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domingo, 16 de enero de 2022

164. Los Tristes Campos de Girasoles

164. Los tristes campos de girasoles

“¿Dónde quieres ir primero?” preguntó Alpin cuando Mari volvió al castañar, girando la cabeza antes de entrar para dar una última mirada de odio al palacio por encima de su hombro. “¿Te gustaría ver a los hijos de Mari o prefieres ir directamente a ver a Pedrito?”

“Prefiero volver a casa,” dije yo. “Y eso es algo muy triste, considerando que ni siquiera tengo un verdadero hogar. Pero supongo que debería comprender que está sucediendo aquí antes de hablar con Pedrito, porque algo me dice que él no me lo va a decir.”

“Creo que esa es la respuesta correcta a mi pregunta,” dijo Alpin. “Así que te enseñaré los campos de girasoles. Eso debería darte una idea. Pero no debemos hacernos visibles en ningún momento. Esto es indiscutible, Arley. Nada de manifestarse. No importa lo que veas, no debes dejar que te vean. O podría ser la última vez que veas algo.”

“¿Por qué no me dices de una vez que diantres está pasando aquí? Me parece que lo sabes muy bien.”

“Es más fácil explicártelo conforme lo vayas viendo,” replicó Alpin. “Sí, explicaré lo que vayas viendo. Y ni se te ocurra respirar el aire de estos mortales. El adjetivo que le va es mortífero.”

Así que el aire estaba envenenado allí. Cuando las hadas somos invisibles para los mortales, no estamos del todo físicamente presentes. Estamos en nuestro propio mundo a la vez que en el mundo de los mortales. Hay una especie de círculo mágico a nuestro alrededor que nos mantiene en nuestro ambiente, una especie de cilindro. Pero no voy a entrar en detalles ahora sobe cómo funciona eso. Sólo voy a decir que el aire que respiramos dentro del cilindro es nuestro.

Alpin me dijo hacia donde debía avanzar y yo seguí sus instrucciones. Nos movimos a un lado de la estatua cegadora y rodeamos el palacio de Pedrito por ese lado sin acercarnos demasiado y sin parar para contemplarlo. Cuando nos situamos detrás del gran parque que había detrás, nunca entrando y siempre rodeando los muros de mármol que lo mantenían cerrado, divisé lo que parecía ser una vista sin fin. Se trataba de un interminable campo de girasoles. El sol se estaba poniendo en un horizonte tan lejano que mareaba mirarlo. Los pétalos amarillos de las flores con sus tallos de nueve pies de altura se volvían rosados contra el cielo de un rojo subido. Podría haber sido una vista preciosa de contemplar. Lo sería si yo hubiese estado de humor para disfrutar del paisaje. Pero estaba en tensión y receloso y quizás por eso no tardé en ver unas sombras oscuras que parecían flotar entre aquellos altos tallos de flores. Aquello se asemejaba a hileras de hormigas marchando entre filas de margaritas.

“¿Son lo que creo que son?” le pregunté a Alpin. “¿Se trata de personas? Ahí, entre las flores.”

Estaba pensando que Pedrito tenía algún ejercito, o que un ejercito enemigo avanzaba contra su castillo. Alpin no tardó en explicarme que se trataba de otra cosa.

“Si crees que se trata de un ejército, te equivocas. Pedrito tiene un ejército, sí. Pero no es eso que ves. Eso es una enorme cuadrilla de trabajadores. No están realmente avanzando. Están meciéndose con el viento porque el sol va a caer y su jornada ha terminado. No tienen que volver a sus chozas, que ya ni existen. Están haciendo algo parecido a descansar ahí mismo. La verdad es que no necesitan dormir. Se pasan la noche ahí de pie, meciéndose como las plantas que mueve el viento, esperando que el sol reaparezca para volver a ponerse a trabajar. Llueva o brille el sol, eso hacen siempre. Se mecen de noche para que Pedrito pueda decir que él es muy bueno con su pueblo y les da la noche libre. Si pudieses ver más allá de esas flores tan altas, verías tallos decapitados y marrones que se secan, y en la tierra cabezas de girasoles despojadas de sus semillas. Este campo está medio cosechado. Cuando lo esté del todo, los trabajadores se mudarán a otro.”

Yo no sabía cuál de las muchas preguntas que quería hacer debía hacer primero.

“¿Por qué no duermen? ¿Comen?”

“Primero pregúntame por qué existen estos campos.”

“¿Por qué estos campos?”

“Pedrito tiene que alimentar a sus hijos.”

