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sábado, 18 de abril de 2020

99. La asamblea anual de la Asociación de Villanos Empedernidos



Hay un castillo fortificado, tan oscuro y lúgubre como puedes esperar que sea. Cada año, a fines de diciembre, la Asociación de Villanos Empedernidos se reúne allí para hacer balance del daño que sus miembros han logrado hacer durante esos doce meses.

Aunque este año había favorecido el mal, no todo era dulce victoria para la asociación, porque sus miembros siempre están divididos y la brecha entre las dos facciones principales es cada día más ancha.


A un lado de la gran sala de asamblea en la que se reunían estaban los villanos tradicionales. Sabían perfectamente que la bondad existe y el propósito de su vida era acabar con ella. Estos miembros de la sociedad se llamaban a si mismos Los Consagrados, porque consideraban su devoción al mal una especie de sacerdocio. No sólo se portaban mal. También se esforzaban por parecer malos. Vestían fatal y hasta olían mal.


Los miembros de la otra facción, al contrario que los malotes tradicionales, no creían que el bien existiese. Para ellos, sólo existía el mal y era algo tan natural que no había razón para dedicarse ni a esconder ni a exhibirlo. Por lo tanto preferían ir vestidos a la última moda, siempre con las marcas más caras, aunque se tratase de falsificaciones. Los malos tradicionales llamaban a los modernos Los Desvergonzados, cuando no les llamaban algo peor. Y Los Desvergonzados les devolvían la torta llamándoles Los Jaquetones Con Complejo de Matón. No hace falta decir que se odiaban a muerte.

Porque a la mayoría de la gente le mola más ser guay, el número de la facción moderna aumentaba a diario. Y para no convertirse en minoría a la hora de votar y tomar decisiones, los de la antigua tradición tenían que visitar la oficina de desempleo y contratar a pequeños delincuentes, y otros desafortunados, e infiltrarlos en la asociación para tener más votantes.


Un muy, muy pequeño delincuente era Nimbo Di Limbo, apodado el Maritatas, y antihéroe del cuento de Navidad de este año. Nimbo no tenía una buena opinión de sí mismo. Creía que en los tiempos que corrían, uno tenía que ser bobo para ser ladrón y estar desempleado a la vez. Delincuentes más importantes que él le habían acusado de ser vago e inútil, pero ese no era su problema, como pronto veremos.

La sala de asamblea de la asociación es aun más desangelada que las mazmorras del castillo. No es fácil encontrar bancos más duros y más sucios que lo que hay clavados al suelo allí. Clavados, por supuesto, para que ni los roben ni se los tiren a la cabeza unos miembros a otros. Pulgas, piojos, chinches y hasta garrapatas se pasean por ellos como cada uno por su casa. La sala está iluminada únicamente por chochinobakes, linternas japonesas habitadas por fantasmas que se tiran a tu cara cuando las enciendes, pegándote el mayor susto que pueden. La facción moderna se sentía repugnada por el estado de la sala, y más de uno de Los Desvergonzados hubiese traído a un decorador al castillo para modernizar el lugar, pero Los Jaquetones Acomplejados no lo permitían.

Para entrar en el castillo, había que estar tapado de los pies a la cabeza. Había que llevar capa, capucha y máscara. Esto era para evitar peleas entre miembros que tenían cuentas pendientes. Si se pusiesen a ajustar cuentas ahí, nunca se haría nada serio. Pero se podía reconocer a los miembros de las distintas facciones porque los jaquetones iban de negro y los desvergonzados de amarillo.

El pequeño Nimbo llegó un poco tarde y se deslizó lo más silenciosamente posible en la sala mientras el Señor de los Desvergonzados daba un discurso en el que analizaba el grado de consecución de los objetivos de la asociación.

“Blah, blah,” iba diciendo. “Estamos efectivamente convirtiendo el planeta en un desierto. A pesar de la existencia de lugares protegidos, en poco tiempo habremos mandado a todos esos paletos pastorales que insisten en retozar en verdes campos al lugar al que pertenecen en este milenio, que es el vertedero municipal. No descansaremos hasta que les veamos nadar en toneladas de basura intentando encontrar algo que comer. Una vez más felicitamos a los que han contribuido a hacer que el polen convierta la alegría en alergia y las alergias en una pandemia. Esperamos que esto fomente el odio a la vegetación hasta el punto de hacer que las plantas desaparezcan de cualquier lugar habitable.

"En cuanto a la educación, una vez más aclamamos al Mago Frestón por su celo en hacer desaparecer libros. Esperamos que su plan para cobrar por usar los libros de las bibliotecas prospere. También somos conscientes de que tiene el don de hacer que los intelectuales parezcan locos a punto de convertirse en asesinos en serie. Sólo hay que escuchar como los medios de comunicación insisten en la inteligencia superior de los despiadados perpetradores de crímenes y como mencionan la profesión de los delincuentes sólo si se trata de docentes. Blah, blah, blah...”

El Señor de los Desvergonzados siguió despotricando durante un rato largo sobre sendos asuntos, ignorando como el público bostezaba y hasta a veces le pedía a gritos que abreviase. Finalmente llegó a lo que iba a ser el final de su discurso.

“Y por último, pero no por ello menos importante, me quito el sombrero – – bueno, me lo quitaría si lo llevase – y pido una gran ovación para el chorizo que mangó el cheque en blanco de los reyes magos. Seas quién seas, nos has dado una lección a todos los maleantes.”

¡Ah, y entonces la ovación fue enorme! Hasta los bancos clavados al suelo crujieron y temblaron y los fantasmas japoneses estallaron de sus linternas y volaron por la sala añadiendo sus aullidos al enorme estrépito.

El pequeño Nimbo empezó a temblar. Se tranquilizó recordando que no se iba a votar esa noche y que podría desaparecer de allí sin que nadie notase su ausencia. Salió de la sala tan subrepticiamente como había entrado. Se recordó a si mismo que alguien le esperaba en casa y eso le animo a irse del todo.

Nimbo tenía un don para el silencio y podía moverse tan lentamente que sus movimientos pasaban inadvertidos. Pronto estaba en el pasadizo subterráneo por el que había entrado en el castillo. Sus paredes estaban llenas de taquillas donde se guardaban las capas, capuchas y máscaras de los miembros. Mientras guardaba la suya pensaba que debía irse antes de que alguien le robase el dinero que le habían pagado por asistir. La fiestas navideñas no serían fiestas si tuviese que salir a robar esa noche para poder cenar. Y entonces, como también tenía un oído finísimo, detectó unos susurros.

“¡Hmm! Hay dos topos aquí,” pensó Nimbo, fingiendo no ver los dos bultitos negros que se escondían entre las sombras.

“Estos canallas no tienen ni idea de quién se ha llevado el cheque,” Suitino le dijo a su colega espía.

“Ni la tenemos nosotros. Vayámonos. Estamos perdiendo el tiempo aquí,” contestó Ruperto.

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