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viernes, 31 de diciembre de 2021

163. Los refugiados del castañar

 163. Los refugiados del castañar

Alpin tuvo el suficiente tacto como para no burlarse de mí y decirme que sabía que volvería.

“Bien. Sea. Hagámoslo. Cuanto antes mejor, para acabar pronto.”

Eso es lo que yo le dije a Manzanita Alpin. Si íbamos a tratar con humanos conflictivos lo mejor era que el trato no se prolongase en el tiempo.

“Pregunta a Mari qué es lo que quiere,” dije yo.

“Lo que necesita, Arley. La mayoría de la gente no quiere ayuda. La piden porque la necesitan. Muchos se muestran ingratos cuando la reciben porque están resentidos. No les gusta necesitar ayuda. Ni deber nada a nadie. De ahí el dicho ese de que es de bien nacidos ser agradecidos.”

 “Lo que se dice es que no existe el humano que no necesite o desee algo. Hay excepciones honrosas. Pero este no va a ser el caso. Pero… ¿qué más da? Hagámoslo y hagámoslo rápido.”

 “Eres tú él que tiene que preguntárselo.”

“¿Por qué? ¿Es que no puedes verlo todo con ese ojo tuyo? Dime lo que está pasando.”

“Veo demasiado. Tú serás más objetivo.”

Pensé que Alpin me estaba ocultando información porque sabía algo que haría que yo me negase a colaborar con él y con Mari.

“Iré. Pero tú tendrás que venir conmigo. Yo no voy a hacer esto sin tu ayuda, amiga manzana vidente.”

 “Sólo podré darte apoyo moral, Arley. Es todo lo que puedo ofrecer.”

 “Tal vez. Pero tú y tu ojo que todo lo ve vendréis conmigo y  me protegeréis mientras me ocupo de este turbio asunto.”

Yo temía que la madre de Alpin se opusiera cuando se enterase de que Alpin estaba en mi bolsillo junto al Rolls Royce y que nos íbamos de aventura. Pensé que ella querría mantenerle a salvo entre las frutas de cera, debajo de la urna. Pero resultó estar encantada con que nos fuésemos de excursión.

“¡Como en los viejos tiempos!” exclamó. “¡Oh, estoy tan feliz de ver que los dos estáis juntos y activos otra vez!”

Era evidente que la pobre no tenía ni idea de lo que íbamos a hacer. Yo ya me estaba imaginando como gritaría si yo no lograse proteger a Alpin y le pasase cualquier cosa horrorosa, como que se lo comiese algún humano y ese fuese su triste fin.

“Siempre caemos de pie. Arley,” dijo Alpin, detectando mis miedos con su ojito.

“Pero es que tú no tienes pies,” objeté yo.

“Los tuyos serán los míos también:”

“¿Cómo llegamos al horrible platanar azul ese la vez pasada?”

 “Yo simplemente vagué por ahí y tú consultaste con los faunos. Pero está vez nos guiará mi ojo.”

Seguimos el camino que el ojo de Alpin trazó para nosotros. Mientras caminábamos por el bosque, Alpin de pronto dijo, “¿Qué quería de ti la abeja esa que te salvó la vida, Arley?”

“¿Qué abeja?”

“No estoy seguro. Sólo sé que esa criatura es muy escurridiza. Sólo le he percibido en una ocasión anterior. Me refiero al hombre ese que te dijo que fueses a ver a la señora del coche.”

“¿Le puedes ver?”

“No. Pero creo saber que estaba ahí. No sé qué aspecto tiene. En realidad, ni siquiera sé si es un hombre o una abeja o qué. Sólo he visto a ese hombre una vez, durante medio segundo. Y estaba de espaldas. Ni siquiera estoy seguro de haberle visto. Pero sospecho que él es la abeja que te salvó la vida cuando Rosina te dio la manzana experimental esa y tú te hinchaste como un pez globo al morderla.”

“¿Me salvó la vida? ¿Cómo? No recuerdo nada de eso.”

“Creo que sólo me fijé yo. Yo estaba gritando y aullando y pidiendo socorro y tú te estabas hinchando y ahogando y había gente corriendo hacia nosotros y de pronto una abejita enanita y discretita apareció de la nada y te picó en el cuello como una fiera. Recuerdo que pensé que eso te iba a rematar, porque lo último que necesitabas era veneno de abeja. Pero no. Empezaste a recuperarte al instante.”

“¿Eso hice?”