“Querrás decir a su pueblo. Pedrito pensaba en los demás como responsabilidad suya, si recuerdo bien. ¿Esta gente cosecha las semillas y luego se las come?”

“Sí que piensa en los demás como en algo suyo. Más como su propiedad que como su responsabilidad. Pero no. Cuando hablo de sus hijos me refiero a una multitud de malnacidos que la mujer de Pedrito ha creado en su laboratorio. La Doctora Viruta Pocuscocus no tiene un hijo cada nueve meses como la pobre Mari. Tiene tantos como los insectos siempre que la apetece tenerlos. Todos los que necesite. Estas criaturas tienen algo de Pedrito y algo de Viruta y algo de si mismas. Sólo se alimentan de pipas de girasol. Estas les dan la energía que necesitan para volar y escupir. Escupen las cáscaras de las pipas y escupen también un veneno suyo personal. Eso contribuye a viciar el aire, aunque sólo es parte de su toxicidad. Si los papapipas apuntan a tus ojos y aciertan, te vuelves ciego. Si ingieres este veneno por la boca o la nariz, lo más probable es que mueras. Pero matar no es el único propósito  de Viruta. Cuando estás tumbado en el suelo muerto o lo inmediatamente anterior, ella se acerca como la alimaña maligna que es y con una lata semejante a las de TNT te rocía con un preparado que hace que te levantes como un zombi y eso es lo que tú eres. Ella te dice que sigas al líder de los zombis y hagas lo que hacen los demás, y tú lo haces, y ahí tiene ella a su mano de obra, trabajando para alimentar a los hijos de Pedrito, que trabajan a su vez para mantenerle en el poder. Por cierto, el líder de los zombis es una máquina, un robot que ha fabricado. No es un humano zombificado.

Yo no me podía creer lo que estaba oyendo. ¿Cómo había llegado Pedrito a esto?

“¿Pedrito lo sabe?” pregunté. “¿Por qué no está aquí fuera intentando ser amable con alguna u otra de estas criaturas desgraciadas?”

“Cree que necesita un ejército para ahuyentar a sus enemigos.”

“¿Y sus enemigos son?”

“Cualquiera. ¿No lo serías tú? Sobre todo cualquiera que intente enseñarle a respetar las libertades civiles. Gentes de otros lugares, ahora que ha reducido este. Está convencido de que cualquiera que él no ha reducido es salvaje y que el fin de reducirles justifica cualquier medio empleado para lograrlo. Así que tiene cada vez más hijos. Hijos varones todos ellos. Para que compitan con los hijos de otros y los aplasten. No necesita hijas porque Viruta puede darle tantos guerreritos como necesite.”

“¿Y la gente local?”

“Estás viendo a los que no han emigrado meciéndose en el viento. No les necesita para otra cosa que no sea trabajar en sus campos, porque piensa que son malos e ingratos y que no le valoran. Eso no impide que piense que les está cuidando con esmero, porque está convencido de que los que están en sus campos están mejor que cualquiera en cualquier otra parte. Viruta le ha dado hijos y él cree que esas criaturas le adoran. Es fácil para él alimentar a los papapipas, que nunca se han quejado del trato que reciben. No piden más que pipas que masticar y cáscaras que escupir. Por supuesto que no puede tener conversaciones conmovedoras con ellos, de esas de padre e hijo, pero como nunca ha escuchado a nadie, y sólo les dice a los demás lo que hacer, no sabe lo que se está perdiendo. En realidad, ni siquiera tiene que decirles a los papapipas lo que hacer porque Viruta les ha creado para no hacer nada más que lo que hacen, que es contaminar este lugar para que nadie se acerque por aquí. Sus enemigos saben que es mejor ni intentar invadir esto. La principal preocupación de los lugares colindantes es evitar que el aire viciado invada su espacio y contamine el suyo. Y aquí no vienen ni ladrones para birlar los plátanos azules o las pipas de girasol para vender eso en otra parte. Saben que caerían fulminados y serían zombificados. Pedrito está muy orgulloso de esto. Presume de haber erradicado el crimen y ni por un minuto piensa que él es el criminal local. Cuando esté listo, querrá tener más hijos y los enviará a tomar tierras ajenas. Molestará a sus enemigos en sus casas. Invadirles, sí, eso hará. Sí, se convertirá en un expansionista. Pero tú…tú tendrás que utilizar una máscara de gas o algo parecido si vas a tratar con Botepimienta en su territorio.”

¡Ay, no! ¡No me digas que el veneno también nos afecta a nosotros!”

