Hay un castillo fortificado,
tan oscuro y lúgubre como puedes esperar que sea. Cada año, a fines de
diciembre, la Asociación
de Villanos Empedernidos se reúne allí para hacer balance del daño que sus miembros han
logrado hacer durante esos doce meses.
Aunque este año había
favorecido el mal, no todo era dulce victoria para la asociación, porque sus
miembros siempre están divididos y la brecha entre las dos facciones
principales es cada día más ancha.
A un lado de la gran sala de
asamblea en la que se reunían estaban los villanos tradicionales. Sabían
perfectamente que la bondad existe y el propósito de su vida era acabar con
ella. Estos miembros de la sociedad se llamaban a si mismos Los Consagrados,
porque consideraban su devoción al mal una especie de sacerdocio. No sólo se portaban mal. También se esforzaban por parecer malos.
Vestían fatal y hasta olían mal.
Los miembros de la otra
facción, al contrario que los malotes tradicionales, no creían que el bien
existiese. Para ellos, sólo existía el mal y era algo tan natural que no había
razón para dedicarse ni a esconder ni a exhibirlo. Por lo tanto preferían ir
vestidos a la última moda, siempre con las marcas más caras, aunque se tratase
de falsificaciones. Los malos tradicionales llamaban a los modernos Los
Desvergonzados, cuando no les llamaban algo peor. Y Los Desvergonzados les devolvían la torta llamándoles Los Jaquetones
Con Complejo de Matón. No hace falta decir que se
odiaban a muerte.
Porque a la mayoría de la
gente le mola más ser guay, el número de la facción moderna aumentaba a diario.
Y para no convertirse en minoría a la hora de votar y tomar decisiones, los de
la antigua tradición tenían que visitar la oficina de desempleo y contratar a
pequeños delincuentes, y otros desafortunados, e infiltrarlos en la asociación
para tener más votantes.
Un muy, muy pequeño
delincuente era Nimbo Di Limbo, apodado el Maritatas, y antihéroe del cuento de Navidad de este año. Nimbo no tenía una buena opinión de sí mismo.
Creía que en los tiempos que corrían, uno tenía que ser bobo para ser ladrón y
estar desempleado a la vez. Delincuentes más importantes que él le habían
acusado de ser vago e inútil, pero ese no era su problema, como pronto veremos.
La sala de asamblea de la
asociación es aun más desangelada que las mazmorras del castillo. No es fácil
encontrar bancos más duros y más sucios que lo que hay clavados al suelo allí.
Clavados, por supuesto, para que ni los roben ni se los tiren a la cabeza unos
miembros a otros. Pulgas, piojos, chinches y hasta garrapatas se pasean por
ellos como cada uno por su casa. La sala está iluminada únicamente por chochinobakes,
linternas japonesas habitadas por fantasmas que se tiran a tu cara cuando las
enciendes, pegándote el mayor susto que pueden. La facción moderna se sentía
repugnada por el estado de la sala, y más de uno de Los Desvergonzados hubiese
traído a un decorador al castillo para modernizar el lugar, pero Los Jaquetones
Acomplejados no lo permitían.
Para entrar en el castillo,
había que estar tapado de los pies a la cabeza. Había que llevar capa, capucha
y máscara. Esto era para evitar peleas entre miembros que tenían cuentas
pendientes. Si se pusiesen a ajustar cuentas ahí, nunca se haría nada serio.
Pero se podía reconocer a los miembros de las distintas facciones porque los jaquetones iban de negro y los desvergonzados de amarillo.
El pequeño Nimbo llegó un
poco tarde y se deslizó lo más silenciosamente posible en la sala mientras el
Señor de los Desvergonzados daba un discurso en el que analizaba el grado de
consecución de los objetivos de la asociación.
“Blah,
blah,” iba diciendo. “Estamos efectivamente convirtiendo el planeta en un
desierto. A pesar de la existencia de lugares protegidos, en poco tiempo habremos
mandado a todos esos paletos pastorales que insisten en retozar en verdes
campos al lugar al que pertenecen en este milenio, que es el vertedero
municipal. No descansaremos hasta que les veamos nadar en toneladas de basura
intentando encontrar algo que comer. Una vez más felicitamos a los que han
contribuido a hacer que el polen convierta la alegría en alergia y las alergias
en una pandemia. Esperamos que esto fomente el odio a la vegetación hasta el
punto de hacer que las plantas desaparezcan de cualquier lugar habitable.
"En cuanto a la educación,
una vez más aclamamos al Mago Frestón por su celo en hacer desaparecer libros. Esperamos
que su plan para cobrar por usar los libros de las bibliotecas prospere. También
somos conscientes de que tiene el don de hacer que los intelectuales parezcan
locos a punto de convertirse en asesinos en serie. Sólo hay que escuchar como
los medios de comunicación insisten en la inteligencia superior de los despiadados
perpetradores de crímenes y como mencionan la profesión de los delincuentes
sólo si se trata de docentes. Blah, blah, blah...”
El Señor de los
Desvergonzados siguió despotricando durante un rato largo sobre sendos asuntos,
ignorando como el público bostezaba y hasta a veces le pedía a gritos que
abreviase. Finalmente llegó a lo que iba a ser el final de su discurso.
“Y por último, pero no por
ello menos importante, me quito el sombrero – – bueno, me lo quitaría si lo
llevase – y pido una gran ovación para el chorizo que mangó el cheque en blanco
de los reyes magos. Seas quién seas, nos has dado una lección a todos los
maleantes.”
¡Ah, y entonces la ovación
fue enorme! Hasta los bancos clavados al suelo crujieron y temblaron y los
fantasmas japoneses estallaron de sus linternas y volaron por la sala añadiendo
sus aullidos al enorme estrépito.
El pequeño Nimbo empezó a
temblar. Se tranquilizó recordando que no se iba a votar esa noche y que podría
desaparecer de allí sin que nadie notase su ausencia. Salió de la sala tan
subrepticiamente como había entrado. Se recordó a si mismo que alguien le
esperaba en casa y eso le animo a irse del todo.
Nimbo tenía un don para el
silencio y podía moverse tan lentamente que sus movimientos pasaban
inadvertidos. Pronto estaba en el pasadizo subterráneo por el que había entrado
en el castillo. Sus paredes estaban llenas de taquillas donde se guardaban las
capas, capuchas y máscaras de los miembros. Mientras guardaba la suya pensaba
que debía irse antes de que alguien le robase el dinero que le habían pagado
por asistir. La fiestas navideñas no serían fiestas si tuviese que salir a
robar esa noche para poder cenar. Y entonces, como también tenía un oído
finísimo, detectó unos susurros.
“¡Hmm!
Hay
dos topos aquí,” pensó Nimbo, fingiendo no ver los dos bultitos negros que se
escondían entre las sombras.
“Estos canallas no tienen ni
idea de quién se ha llevado el cheque,” Suitino le dijo a su colega espía.
“Ni
la tenemos nosotros. Vayámonos. Estamos perdiendo el tiempo aquí,” contestó Ruperto.
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