nueva
cara y no quería arriesgarse a que se la rompiesen antes de la inauguración.
“Muy bien,” dijo el pirata, “te
puedes ir. Pero ya verás. Llegará el momento. Lamentarás
haberme llamado labios de avispa lasciva. Conocerás mi ira en cuanto esté menos
ocupado y mi cara sea menos cara.”
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