163. Los refugiados del castañar
Alpin tuvo el suficiente tacto como para
no burlarse de mí y decirme que sabía que volvería.
“Bien. Sea. Hagámoslo. Cuanto antes
mejor, para acabar pronto.”
Eso es lo que yo le dije a Manzanita
Alpin. Si íbamos a tratar con humanos conflictivos lo mejor era que el trato no
se prolongase en el tiempo.
“Pregunta a Mari qué es lo que
quiere,” dije yo.
“Lo que necesita, Arley. La mayoría de
la gente no quiere ayuda. La piden porque la necesitan. Muchos se muestran
ingratos cuando la reciben porque están resentidos. No les gusta necesitar
ayuda. Ni deber nada a nadie. De ahí el dicho ese de que es de bien nacidos ser
agradecidos.”
“Lo que se dice es que no existe el humano que
no necesite o desee algo. Hay excepciones honrosas. Pero este no va a ser el
caso. Pero… ¿qué más da? Hagámoslo y hagámoslo rápido.”
“Eres tú él que tiene que preguntárselo.”
“¿Por qué? ¿Es que no puedes verlo
todo con ese ojo tuyo? Dime lo que está pasando.”
“Veo demasiado. Tú serás más
objetivo.”
Pensé que Alpin me estaba ocultando
información porque sabía algo que haría que yo me negase a colaborar con él y
con Mari.
“Iré. Pero tú tendrás que venir
conmigo. Yo no voy a hacer esto sin tu ayuda, amiga manzana vidente.”
“Sólo podré darte apoyo moral, Arley. Es todo
lo que puedo ofrecer.”
“Tal vez. Pero tú y tu ojo que todo lo ve vendréis
conmigo y me protegeréis mientras me
ocupo de este turbio asunto.”
Yo temía que la madre de Alpin se
opusiera cuando se enterase de que Alpin estaba en mi bolsillo junto al Rolls
Royce y que nos íbamos de aventura. Pensé que ella querría mantenerle a salvo
entre las frutas de cera, debajo de la urna. Pero resultó estar encantada con que
nos fuésemos de excursión.
“¡Como en los viejos tiempos!”
exclamó. “¡Oh, estoy tan feliz de ver que los dos estáis juntos y activos otra
vez!”
Era evidente que la pobre no tenía ni
idea de lo que íbamos a hacer. Yo ya me estaba imaginando como gritaría si yo
no lograse proteger a Alpin y le pasase cualquier cosa horrorosa, como que se
lo comiese algún humano y ese fuese su triste fin.
“Siempre caemos de pie. Arley,” dijo
Alpin, detectando mis miedos con su ojito.
“Pero es que tú no tienes pies,”
objeté yo.
“Los tuyos serán los míos también:”
“¿Cómo llegamos al horrible platanar
azul ese la vez pasada?”
“Yo simplemente vagué por ahí y tú consultaste
con los faunos. Pero está vez nos guiará mi ojo.”
Seguimos el camino que el ojo de Alpin
trazó para nosotros. Mientras caminábamos por el bosque, Alpin de pronto dijo,
“¿Qué quería de ti la abeja esa que te salvó la vida, Arley?”
“¿Qué abeja?”
“No estoy seguro. Sólo sé que esa
criatura es muy escurridiza. Sólo le he percibido en una ocasión anterior. Me
refiero al hombre ese que te dijo que fueses a ver a la señora del coche.”
“¿Le puedes
ver?”
“No. Pero creo saber que estaba ahí.
No sé qué aspecto tiene. En realidad, ni siquiera sé si es un hombre o una
abeja o qué. Sólo he visto a ese hombre una vez, durante medio segundo. Y
estaba de espaldas. Ni siquiera estoy seguro de haberle visto. Pero sospecho
que él es la abeja que te salvó la vida cuando Rosina te dio la manzana
experimental esa y tú te hinchaste como un pez globo al morderla.”
“¿Me salvó la vida? ¿Cómo? No recuerdo
nada de eso.”
“Creo que sólo me fijé yo. Yo estaba
gritando y aullando y pidiendo socorro y tú te estabas hinchando y ahogando y
había gente corriendo hacia nosotros y de pronto una abejita enanita y
discretita apareció de la nada y te picó en el cuello como una fiera. Recuerdo
que pensé que eso te iba a rematar, porque lo último que necesitabas era veneno
de abeja. Pero no. Empezaste a recuperarte al instante.”
“¿Eso hice?”
