162. Señora
La nota pinchada en el palo estaba
escrita en un trozo de corteza de árbol. Y lo escrito lo estaba en tallas
sagradas de gran protoélfico. Al principio pensé que su autor era mi hermano
Timiano, porque estaba en un idioma que él y yo habíamos inventado para
comunicar entre nosotros dos y sólo nosotros dos. O sea, que hasta entonces yo
creía que sólo él y yo conocíamos el gran protoélfico, pero la nota iba firmada
justo en su centro con una minúscula nubecita de lluvia en vez de una ramita de
tomillo, y por eso era evidente que había un tercer entendido.
La nota venía a decir lo siguiente:
“Arley, deberías saber que una humana
quiere dejarte un legado. Sigue viva, pero no por mucho tiempo. Su partida es
inminente. Y tu deberías ir a ver a la señora del garaje que cobija al Rolls
Royce en el solías dormir cuando temías ser humano. No recomendamos tener trato
con los humanos, pero en este caso, no va a serlo durante mucho más tiempo y yo
creo que se merece que la visites y lo hagas ya.”
Comencé a moverme. Conforme me movía,
me iba comiendo la nota. Al primer mordisco, se convirtió en una oblea muy
tostada y crujiente, así que comerla fue fácil. El palo me lo lleve conmigo. Me
dirigí a la ciudad de mortales en la que ella vivía, esa mujer en cuyo coche yo
había podido dormir sin tener pesadillas. Aunque sentía que iba despacio,
llegué enseguida.
No estaba en el jardín. Ni en el
garaje, ni en el salón, ni en la cocina. Entonces escuché un ruido extraño. La
mujer estaba cantando.
Seguí esa voz cascada y rota, que me
recordaba un disco de vinilo hecho añicos, y subí por las escaleras. Llegué a
su dormitorio y allí estaba, tumbada en la cama cantando tan fuerte como podía
a pesar de que su corazón estaba a punto de parar.
“Me muero por
ver al Señor. Me muero por ver al Señor. No me muero porque me muero. Me muero
por ver al Señor.”
La había escuchado cantar antes,
cuando me estaba cayendo dormido en el coche. Pero su canto nunca había sonado
tan desgarrador como hoy. Siempre había sido una mujer de porte altivo, pero
nunca había parecido tan regia como lo parecía ahora tumbada contra las
almohadas, muriéndose sola en aquella cama tan grande. No dejó de cantar cuando
me vio, pero sonrió y movió la cabeza al reconocerme. Siempre había sido así.
Jamás habíamos hablado. Pero ella había sonreído y afirmado con la cabeza y yo
sabía que me estaba dando permiso para dormir en su coche. Entonces yo podía
leer su mente, y ahora también podía. Me estaba diciendo que me llevase el
coche. Que era mío. Que no podía darme la casa porque no era de ella. Era
alquilada.
No puede explicar cómo me sentí cuando
me di cuenta de que estaba pensando en mí en un momento como ese. Había sido
tan amable dejándome dormir allí sin preguntar si yo era humano o no, ni por
qué estaba yo allí. Mis ojos se llenaron de lágrimas, y de pronto el techo se
abrió y el tejado también y una luz intensa que no dañaba la vista penetro en
la habitación al son de unas trompetas que no todos pueden oír. Vi como su alma
saltaba de su cuerpo. Permaneció unos segundos al pie de la gran cama, sus ojos
enormes, llenos de sorpresa y entonces entendió lo que estaba pasando y
ascendió por unas escaleras de perla sin tocar los peldaños con los pies, pues
estaba estrenando un nuevo par de alas doradas.
Cuando desapareció, yo fui al teléfono y llamé
a emergencias y pude decir que ella había muerto y que viniesen a por su
cuerpo. Atragantándome, mi garganta llena de sollozos y mis ojos de lágrimas,
lloré como nunca había llorado mientras bajaba al garaje. Allí encogí el coche
y me lo metí en el bolsillo. Me hice invisible y esperé a que los humanos
viniesen a por ella. No tardaron mucho. Primero llegó una ambulancia, y al
verla aparcada delante de la casa, acudió la vecina de al lado, que entró con
un médico y un enfermero. La vecina ya estaba llamando a otra mujer que
apareció rápida como un rayo. Mientras el médico confirmaba el fallecimiento y
hacía el papeleo correspondiente, la vecina de al lado aprovechó para rebuscar
en un cesto de costura. Extrajo unas gafas de aumento que colgaban de una cinta
de seda morada y se las colocó alrededor del cuello con una sonrisa triunfal.
Al ver esto, la segunda vecina pensó que ella también quería llevarse un
recuerdo y bajó corriendo a la cocina. Buscó y encontró una receta de tarta de
pera que la difunta había guardado celosamente. Entonces un hombre vino de
parte de una iglesia y dijo que las posesiones de la fallecida tenían que ir a
la caridad, y que había que sacarlas de ahí antes de que se hiciese con ellas
el arrendador o las confiscase el estado. Las vecinas desaparecieron sin
devolver lo que habían sustraído.
Llegaron los de la funeraria para llevarse el cuerpo. Yo les acompañé en el
coche fúnebre y estuve presente mientras preparaban el cuerpo para su entierro.
Revoloteé por encima de su ataúd mientras estuvo expuesto y cuando se lo
llevaron al cementerio observé a las tres personas que allí la esperaban. Las
vecinas chismosas y manilargas no acudieron al entierro. Se habían excusado
diciendo que tenían cosas que no podían dejar de hacer. El hombre de la iglesia
era uno de los tres presentes. Los otros dos eran los enterradores.
“Descanso eterno, descanso eterno
concédele, O Señor. Y que luz perpetua brille sobre ella. Que su alma descanse
en paz,” recitó el hombre de la iglesia. Eso o algo así que yo recuerde.
“Espero que lo haga,” dijo
uno de los enterradores. “Esta noche va a llover y no estoy para follones.” Por
lo visto vivía en una casita en ese mismo lugar y odiaba tener que salir a ver
qué pasaba si oía ruidos en noches de lluvia.
“Otra que se va sin que haya un alma que
despida la suya,” dijo el otro enterrador. “Exceptuándote a ti, Samuel.”
“También estáis vosotros dos,”
respondió el hombre de la iglesia.
“Mejor que nada, ¿no?”
Me sentí tentado y quise hacerme
visible cuando escuché eso. Pero sabía que tanto ella como yo sabíamos que no
era ni necesario ni conveniente. Lo que ellos pensasen de su partida en soledad
le importaba menos a ella que las briznas de hierba que habían levantado con su
pala los enterradores les importaban a ellos.
Me senté en la rama de un árbol que
había junto a la nueva tumba y esperé hasta que cayese la noche y cubriese todo
lo que ahí se podía ver. Descendí para plantar lirios a los pies de su tumba,
de esos que jamás dejan de florecer. “Se preguntarán cómo es posible que
florezcan durante las nevadas. Nunca hallarán una explicación a eso y tal vez
esto se convierta en una pequeña leyenda. Pero lo más probable es que nadie se
dé ni cuenta. Sé que tú no estás aquí,” le dije a Señora, “pero quiero hacer
esto por ti de cualquier forma. Y espero sinceramente volver a ver a tu
espíritu algún día.”
Así dije adiós a los restos mortales
de Señora. Sí, eso es lo que siempre la había llamado. Jamás había oído a nadie
pronunciar su nombre. No podía leerlo en su tumba porque no habían puesto allí
ninguna lápida. Y me fui del cementerio caminando lentamente. Y no sabiendo a
donde ir, me encaminé a casa de los Dulahan.
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