“Tenías tal cantidad de arañazos y picaduras debido a nuestro viaje por las profundidades del bosque que la picadura de abeja ni se notaba. Pero no pasó del todo desapercibida porque yo sí que me fijé. Pero no dije ni palabra porque la abaja desapareció delante de mis narices tras picarte. No perdió el aguijón y se murió ahí mismo como les pasa a las abejas normales, así que supe que algo raro estaba pasando. Pensé en decirle a Rosina que convendría que estudiase el efecto de las picaduras de abeja como antídoto a lo que tuviesen de malo sus manzanas. Pero no dije nada porque quería que se la cargasen los genios encapuchados esos por lo que te había pasado. Después de todo, ellos eran la raíz de tus padecimientos. Y eso de que desapareciese la abeja me hizo pensar que era mejor no contar nada. Esa no era una abeja normal, Arley. La volví a ver aparecer de la nada y posarse en el palo con el que tu habías cavado un agujero y de pronto quedó pegado a él un trozo de corteza y yo me dije que esa tenía que ser la misma abeja rara. Las tres veces.”

“¿Tres? Pero si yo era invisible. ¿Tú me puedes ver cuando me vuelvo invisible?”

“Pues nada bien. De forma nebulosa y de manera intermitente, así es cómo te veo si te veo. Y como teñido de un verde grisáceo. Pero por medio segundo me pareció que había un tipo ahí tirando de tu manga. Aunque eso fue antes de que desaparecieses tú del todo. Luego volviste y la abeja también y dejó la nota y tú la encontraste. ¿Quién era ese, Arley? ¿De qué va esto?”

“¡Ojalá lo supiese! Estoy más confundido que tú, sobre todo ahora que me has contado todo esto.”

Antes de que cualquiera de nosotros pudiésemos decir más, escuchamos una especie de chasquido.

“¡Chist!

Alguien estaba  intentando atraer  nuestra atención. Miré hacia el lugar del que provenía el sonido y vi a Mari, medio escondida entre los árboles del castañar. Sí, habíamos llegado al castañar. Mari estaba ahí, y había cantidad de niños medio escondidos entre los árboles como si fuesen duendes pero sin sombreros puntiagudos y sin zapatos también puntiagudos. En realidad, sin ningún tipo de zapatos.

Mari tenía cara de estar muy deprimida. Se la notaba en la boca, que parecía una letra U invertida. Pero en cuanto vio que la habíamos visto frunció el ceño y sus ojos destellaron con rabia. Afortunadamente no éramos el objeto de su ira.

“Es ese malnacido de Botepimienta otra vez.”

“¿Y ahora que ha hecho?”

“Tiene una novia.”

¿Acaso Mari estaba celosa? Esto era algo que yo no esperaba. Pero podría ser el problema. Mari tenía tantos hijos que tenía que ser amorosa. Me pregunté si alguno de esos críos era de Pedrito. Me arriesgué a parecer impertinente y se lo pregunté directamente.

¡Por supuesto que no!  ¿Quién querría un hijo de ese cerebro de rata? Tú ve y mira por ti mismo y verás lo que ves. Yo estoy demasiado enfadada para poder contarlo. ¡Ve! ¡Ve!

Alpin y yo tiramos para adelante, intentando ser todo lo invisibles que podíamos ser a partir de ese momento. El castañar estaba muy cerca del bosque Sherbaniano. Se podía ver desde donde estaba Mari escondida. Pero mientras me volvía invisible, me di cuenta de que ella y sus hijos también lo eran para los del platanar, puesto que estaban dentro de un castañar mágico, parte de nuestro espacio en el bosque. Mari no tenía necesidad de esconderse entre los árboles.

“Ella no debería estar aquí,” le dije a Alpin.

“Está escondida.”

“Sólo tiene permiso para entrar a coger castañas. Y los niños no pueden ni entrar. ¿Cómo lo han conseguido?”

“Los ha debido de cargar de uno en uno.”

“Ahora que saben que este lugar existe se lo pueden contar a cualquiera.”

“Puede que tengamos suerte y nadie les crea.”

“Eso probablemente es lo mejor que podemos esperar. ¡Menudo follón!” suspiré.

El platanar estaba exactamente igual que la  vez que lo visitamos. Los plátanos seguían azules del frío y yo asumí correctamente que todavía los congelaban para venderlos en el extranjero. Cuando llegamos al palacio que había pertenecido al Raca Rey y que el Sheriff del Bosque Sherbaniano le había entregado a Pedrito Botepimienta, lo hallé mucho más luminoso que antes.  Y había algo que casi me dejó ciego justo delante de la entrada. Nos acercamos a ese algo cegador y cuando llegamos hasta allí vi que se trataba de una estatua de oro macizo de una espantosa vieja famélica de brazos extendidos y huesudas manos suplicantes bañándose  bajo del sol. Una inscripción en el pedestal que la sostenía rezaba, “A Penia, mi diosa. El amor de Pedrito Botepìmienta es sólo para ti.”



“¿Su novia es una estatua de la pobreza?

Se habían dado casos de personas que se enamoraban de estatuas. Pigmaleón, por ejemplo, el escultor griego, había esculpido una mujer de mármol blanco tan hermosa que había rogado a la diosa del amor que la diese vida para poder casarse con ella.