“Tenías tal cantidad de arañazos y
picaduras debido a nuestro viaje por las profundidades del bosque que la
picadura de abeja ni se notaba. Pero no pasó del todo desapercibida porque yo
sí que me fijé. Pero no dije ni palabra porque la abaja desapareció delante de
mis narices tras picarte. No perdió el aguijón y se murió ahí mismo como les
pasa a las abejas normales, así que supe que algo raro estaba pasando. Pensé en
decirle a Rosina que convendría que estudiase el efecto de las picaduras de
abeja como antídoto a lo que tuviesen de malo sus manzanas. Pero no dije nada
porque quería que se la cargasen los genios encapuchados esos por lo que te
había pasado. Después de todo, ellos eran la raíz de tus padecimientos. Y eso
de que desapareciese la abeja me hizo pensar que era mejor no contar nada. Esa
no era una abeja normal, Arley. La volví a ver aparecer de la nada y posarse en
el palo con el que tu habías cavado un agujero y de pronto quedó pegado a él un
trozo de corteza y yo me dije que esa tenía que ser la misma abeja rara. Las
tres veces.”
“¿Tres? Pero si yo era invisible. ¿Tú
me puedes ver cuando me vuelvo invisible?”
“Pues nada bien. De forma nebulosa y
de manera intermitente, así es cómo te veo si te veo. Y como teñido de un verde
grisáceo. Pero por medio segundo me pareció que había un tipo ahí tirando de tu
manga. Aunque eso fue antes de que desaparecieses tú del todo. Luego volviste y
la abeja también y dejó la nota y tú la encontraste. ¿Quién era ese, Arley? ¿De
qué va esto?”
“¡Ojalá lo supiese! Estoy más
confundido que tú, sobre todo ahora que me has contado todo esto.”
Antes de que cualquiera de nosotros
pudiésemos decir más, escuchamos una especie de chasquido.
“¡Chist!”
Alguien estaba intentando atraer nuestra atención. Miré hacia el lugar del que
provenía el sonido y vi a Mari, medio escondida entre los árboles del castañar.
Sí, habíamos llegado al castañar. Mari estaba ahí, y había cantidad de niños
medio escondidos entre los árboles como si fuesen duendes pero sin sombreros
puntiagudos y sin zapatos también puntiagudos. En realidad, sin ningún tipo de
zapatos.
Mari tenía cara de estar muy
deprimida. Se la notaba en la boca, que parecía una letra U invertida. Pero en
cuanto vio que la habíamos visto frunció el ceño y sus ojos destellaron con rabia.
Afortunadamente no éramos el objeto de su ira.
“Es ese malnacido de Botepimienta otra
vez.”
“¿Y ahora que ha hecho?”
“Tiene una novia.”
¿Acaso Mari estaba celosa? Esto era
algo que yo no esperaba. Pero podría ser el problema. Mari tenía tantos hijos
que tenía que ser amorosa. Me pregunté si alguno de esos críos era de Pedrito. Me
arriesgué a parecer impertinente y se lo pregunté directamente.
“¡Por
supuesto que no! ¿Quién querría un
hijo de ese cerebro de rata? Tú ve y mira por ti mismo y verás lo que ves. Yo
estoy demasiado enfadada para poder contarlo. ¡Ve! ¡Ve!”
Alpin y yo tiramos para adelante,
intentando ser todo lo invisibles que podíamos ser a partir de ese momento. El
castañar estaba muy cerca del bosque Sherbaniano. Se podía ver desde donde
estaba Mari escondida. Pero mientras me volvía invisible, me di cuenta de que
ella y sus hijos también lo eran para los del platanar, puesto que estaban
dentro de un castañar mágico, parte de nuestro espacio en el bosque. Mari no
tenía necesidad de esconderse entre los árboles.
“Ella no debería estar aquí,” le dije
a Alpin.
“Está escondida.”
“Sólo tiene permiso para entrar a
coger castañas. Y los niños no pueden ni entrar. ¿Cómo lo han conseguido?”
“Los ha debido de cargar de uno en
uno.”
“Ahora que saben que este lugar existe
se lo pueden contar a cualquiera.”
“Puede que tengamos suerte y nadie les
crea.”
“Eso probablemente es lo mejor que
podemos esperar. ¡Menudo follón!” suspiré.
El platanar estaba exactamente igual que la vez que lo visitamos. Los plátanos seguían azules del frío y yo asumí correctamente que todavía los congelaban para venderlos en el extranjero. Cuando llegamos al palacio que había pertenecido al Raca Rey y que el Sheriff del Bosque Sherbaniano le había entregado a Pedrito Botepimienta, lo hallé mucho más luminoso que antes. Y había algo que casi me dejó ciego justo delante de la entrada. Nos acercamos a ese algo cegador y cuando llegamos hasta allí vi que se trataba de una estatua de oro macizo de una espantosa vieja famélica de brazos extendidos y huesudas manos suplicantes bañándose bajo del sol. Una inscripción en el pedestal que la sostenía rezaba, “A Penia, mi diosa. El amor de Pedrito Botepìmienta es sólo para ti.”
“¿Su novia es una estatua de la
pobreza?
Se habían dado casos de personas que
se enamoraban de estatuas. Pigmaleón, por ejemplo, el escultor griego, había
esculpido una mujer de mármol blanco tan hermosa que había rogado a la diosa
del amor que la diese vida para poder casarse con ella.