“Pues muy probablemente. No hay hadas danzando entre esos girasoles, ¿verdad? Claro que se trata de campos de humanos, pero ya sabes que algunas hadas siguen revoloteando por esos lugares y que algunas se desmayan cuando los mortales echan pesticidas. Aquí no se ve nadie como nosotros. Creo que huyeron. Espero que lo hayan logrado.”

“¿Me estás escondiendo algo? ¿Realmente se han ido? ¿No estarán zombificadas esas hadas o algo peor?”

“Está bien. Te lo contaré. Me consta que algunas se fueron cuando un par de ellas se quedaron ciegas. Las más curiosas, que se acercaron a los papapipas para estudiarlos mejor, recibieron un escupitajo en los ojos y las demás tuvieron que arrastrarlas a nuestro terreno.” Alpin cerró su ojito, carcomido como por moho y un gusano, para poder ver mejor y añadió, “Estoy leyendo labios y alguien está diciendo que fue dificilísimo curar a los afectados. Todavía están conmocionados.”

“¿Qué clase de oportunidad tengo yo entonces?”

“¡Ojalá lo supiese!”

“Entonces, lo primero que necesito, aparte de un amigo mejor que no me meta en líos, es, efectivamente, algún tipo de máscara.”

La manzanita que era Alpin se meció para adelante y para atrás, que es su manera de asentir  como hacemos con la cabeza.

“Y yo también,” dijo la manzana, “porque voy a acompañarte. Y lo único que necesito para sentirme totalmente anulado es quedarme ciego de mi único ojito.”

“A ver si me aclaro. Aquí ya no hay nada más que campos de girasoles y platanares. Pedrito tiene una mujer que le está ayudando a hacer cosas de dictador loco peligroso. Se llama Viruta y tiene un laboratorio. Ha fabricado monstruos que vician el aire. Háblame de ella. Hay que conocer  al enemigo.”

“Es una criminal en busca y captura. No tengo ni idea de cómo ha llegado a juntarse con Pedrito, pues eso ocurrió antes de que Mari me invocase. No suelo poder ver el pasado, sólo lo que recuerdo haber visto. Sé que la he visto en un cartel de esos de se busca. Carteles de mortales. Parece ser que es una especie de científica loca que intentó resucitar a un monstruo. No sé de qué clase, pero no puede ser nada bueno. Huyó de los que la persiguen y encontró refugio en el palacio de Botepimienta. No diré que encontró asilo. En un asilo tipo manicomio deberían estar los dos. Bueno, pues son más como aliados que como amantes. En realidad, yo creo que ni eso. No saben lo que es el amor. Lo que son es dos enfermos que se retroalimentan. Cuando les veo juntos tengo la sensación de ver dos espejos colocados uno frente al otro. El reflejo que hay en uno se mueve y el del otro reacciona y viceversa. Los monstruos que ella está fabricando ahora, los papapipas, son pan comido para esa bruta. No sé en qué está pensando. Es muy hermética. Pero esto no puede ser suficiente para alguien como ella. Hará algo peor.”

“Hay que actuar antes de que se anime. Mira, Alpin, voy a hacerte la pregunta más importante que te puedo hacer ahora mismo. Y será mejor que me des una buena respuesta. ¿Dónde demonios está el Sheriff del Bosque Sherbanano? No me digas que está en ese campo. No lo podré soportar.”

“Pues no tengo que decir eso porque la verdad es que no está ahí. Pero preferiría enseñar en lugar de contar. Puedo llevarte ante él, pero necesitamos esas máscaras o yelmos o lo que sean, Arley.”

“¿Deberíamos probar en el nido de Urraca?” pregunté yo. “Tiene toda clase de cosas relacionadas con hechos violentos y calamidades. Puede que tenga algo que nos sirva. O podría buscar entre las colecciones de objetos mágicos de Mamá y Papá. Quizás encuentre algo que nos pueda ser útil.”

Alpin dijo que no. No íbamos a meter a la liante de Urraca en esto, que bien peligrosa era. Y en este caso no era necesario. Él ya había revisado lo que ella tenía en su tienda. Y en cuanto a mis padres, era mejor no involucrarles en esta aventura. Al menos por ahora. Él había hecho unas averiguaciones preparatorias antes de decidir embarcarse en esta misión. Sabía exactamente lo que teníamos que adquirir antes de pulular por los campos de girasoles o el palacio de Pedrito. Y sabía dónde lo podíamos encontrar.

“Lo que estás necesitando,” dijo, no sin orgullo, “es la fabulosa  Máscara de Falguniben.”

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