“No es esa. Sí que ha dado vida a la Pobreza ese sinvergüenza, ya lo creo que sí. Pero esa no es su novia. Lo que dice ahí sólo son sandeces que siempre está diciendo ese idiota. La verdad es mucho peor.”

“Escucha, Alpin. Sé que no me estás contando lo que sabes porque quieres que yo colabore contigo a cualquier precio y que podría no hacerlo si tuviese más información. Pero creo que va siendo hora de que me cuentes de que va esto. Debería saberlo antes de que le pida audiencia a Botepimienta.”

¡No le pidas nada! No le gusta que le pidan cosas. ¡Sólo lánzate sobre él y mátalo!” chilló Mari, que resultó haber estado siguiéndonos.

“¿Nos puedes ver, Mari?”

Eso no debía ser así. Nos habíamos hecho totalmente invisibles.

“Todas esas castañas que se ha comido han podido hacer esto posible,” dijo Alpin.

¿Qué? ¡Ay, por favor! Eso significa que Pedrito también nos podrá ver.”

“Jamás le he dado de comer castañas a ese loco,” escupió Mari. El odio que había en su voz era tal que me dolían los oídos al escucharla. “Sólo se las daba al sheriff,” dijo, con menos hiel en los labios. “Pedrito hubiese confiscado el castañar. El sheriff era respetuoso y nunca preguntó de dónde sacaba yo las castañas. Sólo me decía que estaban buenísimas.”

“Un hombre sabio,” asintió Alpin. “Supongo que le asusté tanto que no quería más líos. Vuelve al bosque, Mari. Tú no sabes cómo volverte invisible.”

“¿Dónde está el sheriff?” pregunté antes de que se pudiese ir. La clase de acción que me había sugerido tomar estaba más en la línea del sheriff que en la mía.

“No lo sabemos. Desapareció un mal día. Botepimienta dijo que el sheriff ya no necesitaba una cocinera puesto que no estaba presente para que yo le alimentase. Me despidió. Me echó de malos modos de la cocina del sheriff y luego confiscó su casa. Sin el sheriff, no había sobras para alimentar a mis hijos.”

“Veo que los plátanos siguen azules. Eso querrá decir que todavía se los venden a los extranjeros en lugar de permitir que los comáis.”

Recordé que Botepimienta había jurado que amaba tanto a los pobres que iba a empobrecer a todo el mundo porque tenía un corazón enorme y quería amar a todos. En aquel momento yo no le hice ni caso. Para mí,  sólo decía bobadas. Pero ahora parecía que había cumplido su palabra. Botepimienta había conseguido hundir a su gente en mayor miseria que el Raca Rey.

“No puedo usar las castañas abiertamente porque me dan miedo él y su novia. Si las cocino, ella podrá verlas. Y querrá saber de dónde las he sacado. Y se lo dirá a él. Y el confiscará el castañar aunque no pueda verlo. No tenéis ni idea de lo que es capaz de confiscar.”

“Mari lo ha hecho bastante bien guardando el secreto del castañar, considerando que es humana,” dijo Alpin.

“Hay algún indicio o pista de dónde puede estar el sheriff?”

Mi única idea era hacer que el sheriff se sintiera responsable del lío este y lo arreglase. De cualquier modo que pudiese.

“No. Ni idea,” suspiró Mari.

“¿Alpin?” pregunté.

“No se puede contar con el sheriff, Arley.”

“¿Pero tú puedes ver dónde está?”

“Lo tengo localizado, y podrás verle cuando entremos en el palacio, aunque no te servirá de nada. Venga. Te lo enseñaré.”

“Vuelve al castañar, Mari,” le dije a la pobre mujer. “Y no dejes que tus hijos salgan de ahí.  Esto podría resultar peligroso.”

Estaba claro que las cosas se iban a poner feas. Alpin carecía de los poderes que tenía cuando asustó al sheriff. Lo único que podía hacer ahora era ver lo que estaba pasando. De forma espectacular, sí. Pero su ojo que todo lo veía no iba a amedrentar a gente como está. Y en cuanto a mí… ¿hace falta que diga que jamás me había abalanzado sobre nadie? Bueno, a lo mejor  jugando al fútbol con mis hermanos. Pero hacía siglos de eso. No estaba entrenado. Miré a Mari sintiéndome muy mal por no poder hacer lo que me había pedido que hiciese. Y al mirarla a ella y a sus hijos me di cuenta de que estos niños no podían ser los que habíamos visto la vez anterior. Había pasado el tiempo. Eran demasiado pequeños para ser los mismos niños.

“¿Dónde están tus hijos mayores, Mari?” pregunté.

Y Mari estalló en lágrimas. No podía hablar. Sólo podía hacer muecas con la cara y gestos de desesperación con las manos.

“Vuelve ya al castañar, Mari. Yo contestaré a Arley,” urgió la Manzanita.

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