“No es esa. Sí que ha dado vida a la
Pobreza ese sinvergüenza, ya lo creo que sí. Pero esa no es su novia. Lo que
dice ahí sólo son sandeces que siempre está diciendo ese idiota. La verdad es
mucho peor.”
“Escucha, Alpin. Sé que no me estás
contando lo que sabes porque quieres que yo colabore contigo a cualquier precio
y que podría no hacerlo si tuviese más información. Pero creo que va siendo hora
de que me cuentes de que va esto. Debería saberlo antes de que le pida
audiencia a Botepimienta.”
“¡No
le pidas nada! No le gusta que le pidan cosas. ¡Sólo lánzate sobre él y mátalo!” chilló Mari, que resultó haber
estado siguiéndonos.
“¿Nos puedes ver, Mari?”
Eso no debía ser así. Nos habíamos
hecho totalmente invisibles.
“Todas esas castañas que se ha comido
han podido hacer esto posible,” dijo Alpin.
“¿Qué?
¡Ay, por favor! Eso significa que Pedrito también nos podrá ver.”
“Jamás le he dado de comer castañas a
ese loco,” escupió Mari. El odio que había en su voz era tal que me dolían los
oídos al escucharla. “Sólo se las daba al sheriff,” dijo, con menos hiel en los
labios. “Pedrito hubiese confiscado el castañar. El sheriff era respetuoso y
nunca preguntó de dónde sacaba yo las castañas. Sólo me decía que estaban
buenísimas.”
“Un hombre sabio,” asintió Alpin.
“Supongo que le asusté tanto que no quería más líos. Vuelve al bosque, Mari. Tú
no sabes cómo volverte invisible.”
“¿Dónde está el sheriff?” pregunté
antes de que se pudiese ir. La clase de acción que me había sugerido tomar
estaba más en la línea del sheriff que en la mía.
“No lo sabemos. Desapareció un mal
día. Botepimienta dijo que el sheriff ya no necesitaba una cocinera puesto que
no estaba presente para que yo le alimentase. Me despidió. Me echó de malos
modos de la cocina del sheriff y luego confiscó su casa. Sin el sheriff, no
había sobras para alimentar a mis hijos.”
“Veo que los plátanos siguen azules.
Eso querrá decir que todavía se los venden a los extranjeros en lugar de
permitir que los comáis.”
Recordé que Botepimienta había jurado
que amaba tanto a los pobres que iba a empobrecer a todo el mundo porque tenía
un corazón enorme y quería amar a todos. En aquel momento yo no le hice ni
caso. Para mí, sólo decía bobadas. Pero
ahora parecía que había cumplido su palabra. Botepimienta había conseguido
hundir a su gente en mayor miseria que el Raca Rey.
“No puedo usar las castañas
abiertamente porque me dan miedo él y su novia. Si las cocino, ella podrá
verlas. Y querrá saber de dónde las he sacado. Y se lo dirá a él. Y el
confiscará el castañar aunque no pueda verlo. No tenéis ni idea de lo que es
capaz de confiscar.”
“Mari lo ha hecho bastante bien
guardando el secreto del castañar, considerando que es humana,” dijo Alpin.
“Hay algún indicio o pista de dónde
puede estar el sheriff?”
Mi única idea era hacer que el sheriff
se sintiera responsable del lío este y lo arreglase. De cualquier modo que
pudiese.
“No. Ni idea,” suspiró Mari.
“¿Alpin?” pregunté.
“No se puede contar con el sheriff,
Arley.”
“¿Pero tú puedes ver dónde está?”
“Lo tengo localizado, y podrás verle
cuando entremos en el palacio, aunque no te servirá de nada. Venga. Te lo
enseñaré.”
“Vuelve al castañar, Mari,” le dije a
la pobre mujer. “Y no dejes que tus hijos salgan de ahí. Esto podría resultar peligroso.”
Estaba claro que las cosas se iban a
poner feas. Alpin carecía de los poderes que tenía cuando asustó al sheriff. Lo
único que podía hacer ahora era ver lo que estaba pasando. De forma
espectacular, sí. Pero su ojo que todo lo veía no iba a amedrentar a gente como
está. Y en cuanto a mí… ¿hace falta que diga que jamás me había abalanzado
sobre nadie? Bueno, a lo mejor jugando
al fútbol con mis hermanos. Pero hacía siglos de eso. No estaba entrenado. Miré
a Mari sintiéndome muy mal por no poder hacer lo que me había pedido que
hiciese. Y al mirarla a ella y a sus hijos me di cuenta de que estos niños no
podían ser los que habíamos visto la vez anterior. Había pasado el tiempo. Eran
demasiado pequeños para ser los mismos niños.
“¿Dónde están tus hijos mayores,
Mari?” pregunté.
Y Mari estalló en lágrimas. No podía
hablar. Sólo podía hacer muecas con la cara y gestos de desesperación con las
manos.
“Vuelve ya al castañar, Mari. Yo
contestaré a Arley,” urgió la Manzanita.
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