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domingo, 19 de abril de 2020

91. El pequeñuelo

               
                   “¡Pan de jengibre en la caja de un casino!
                    ¡Ja, ja, ja! ¡Ya no beberá más ron!
                   ¡No escuchó aunque ella le previno!
                   ¡Jo, jo, jo!  ¡Ya no beberá más ron!
                   ¡Ahora es galleta, por terco y mezquino!
                   ¡Ron, ron, ron!  ¡Se desharía untado en ron!
                   ¡Merecido se lo tiene, pues siempre fue un cretino!
                   ¡Ja, ja, ja! ¿Quién se beberá su ron?”

Tened mucho cuidado con esa galleta, que no vaya a partirse,” dijo Fiona a los camareros cantantes que cargaban al hombrecillo de jengibre que ahora era Saladito a la caja fuerte del casino. Fiona había decidido guardar la galleta ahí para evitar que alguien sintiese la tentación de comérsela.

“Quería ser atractivo y ahora realmente lo es, pobrecillo. Es una galleta muy apetecible, horneada en su justo punto, de un dorado precioso, y está muy bien decorada también, con la cobertura de azúcar justa y bien reluciente.”

                            
“¿Vas a buscar a alguien que le vuelva a convertir en lo que era o piensas dejarle así?” preguntó el amorcillo Angelino, que había sido elegido delegado sindical de los camareros. “Yo dejaría las cosas como están. Nos irá mejor sin él.”

“No sé lo que hacer,” dijo Fiona.

Como el resto de los camareros del casino, Angelino había trabajado en La Cataplasma antes de que le emplease Saladito en el casino.

“Si te sientes confusa, piensa que nosotros nos sentimos desesperados,” dijo Angelino. “No queríamos trabajar para Saladito, pero cuando cerró La Cataplasma, no tuvimos elección. Nosotros te diremos lo que hacer, Fiona. Toma el control de este lugar. Llama a Santichu y dile que vas a convertir el casino en un balneario y el hotel en un ashram. Tienes que decir lo de ashram, porque trabajar aquí desequilibró los chakras de Santichu y está intentando curarse entre los budistas. Estamos algo resentidos porque nos dejó atrás cuando se fue de sopetón, pero se nos pasará si las cosas cambian para mejor. Por favor, haz lo que te pedimos, Fiona. Queremos dejar de tener que teñir nuestras plumas blancas de colores raros. Saladito quería que pareciésemos periquitos exóticos. Pero es una lata tener que estar pintándolas y sospechamos que las pinturas que compró son tóxicas, como todo aquí.


Lo cierto era que a los amorcillos les salían ronchas en la piel por culpa de los tintes. Y a veces hasta les costaba respirar. A eso se le llama enfermedad laboral.
     
            
“Este sitio podría funcionar,” dijo Brana, que había venido a apoyar a su hermana en cuanto se enteró de lo sucedido. “Como matemática podría hacerme cargo del casino. Pero creo que un spa es mucho más útil para la comunidad.”

“Podría funcionar,” repitió Fiona, animándose. Y sonrió un poco.

“Nadie debe saber que Saladito ahora es una galleta,” dijo Brana. “Vosotros los amorcillos tenéis que jurar que mantendréis esto en secreto.”

“Por la cuenta que nos trae seremos mudos. Pero… ¿Cómo vamos a explicar que Barbamocos ya no está entre nosotros cuando alguien venga a buscarle? Nadie nos creerá si decimos que añoraba la mar y simplemente se fue.”

“Diremos la verdad en todo lo que podamos. Diremos que se convirtió en cenizas mientras intentaba arreglar un horno.”

“¿Y qué pasa si sus horribles amigos deciden apoderarse del casino?” preguntó Fiona. “¿Y Tropez y los chichones? Tendré que luchar contra ellos?”

“Le tendremos que pedir a Darcy que les pida que nos dejen en paz.”

“Estoy empezando a ver todo esto claro,” dijo Fiona. “Será un spa, sí, un balneario, y no se hable más.”

“Y ahora...¿que vas a hacer con el horno?”

Fiona caminó hasta el horno. Su puerta seguía abierta. Dio un sollozo y para su sorpresa el horno dio otro. Sorprendida de que el horno también estuviera triste, miró dentro de él.

“¡Uy, uy!” dijo. “¡Ay, ay! ¡Ay, uy! ¡Uy, uy!

“¿Qué pasa, Fiona? ¡Aléjate de esa cosa!” gritó Brana.

Pero Fiona ya había metido las manos en el horno. Algo sacó de él.

“¡No te puedes imaginar lo que he encontrado ahí dentro!”

Se volvió para enseñar a Brana lo que mecía en sus brazos.

¡Oh! ¡Oh, Fiona! ¡Lo has cargado! ¡Ahora te lo tienes que quedar!”

Fiona miró a su hermana embobada. Luego miró a la criatura que llevaba en brazos.

Es la ley de las hadas que si alguna encuentra un bebé no reclamado y lo toca, tiene que criar a ese bebé y quedárselo como suyo durante al menos siete años.

Fiona tragó saliva. Volvió a tragar y entonces dijo, “Pues supongo que ahora somos uno más.”

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